viernes, 17 de julio de 2020

Los posos del comunismo (el poscomunismo)



El hombre del tanque en una fotografía de Charlie Cole


Lo peor del comunismo es lo que viene después. 

Adam Michnik


Normalmente quienes aseguran que sólo se puede conseguir más seguridad a costa de la libertad están intentando negarnos ambas cosas.


Timothy Snyder, "Sobre la tiranía"



La vida ha perdido contra la muerte, pero la memoria gana en su combate contra la nada.

Tzvetan Todorov, "Los abusos de la memoria"


Qué importa que el gato sea negro o gris con tal de que cace ratones.

Deng Xiaoping


Este texto lo escribí el año pasado para conmemorar el trigésimo aniversario de la matanza de Tiananmén, pero no lo publiqué por aquí. Me ha parecido oportuno hacerlo ahora después de corregirlo y ampliarlo un poco.

El comunismo ha sido "la gran religión secular de los tiempos modernos", en palabras de Tzvetan Todorov: "era una religión posible, prometía el paraíso en la tierra, por eso conquistó tantos adeptos". Lo malo es que también causó cerca de cien millones de muertos en menos de un siglo, más de un millón al año de media. Se instauró primero en Rusia en 1917 y lo hizo de una forma bastante brutal: tras un golpe de Estado, provocando una terrible guerra civil que terminó por ganar y una hambruna que causó cinco millones de muertos. Dio así inicio a una dictadura que se mantendría durante siete largas décadas y que conocemos como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Ese triunfo, como suele ocurrir con las grandes victorias militares, otorgó respeto y cierto prestigio a los dirigentes soviéticos, pero en los años siguientes sus siniestros modos de actuar les obligaron a recurrir al secretismo más exacerbado para mantener su credibilidad en el mundo. Se silenciaron la (segunda) hambruna y las sangrientas purgas de los años treinta (el Saturno bolchevique devoraba a sus propios hijos), lo que unido a la victoria de Stalin ("Padre de los pueblos", se le llamaba entonces) sobre los nazis y sus aliados en la Segunda Guerra Mundial, permitió al tirano soviético extender el comunismo más allá de sus fronteras creando sucursales de la URSS por buena parte del planeta. La historia de la estalinización tras la guerra, especialmente en Europa Oriental, demuestra lo frágil que puede llegar a ser la civilización. Los líderes comunistas continuaron ocultando la represión y los crímenes que iban llevando a cabo y se inventaron para ello tremendas fake news, como aquella que culpó durante casi medio siglo de la masacre de Katyn a los nazis, ordenada por la cúpula soviética en 1940. 






El militarismo, el chovinismo de gran potencia y la xenofobia de la Unión Soviética alcanzaron sus más altas cotas en 1953, pero la muerte de Stalin en marzo de aquel año fue el principio del fin. En un alarde de mesianismo ideológico sin freno (similar al estadounidense, por cierto, aunque opuesto), desde los años cincuenta los soviéticos y sus aliados apoyaron los llamados movimientos de liberación nacional, incluso fomentando el terrorismo, y exportaron su modelo político y económico al Tercer Mundo, desde Asia, pasando por África hasta América Latina. Pero en la década de los ochenta todos los regímenes comunistas se encontraban sumidos en graves crisis económicas y políticas, especialmente en Etiopía, donde el sangriento régimen del dictador Mengistu estaba contribuyendo a causar una hambruna que se llevó por delante a un millón de personas. Mientras tanto, en el mundo capitalista los países con democracia y derechos civiles se mostraban bastante más eficaces a la hora de eliminar los abusos de poder mientras la economía mostraba una clara capacidad de recuperación al desarrollar productos nuevos y útiles para el consumo masivo. Cada vez quedaba más claro que las predicciones de Marx y Engels sobre cómo la expansión de la economía de mercado reduciría a casi todo el mundo a la miseria no solo no se estaban cumpliendo, sino que eran precisamente los regímenes inspirados por ellos los que estaban llevando a muchos países a la ruina.



Lenin en Etiopía, 1991


La catástrofe de Chernóbil, el peor accidente nuclear de la historia, obligó a Gorbachov a terminar con el secretismo soviético y a dar paso a la política de la "glásnost" ("transparencia" o "apertura"), lo que llevó involuntariamente a que las dictaduras comunistas fueran cayendo en Europa a partir de 1989, culminando con el derrumbe de la soviética en 1991, un acontecimiento que se llevó a cabo con sorprendente facilidad.



Este proceso fue en general pacífico salvo excepciones, como la de la descomposición de Yugoslavia en una sangrienta guerra causada por los distintos nacionalismos que habían estado silenciados bajo la dictadura de Tito. La guerra, o mejor dicho, las guerras que asolaron los antiguos territorios yugoslavos entre 1991 y 1999 produjeron cientos de miles de víctimas en un lugar que había sido considerado por muchos como un modelo de sociedad socialista.




La caída del Telón de Acero puso fin no solo a un sistema ideológico, sino también a la Guerra Fría, un prolongado epílogo a la guerra civil europea iniciada en 1914 y cerrada en falso en 1945 con la derrota de los países del Eje. No fue hasta 1991 cuando se resolvieron definitivamente los asuntos que habían quedado pendientes tras la victoria aliada. Después de siglos de enfrentamientos directos entre los Estados europeos, que alcanzaron niveles apocalípticos entre 1914 y 1945, la Guerra Fría había trasladado los conflictos abiertos fuera del continente, a lugares como Corea, Vietnam o Afganistán. Eso sí, mientras tanto los regímenes comunistas llevaron a cabo una guerra permanente contra sus propias sociedades en forma de censura rigurosa, escasez obligatoria y políticas represivas, que en ocasiones dio lugar a rebeliones populares como ocurrió en Alemania del Este en 1953, en Hungría en 1956, en Checoslovaquia en 1968 o en Polonia a partir de 1981.

La disgregación de la antigua URSS corrió a cargo de los renaceres nacionales en las distintas repúblicas que la conformaban, y si bien algunos de ellos eran sinceros, como en los países bálticos, en otras zonas el instinto de conservación llevó a muchos miembros de la nomenklatura comunista a mutar en fervorosos nacionalistas para mantenerse en los resortes del poder de los Estados que se iban independizando. En una Rusia despojada de muchas de sus antiguas posesiones imperiales y sumida en el colapso económico, los años noventa supusieron el auge de la mafia, cuya implicación en el poder venía ya de la época soviética. Por otro lado, Boris Yeltsin, un antiguo apparatchik convenientemente reconvertido al anticomunismo, llegó a ser el primer dirigente ruso elegido democráticamente en toda la historia del país. 

La herencia económica estuvo entre lo peor que los países comunistas legaron a la posteridad. El desastre de la economía, combinado con el terrible daño medioambiental que causaron las industrializaciones a marchas forzadas tan características de los regímenes comunistas, supusieron para esos países una gran hipoteca para el futuro: había que desmantelar las antiguas y obsoletas fábricas y corregir los errores antes de invertir en nuevos proyectos. Dentro de lo que cabe, los antiguos alemanes orientales tuvieron suerte, pues fue el Gobierno federal tras la reunificación quien corrió a cargo de reparar los daños causados por el comunismo en los territorios de la RDA. En otros países, el coste de reinventar la economía recayó en los hombros de quienes habían padecido el socialismo real.

 La tarea era doble e ingente: por un lado había que desarrollar una transición económica hacia el capitalismo, y por otro un cambio político hacia la democracia. No fue nada fácil. El comunismo había impregnado durante décadas cada sector de la vida: política, economía, sociedad, cultura y sistemas de creencias, de manera que costaría años y mucho esfuerzo implantar un orden radicalmente distinto. 

Se había teorizado en múltiples ocasiones el tránsito del capitalismo al socialismo, pero a nadie se le había ocurrido dar indicaciones sobre cómo hacer el camino inverso. El capitalismo se basa en el mercado y esto significa privatización. No había precedentes históricos de una privatización de los bienes públicos como la que se llevó a cabo en la Europa Oriental posterior a 1989. El capitalismo se había desarrollado en el mundo atlántico durante siglos acompañado de leyes, instituciones, reglamentos y prácticas que lo regulaban y legitimaban, combinando además los beneficios de la economía de mercado con programas sociales (lo que viene a ser el Estado del bienestar). En los países poscomunistas todo ello simplemente se ignoró y el resultado fue una rápida privatización en forma de cleptocracia. La diferencia entre privatización, apropiación indebida y simple robo desapareció completamente. Había mucho que robar -petróleo, gas, minerales, oleoductos, metales preciosos- y nadie que lo impidiera, pues eran miembros de la antigua nomenklatura quienes seguían manejando los hilos del poder. El nepotismo proliferó de forma similar a como lo había hecho durante el comunismo, pero con ganancias privadas mil veces mayores. Además, el dinero se canalizaba hacia mafias instaladas en las antiguas estructuras del partido y en sus servicios secretos.

Occidente tuvo parte de responsabilidad en este despropósito precisamente por su falta de participación: no hubo un Plan Marshall para reconstruir Europa Oriental tras el comunismo. La única implicación estadounidense fueron las considerables sumas en concepto de subvenciones que recibió Rusia de Washington y que fueron a parar a los bolsillos de quienes formaban parte del entorno de Yeltsin. En consecuencia, los europeos orientales tuvieron que competir con Occidente en condiciones tremendamente desfavorables. La respuesta de varios de esos gobiernos fueron medidas proteccionistas que lo único que consiguieron fue inclinar más aún el proceso de privatización hacia la corrupción.

En los años posteriores a 1989, los países de Europa Oriental perdieron entre el 30 y el 40% de su renta nacional. El primero en recuperar el nivel de aquel año fue Polonia en 1997. Otros no lo lograrían hasta 2000 o incluso más tarde. El resultado de todo ello es que por cada oligarca corrupto, o por cada mafioso millonario, en Europa del Este había millones de descontentos con la transición al capitalismo. Sin embargo, lo sorprendente no es que esta se hiciera mal, sino que llegara siquiera a producirse. Y en líneas generales lo mismo se podría decir del camino hacia la democracia. Con alguna excepción como la de Checoslovaquia, en conjunto las antiguas sociedades comunistas no tenían vivo el recuerdo de haber disfrutado nunca de una auténtica libertad política, lo que facilitó la creación de un caldo de cultivo propicio para que mucha gente se viera atraída por partidos que ofrecían alternativas nostálgicas o ultranacionalistas al nuevo consenso liberal -políticos autoritarios en definitiva-, sobre todo en ciertos territorios de la antigua URSS. Al fin y al cabo, el comunismo y el ultranacionalismo tienen más en común entre sí que con la democracia, y en el caso de los países de Europa del Este compartían enemigo: Occidente. 

La combinación de retórica patriótica y nostalgia por los tiempos del poder soviético es lo que explica que desde 1999 el hombre fuerte de Rusia sea un autócrata exmiembro del KGB y la Stasi, Vladímir Putin, el cual nunca ha dudado en silenciar o asesinar a cualquiera que alce una voz en su contra a la vez que ha hecho lo imposible por extender su poder e influencia fuera de sus fronteras para así recuperar el "respeto" internacional del que disfrutaba su país antaño. En realidad, los países poscomunistas a los que mejor ha ido hasta ahora en materia de derechos humanos son aquellos que lograron preservar algunos elementos de la sociedad civil durante el periodo comunista. Obviamente Rusia no está entre ellos.




Aunque la transición de los países poscomunistas no se hiciera bien, y aunque no pocos de sus ciudadanos decidieran refugiarse en la nostalgia y el ultranacionalismo, terminó quedando claro que el único futuro posible para ellos estaba en Occidente, en la Unión Europea -con sus promesas de riqueza y seguridad- y en un mercado mundial. La consecuencia de todo ello fue la ampliación de la OTAN y la UE a los países de Europa del Este a partir de 1999 así como la implantación de la economía de mercado y la globalización a lo largo y ancho del planeta. A su vez, esto levantó por nuestro continente una ola de euroescepticismo y xenofobia que todavía perdura. Extrema derecha y extrema izquierda se unieron en su oposición a la integración europea y al nuevo orden mundial (el anticapitalismo, renombrado como antiglobalización, atraía tanto a reaccionarios ultranacionalistas como a radicales de izquierdas).

Rusia por supuesto fue un caso aparte. Separada del resto de Europa por los nuevos Estados tapón de Bielorrusia, Ucrania y Moldavia, y también por su política cada vez más autoritaria, jamás se planteó entrar en la Unión Europea (y menos aún en la OTAN). A los nuevos socios se les exigía que respetaran los "valores europeos" referentes al imperio de la ley, los derechos y libertades ciudadanas y la transparencia institucional, algo que el régimen de Putin nunca ha estado dispuesto a reconocer y menos aún a poner en práctica. La ventana a la libertad que se abrió en Rusia brevemente durante los años noventa, se cerró con rapidez a comienzos del siglo XXI: en 2004, uno de cada cuatro puestos de la administración federal estaba ocupado por personal formado en el KGB. En realidad, la integración de países como la República Checa, Polonia, Hungría, las repúblicas bálticas, Rumanía o Bulgaria en la OTAN y la UE fue percibida por Rusia como una amenaza, lo que llevó al giro de la época de Yeltsin, claramente prooccidental, a la de Putin, que casi desde el principio optó por reforzar el nacionalismo ruso y emplear el avance de la UE y la OTAN como contraposición para reconstruir el marchito poder de su país. Rusia debía mostrarse fuerte ante Occidente para no quedar supeditada a sus intereses, algo que para un país con un pasado imperial habría resultado humillante. En todo caso, las autoridades rusas tenían más interés en construir oleoductos y vender gas a la UE que en entrar en ella.

El nacionalismo y la nostalgia por las supuestas glorias del pasado influyeron asimismo en que los países poscomunistas se vieran con muchas dificultades para llevar a cabo una revisión de su época anterior y en que los antiguos dirigentes, salvo excepciones como la de Ceaușescu y su mujer, apenas fueran castigados. Pero también tuvieron que ver otros factores, como el hecho de que los regímenes de corte socialista siempre habían sido reconocidos como legítimos por los gobiernos extranjeros y que jamás una instancia judicial internacional hubiera declarado que el comunismo fuera un régimen criminal. Además, los regímenes comunistas no se habían limitado a imponerse a la ciudadanía, sino que también habían alentado a la gente a implicarse en la represión colaborando con las fuerzas de seguridad e informando de las actividades y opiniones de sus colegas, conocidos, vecinos, amigos y familiares. La negativa a hacerlo podía costarle a alguien el futuro de sus hijos. En todos los países comunistas existió pues una red de espías y confidentes, lo que hizo que, tras la caída de las dictaduras, el conjunto de la sociedad fuera objeto de sospecha, quedándose indemnes tan solo un puñado de heroicos e inquebrantables disidentes. Entre 1945 y 1989 la acumulación de deportaciones, encarcelamientos, juicios espectáculo y demás tipos de represión logró que casi todos los habitantes del bloque soviético fueran o bien cómplices de las pérdidas ajenas, o bien víctimas, o bien ambas cosas. Tras la reunificación alemana se supo que la Stasi, además de sus 85.000 empleados a tiempo completo, había dispuesto de cientos de miles de personas a su servicio entre colaboradores extraoficiales y confidentes. Por tener una referencia, en 1941 la Gestapo contaba con 15.000 personas para controlar toda Alemania. En la RDA los maridos habían espiado a sus mujeres, los profesores informaban sobre sus alumnos y los sacerdotes sobre sus parroquianos, de manera que la Stasi tuvo expedientes de seis millones de personas, es decir, un tercio de la población. El Gobierno federal permitió que la gente verificara si tenía un expediente de la Stasi y, si así lo deseaba, pudiera leerlo. En 1996 más de un millón de personas habían solicitado ver sus expedientes, lo que tuvo a veces devastadoras consecuencias en las relaciones familiares y sociales.




Por otro lado, lidiar con la memoria del comunismo tenía sus riesgos si se cedía a la tentación de superarla a base de invertirla. Es decir, los regímenes comunistas habían establecido unas verdades oficiales que ahora quedaban completamente desacreditadas convirtiéndose, por así decirlo, en oficialmente falsas. Antes de 1989 todos los anticomunistas llevaban la mácula del apelativo fascista, pero si tal identificación no había sido más que otra mentira comunista, ahora resultaba muy sugestivo ver con retrospectiva simpatía a todos los anticomunistas hasta entonces desacreditados, incluidos los auténticos fascistas. Esto llevó a que en algunos países de Europa del Este se reivindicara y homenajeara a ciertos personajes de tinte claramente fascista o filonazi.

La historia del siglo XX ha hecho que desde la caída del comunismo en Europa existan dos memorias diferentes sobre el totalitarismo. Para muchos intelectuales occidentales el comunismo no es sino una versión fallida de un mismo patrimonio progresista, y por tanto no debe situarse en igual categoría que el fascismo o el nazismo. Pero para sus homólogos de Europa Oriental, cuyos países sufrieron la ocupación y el dominio de la URSS, el comunismo no deja de ser una de las formas adoptadas por el monstruo del totalitarismo en el siglo pasado y como tal ha de recordarse. La Unión Europea ha tratado de conciliar ambas visiones. Así, desde 2009 se celebra en la UE cada 23 de agosto -aniversario del Pacto Mólotov-Ribbentrop- el Día Europeo de Conmemoración de las Víctimas del Estalinismo y el Nazismo. Y 19 de septiembre de 2019 el Parlamento Europeo aprobó la Resolución sobre la importancia de la memoria histórica europea para el futuro de Europa, que condena por igual los crímenes cometidos por los regímenes nazi y comunistas a lo largo del siglo pasado.

Si la difusa frontera entre perseguidos y perseguidores, o entre vigilados y vigilantes, tan propia de los países comunistas, hizo muy difícil rendir cuentas con el pasado, en lugares donde no hubo realmente una transición política, es decir, donde los comunistas o sus amigos continuaron en el poder con otras ideas, como en Rusia, se impuso el borrón y cuenta nueva y el pasado simplemente no se tocó. Hoy la momia de Lenin continúa en su mausoleo de la Plaza Roja.



En Bielorrusia, un país en el que el servicio secreto se sigue llamando KGB y la mayor parte de la economía continçúa en manos del Estado, el antiguo burócrata comunista Aleksandr Lukashenko permanece en el poder desde 1994 mientras hace detener a sus opositores, de manera que el apodo de último dictador de Europa le va como anillo al dedo.




Por mencionar un efecto colateral de la caída del comunismo, la desmembración de la URSS y la reestructuración de Europa del Este con la aparición de nuevos Estados llevó involuntariamente en otros lugares al auge del nacionalismo centrífugo y la descentralización. Esto fue muy patente en Europa Occidental, desde España al Reino Unido, pasando por Italia y Bélgica, países en los que las regiones ricas comenzaron a sentir una creciente necesidad de librarse de la responsabilidad que suponía la presencia de conciudadanos empobrecidos en provincias remotas. Los ecos de este fenómeno aún resuenan hoy azuzados por la crisis económica de 2008 e incluso el propio Brexit forma parte de ellos.

Mientras tanto, fuera de Europa los autócratas comunistas trataron de aguantar como pudieron. La falta de apoyo soviético sumió a Corea del Norte durante los años noventa en una tremenda hambruna de la que las autoridades, que continuaron y continúan con la política del secretismo, admitieron solo poco más de 200.000 víctimas mortales, aunque estas pudieron alcanzar los dos millones. En aquel hermético país, gracias al renovado apoyo de China, sigue existiendo hoy una dictadura de corte estalinista y hereditaria con tintes religiosos en la que se considera al líder supremo poco menos que un dios.

En Cuba la población padeció por las mismas fechas el llamado "periodo especial", años de carestía que se prolongaron hasta que el Gobierno venezolano de Hugo Chávez acudió en su ayuda. El dictador Fidel Castro no necesitó convertirse en un líder nacionalista, dado que el creador del lema "patria o muerte" ya había adquirido a esas alturas reputación más que suficiente como defensor de la independencia de su nación frente a Estados Unidos incluso entre muchos de sus compatriotas que no simpatizaban demasiado con el comunismo. Este fenómeno tampoco era nuevo, pues ya Lenin y Stalin poseyeron un gran atractivo como líderes que defendían a Rusia con más eficacia que los últimos zares.

En las repúblicas socialistas musulmanas, las políticas dictatoriales tuvieron como respuesta el fundamentalismo islámico (apoyado por Estados Unidos), alejándose así para esos países toda posibilidad de un futuro democrático. Esto se evidenció en Afganistán durante la ocupación soviética y después, y lo hemos seguido viendo en los últimos años tras la aparición del Estado Islámico en Irak y Siria.

En China, tras la represión y las brutales hambrunas de los tiempos de Mao Zedong, el dictador Deng Xiaoping aceptó llevar a cabo drásticas reformas económicas pero no políticas, para lo cual no dudó en asesinar hace treinta y un años a los estudiantes que se manifestaban en la plaza de Tiananmén pidiendo democracia. El consabido secretismo impide saber las cifras de muertos de aquella masacre, pero parece ser que van desde varios cientos a miles.

En Occidente, los partidos comunistas, que aunque mantenían formas democráticas siempre habían apoyado a la URSS, comenzaron a distanciarse de esta a finales de los años sesenta, tras la invasión soviética de Checoslovaquia. Algunos de estos partidos adoptaron el llamado eurocomunismo, un "nuevo" tipo de socialismo que en teoría no renunciaba al legado de Lenin, pero que en la práctica se desmarcaba completamente de sus métodos y que se parecía demasiado a la socialdemocracia. No funcionó, quizá porque la marca "comunismo" ya no vendía ni con adornos. Otros simplemente mutaron en socialdemócratas.

En Venezuela, a las puertas del siglo XXI, se instauró otro nuevo socialismo aparentemente democrático pero que adoptó desde el primer momento medidas autoritarias y que ha terminado con los años transformándose en un régimen autocrático, corrupto y criminal que, para variar, ha sumido al país en una gravísima crisis económica y política con miles de muertos por represión y la población huyendo en masa al extranjero. Un efecto colateral de la crisis venezolana es que en Cuba ya han empezado a sufrir otro nuevo periodo de escasez e inflación. A pesar del drama humano que padece Venezuela desde hace años, aún hay izquierdistas notorios que continúan defendiendo los supuestos "avances" del chavismo (también conocido como socialismo del siglo XXI), no sé si por disonancia cognitiva o simple fanatismo.

En resumen, hoy el legado del comunismo es este. Un autócrata en Rusia que trata de dominar el mundo de todas las formas posibles (y en especial a través de la propaganda y los ciberataques) mientras dirige una cleptocracia capitalista con tics estalinistas. Una Corea del Norte que sigue encerrada en sí misma mientras continúa machacando a su población y amenazando de vez en cuando al mundo con una guerra nuclear. Una Venezuela y una Cuba sumidas en graves crisis mientras culpan de todo -cómo no- a Estados Unidos. Una Siria en la que el dictador decidió mantenerse en el poder masacrando a su propia gente cuando le pedía reformas democráticas, porque se sabía respaldado por Rusia, China e Irán, el cual además causó así una larga guerra civil que dura ya casi una década y que parece que va a ganar porque solo se le han opuesto con firmeza los kurdos y los yihadistas a sueldo de Arabia Saudí. Unos comunistas occidentales que andan muy perdidos y que, además de apuntarse al movimiento antiglobalización, se agarran a ideales muy nobles y muy políticamente correctos como el feminismo, el ecologismo y el multiculturalismo, mientras continúan exhibiendo las efigies de Lenin y el Che Guevara -tan respetuoso con los homosexuales-, cayendo así -cómo no- en flagrantes contradicciones. En la URSS y sus Estados satélites (ese imperio potencialmente global que los comunistas occidentales defendían con uñas y dientes hasta hace cincuenta años y que ahora, tras la crisis del neoliberalismo, parece que vuelven a reivindicar) jamás se siguieron políticas de ese tipo. Se integró a la mujer en el trabajo, pero se perseguía a las organizaciones feministas (y a cualquiera que abogara por los derechos humanos y el respeto a la diversidad, en realidad). Se contaminó el medio ambiente de todas las maneras posibles como si no hubiera un mañana y se cazó a las ballenas hasta casi exterminarlas. Hubo además deportaciones de grupos étnicos enteros, millones de personas que fueron así castigadas solo por su condición. Pero es que la crisis del comunismo y la cultura posmoderna no solo hacen que estos comunistas occidentales pequen hoy de profundas incoherencias, sino que además resulta que las causas tan positivas en las que centran sus discursos le preocupan solo a una minoría. En lugar de buscar nuevas soluciones alejadas del comunismo tradicional a los problemas socioeconómicos que afectan a tantas personas, estos partidos izquierdistas multiuso ofrecen cosas que no interesan demasiado a los desatendidos. Como se dice en un blog que enlazo por aquí de vez en cuando:

De tal forma los nuevos intelectuales de izquierdas "new age" empezaron a ofrecer a toda esa gente desamparada unos discursos "progres" demasiado complicados para ser entendidos por ese tipo de ciudadanos y demasiado alejados de sus problemas cotidianos reales como para que, de poder entenderlos, pudiesen importarles. Es triste, es incómodo, pero el deshielo de los polos, los derechos de los transexuales, la experimentación con monos, las corridas de toros, los refugiados de guerra sirios, o incluso los últimos debates sobre las problemáticas de género, importan entre poco y nada cuando no llegas a fin de mes, no tienes tiempo ni dinero para pasarte el día despotricando en Internet, trabajas de limpiadora, vives en un piso asqueroso en el extrarradio del que debes dos meses de hipoteca y a tu marido lo acaban de echar de su trabajo en la última fábrica de la zona. Es así. No digamos si vives en un pueblo donde ya no hay ni trabajo, ni vida cultural y pronto no habrá ni colegio ni siquiera lineas de autobuses diarios a la ciudad más próxima.

En cualquier caso el dogma de la corrección política es fruto del posmarxismo cultural, y sus seguidores izquierdistas no pierden ocasión de defenderlo a través de acosos y linchamientos en las redes sociales, así como promoviendo la condena y los boicots a quienes osen desafiarles. Una actitud que indirectamente favorece a la extrema derecha cuando esta denuncia dichos comportamientos, como bien han señalado hace poco cerca de 150 intelectuales en EEUU, en su mayoría de izquierdas. Estas prácticas de quienes profesan la fe en los dogmas de la izquierda posmoderna denotan ciertos tics autoritarios, los cuales recuerdan inevitablemente a la censura y el mesianismo de tiempos pasados: creen tener la razón absoluta y pretenden imponer el bien a toda costa. 




Entre quienes aún defienden el comunismo en nuestros días aparece de vez en cuando un argumento, según el cual, el error no está en la ideología propiamente dicha, sino en la forma en que se ha puesto en práctica. Este análisis, que más bien parece una excusa, es profundamente erróneo. Para empezar, en el Manifiesto del Partido Comunista, Marx y Engels ya dejaron muy claro que había que eliminar a la burguesía como clase ("la existencia de la burguesía ya no es compatible con la sociedad") y además no de forma pacífica precisamente, sino mediante "acciones despóticas" y "derrocando por la violencia todo el orden social existente". Se puede alegar que aquellas palabras fueron escritas a mediados del siglo XIX en un contexto muy particular, pero entonces cabe preguntarse por qué habría que seguir confiando en una ideología que en tantas ocasiones y de forma sistemática se ha aplicado de manera tan desastrosa, totalitaria y, en resumen, criminal. Y para seguir, resulta que cada vez que el comunismo ya instaurado ha tratado de reformarse para hacerlo más humano ha ocurrido que, o bien los tanques soviéticos han dado al traste con el proceso, o bien se ha transformado en algo completamente diferente.

Exceptuando a Cuba, tras la caída de la URSS los países que continuaron gobernados por partidos comunistas fueron asiáticos, de manera que las esperanzas de un renacer del socialismo real se tuvieron que depositar en aquel continente. Pero el país más grande y poblado donde un partido comunista ha logrado continuar monopolizando el poder es China, que abrió su economía al mercado en un mundo en el que impera una globalización de acentuada esencia capitalista, alejando así la posibilidad de un resurgimiento del comunismo tradicional. A la vez, el régimen chino mantiene dócil a una población que solo aspira a trabajar mucho para poder comprarse montones de cosas. Allí la gente consume, pero carece de derechos reales mientras la clase dirigente justifica esta situación llamándola "bien común". El crecimiento del país se combina con una irresponsabilidad medioambiental mayor que en ningún otro lugar del mundo, algo que como hemos visto es marca de la casa en los sistemas comunistas. Y de paso, el régimen chino oculta epidemias hasta que se le van de las manos




En definitiva, el modelo "comunista" chino es pues el único que parece haber triunfado y que puede exportarse hoy. Cuidado, no vayamos a imitarlo




Nunca se dirá con suficiente intensidad que no todos los actos inhumanos del siglo XX fueron responsabilidad del comunismo. Los comunistas no tuvieron la culpa de los crímenes del nacionalsocialismo, ni de los bombardeos y envenenamientos de las selvas de Indochina durante la Guerra de Vietnam, ni del genocidio de Ruanda. Además, el capitalismo tiene un historial social y ecológico que dista de ser positivo, y desde luego no se ha situado siempre del lado de la democracia. La mayoría de los países del Tercer Mundo han estado regidos por dictadores, élites corruptas y brutales fuerzas de seguridad durante buena parte del siglo pasado sin que ninguna de las democracias moviera un dedo para tratar de cambiar la situación (de hecho, en no pocas ocasiones dichos regímenes autoritarios se veían justificados como baluartes contra el comunismo). Es más, los impulsos que condujeron al comunismo no están aletargados. La opresión política y económica aún se haya muy extendida. La persecución por motivos nacionalistas, sociales o religiosos persiste. El dominio egoísta del mundo por un puñado de grandes potencias ahí sigue. La globalización hace que los protagonistas de la vida económica escapen fácilmente al control de los gobiernos locales: a la primera traba, la empresa multinacional traslada sus fábricas a un país más cómodo. Miles de millones de personas continúan careciendo de seguridad personal y sin poder cubrir sus necesidades más básicas como el acceso a la sanidad, la educación, la comida, la vivienda o el empleo. Hay mucho espacio para que surjan movimientos radicales que cuestionen esta situación. En lo que va de siglo XXI, uno de los fenómenos más fuertes y peligrosos ha sido el terrorismo islamista, que ha logrado sacudir el equilibro político establecido en el mundo. Aunque, como ya he señalado, el fundamentalismo islámico cobró fuerza en la Guerra Fría, sus fanáticos líderes deben gran parte de su impacto al sentimiento popular extendido entre los musulmanes de que la globalización originada en Occidente, junto al apoyo de Estados Unidos a Israel y las intervenciones militares tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en países como Afganistán e Irak, están rompiendo la base material y espiritual de sus comunidades. Igual que los intelectuales marxistas asumieron antes de la Primera Guerra Mundial la causa del proletariado industrial, ahora el islam ha producido revolucionarios intransigentes dedicados al cumplimiento de sus valores fundamentales. En el futuro próximo podrían emerger otros fenómenos hasta ahora desconocidos que pusieran en riesgo la democracia, la economía capitalista y la sociedad plural. No se debería descartar que tales movimientos, como el marxismo en 1917, lograran hacerse con el control de algún país.

En Asia nunca existió un solo tipo de comunismo como el que se impuso en el este de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, no existió un bloque comunista. En su lugar surgieron unos cuantos comunismos nacionales en distintos países cuando estos estaban aún envueltos en una lucha contra una potencia colonial o imperial de la que trataban de independizarse. Es decir, fueron en su origen movimientos de liberación nacional a los que se incorporó la lucha de clases. Las consecuencias de este hecho fueron en primer lugar los enfrentamientos entre los diferentes comunismos (China contra la URSS, Vietnam contra Camboya, China contra Vietnam), y en segunda lugar, la evidencia de que aquellos comunismos no necesitaron más tarde mutar demasiado en ultranacionalismos porque ya los llevaban de serie. Esos países solo tuvieron que realizar reformas importantes en el plano económico, lo cual implicó también cierta relajación en las prácticas represivas, aunque continuaran siendo dictaduras. La única excepción a este proceso es Corea del Norte, que no ha cambiado nada. Ya he hablado más atrás del auge de China. Es muy improbable que en el mundo se produzca un retorno del maoísmo o de algún tipo de comunismo tradicional, pero las ideologías pueden mutar como los virus y el modelo actual chino sí puede resultar atractivo para las élites financieras. A su vez, el triunfo de un sistema político produce como reacción la aparición de movimientos con similares características aunque opuestos, cumpliéndose así la tercera ley de Newton. El régimen soviético instaurado por los bolcheviques en 1917 se convirtió en el estereotipo para los regímenes comunistas de otros países, pero a su vez también se vio reflejado en nuevos movimientos que propugnaban igualmente la transformación de la sociedad, aunque de forma antagónica al marxismo-leninismo. Un Estado militarista de partido e ideología únicos, con su desprecio por las leyes y la democracia, y su apoyo entre las masas, se implantó en Italia y Alemania durante el periodo de entreguerras. Hablo del fascismo, claro, engendrado en parte por las mismas causas estructurales que el comunismo, pero que a la vez se presentaba no solo como un escudo frente a la amenaza que este representaba, sino incluso como un arma para acabar con él. Ni Mussolini ni Hitler actuaron solo en respuesta al comunismo, pero la importancia del precedente es innegable (el Gulag apareció antes que los campos de concentración nazis), y las características que compartían, incluyendo el control estatal de la sociedad en todos sus aspectos, también. De la misma manera, la extensión de la influencia china por el mundo, unida a la ola de corrección política defendida con fervor por unos cuantos izquierdistas incautos, puede tener como reacción un preocupante aumento entre la gente de las simpatías por el nacionalpopulismo.

Estamos viviendo una pandemia vírica originada en China que se descontroló por la falta de transparencia de sus autoridades las cuales, a pesar de ello, aún pretenden dar lecciones. La situación de emergencia creada por la COVID-19 en un mundo globalizado y en crisis ha hecho que los gobiernos asuman poderes especiales que pueden derivar fácilmente hacia el autoritarismo. Hay políticos que no ven con malos ojos eso de arrebatar derechos y libertades a la gente bajo cualquier excusa sencilla de vender y ahora lo tienen más fácil. De hecho ya lo están haciendo en Polonia y Hungría, dos países de la Unión Europea y también excomunistas. En 2014 Viktor Orbán, actual primer ministro húngaro, dijo que su objetivo era crear "un Estado iliberal, un Estado no liberal que no rechaza los principios fundamentales del liberalismo tales como la libertad, y podría listar unos cuantos más, pero que no hace de esta ideología el elemento central de la organización del Estado, sino que en cambio incluye un enfoque diferente, especial, nacional".

O dicho de otra manera: que ya les están pelando las barbas a nuestros vecinos.



KFC de Minsk, capital de Bielorrusia, instalado bajo el relieve "Solidaridad", del escultor soviético Anatol Yafimovich Arcimovich


Más información:

-AAVV, "El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión, Espasa Calpe/Planeta, 1998.

-Applebaum, Anne, "El Telón de Acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956", Debate, 2014.

-Flores, Marcello y De Andrés, Jesús, "Atlas ilustrado del comunismo", Susaeta, 2007.

-Judt, Tony, "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945", Taurus, 2006.

-Service, Robert, "Camaradas. Breve historia del comunismo", Ediciones B, 2009.

-Todorov, Tzvetan, "La experiencia totalitaria", Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2010.

-Zubok, Vladislav M., "Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra Fría", Crítica, 2008.




4 comentarios:


  1. https://blogs.elconfidencial.com/mundo/tribuna-internacional/2020-07-21/como-leninismo-sigue-explicando-politica-actual_2689728/

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  2. https://www.moisesnaim.com/otros-medios/2020/7/26/espaa-es-la-guarida-del-chavismo-un-bofetada-para-la-democracia

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  3. https://www.youtube.com/watch?v=mMcn02Rtlgo

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  4. https://elpais.com/internacional/2020-08-30/lukashenko-saca-los-blindados-a-la-calle-ante-una-nueva-protesta-masiva-de-la-oposicion.html

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