En
los últimos veinte años, las investigaciones y publicaciones de una serie autores
nos han proporcionado una perspectiva muy distinta de la que tradicionalmente
se ha tenido sobre la Segunda Guerra Mundial, plagada de mitos y falsedades.
Para
escribir lo que sigue me he basado fundamentalmente (aunque no exclusivamente)
en las ideas expresadas por el historiador británico Norman Davies en su libro
“Europa en guerra 1939-1945” (Planeta, 2008).
La
Segunda Guerra Mundial fue un acontecimiento que, en gran medida, configuró el
mundo en que hemos vivido desde entonces. Digamos que no se puede entender éste
sin conocer aquélla, razón por la cual resulta muy tentador para muchos
manipular la historia de aquel conflicto.
Versiones
Cada
país que intervino en la Segunda Guerra Mundial tiene su propia versión de la
contienda y, dentro de esa versión, el papel que interpreta siempre ocupa un
primer plano. Sin ir más lejos, hay quienes fijan el inicio del conflicto en
1941, y no en 1939. Esto se debe a que fue en 1941 cuando Alemania invadió la
Unión Soviética y Japón atacó Pearl Harbor. Tanto los yanquis como los
apologistas de la URSS coinciden en restar importancia a lo ocurrido antes de
aquel año: para ellos, la guerra de verdad empezó entonces. Los pro soviéticos,
además, prefieren no recordar lo que la URSS hizo entre 1939 y 1941.
Por
su parte, los británicos siempre han insistido en transmitir la idea de que en
1940, Inglaterra se quedó sola frente al
nazismo, cosa que no es verdad, pues siempre contó con la inestimable ayuda
de canadienses, australianos, neozelandeses, sudafricanos y muchos otros, amén
de sus colonias, claro. Es más, incluso consiguieron convencer a muchos de que
el desastre que los aliados sufrieron en Dunkerque en realidad fue un éxito
británico.
Los
franceses han exagerado hasta el infinito y más allá el papel de su movimiento
de resistencia frente a la ocupación alemana, obviando en muchos casos la
existencia de un colaboracionismo que fue bastante amplio.
Los
alemanes, por su parte, han tratado siempre de recordarnos que ellos también lo
pasaron mal durante la guerra, y de paso que su país ya hace mucho que no tiene
nada-nada-nada que ver con el nazismo.
Los
italianos, a pesar de que su país fue una de las potencias agresoras que
contribuyeron a extender la guerra, siempre se han presentado como simples
víctimas.
Los
japoneses han hecho un símbolo de los bombardeos atómicos yanquis a la vez que
han relativizado de forma repugnante los aborrecibles crímenes que cometieron allá
por donde pasaron.
Los
israelíes nunca han dejado de centrarse en el Holocausto al referirse a la
Segunda Guerra Mundial.
El
patriotismo, el amor hacia el país en el que uno ha nacido y el orgullo por lo
que ha logrado, es una emoción frecuente y natural. Es también algo que se
advierte habitualmente en la obra de muchos historiadores, y especialmente en
lo referente a la Segunda Guerra Mundial. En los relatos de los historiadores
de las naciones vencedoras el patriotismo aparece por todas partes. Desde hace
generaciones, se insiste al público de esos países en que tiene que
enorgullecerse de sus victorias. En
principio no hay nada que objetar a esto, sobre todo si esos historiadores
saben separar los hechos del comentario patriótico. Pero la realidad es
diferente. En la crónica de las guerras, en las que se pierden muchas vidas, es
fácil que los sentimientos se agudicen y que el patriotismo se confunda con
facilidad con el chovinismo y la xenofobia. Sistemáticamente, chovinistas y
xenófobos se consideran patriotas sin mácula. En realidad, el auténtico
patriotismo ha de ser lo suficientemente fuerte para reconocer no sólo lo que
han logrado nuestros compatriotas, sino también sus fracasos, sus locuras y sus
crímenes. Entre los contendientes de una guerra habitualmente no hay nadie
inmaculado, aunque sí hay países en los que el proceso de “aceptación” de los
errores y crímenes propios es bastante más largo que en otros. Y, lógicamente,
esto afecta a la historiografía.
Relatar
los hechos históricos sin revelar las simpatías del autor resulta aburrido,
tanto para el que escribe como para el que lee. No obstante, las opiniones
personales sólo pueden aparecer una vez que los hechos y los análisis han sido
cuidadosamente clasificados y presentados. Igual que los novelistas, los
historiadores también suelen relatar los acontecimientos desde un punto de
vista. Lo ideal sería hacerlo manejando muchas perspectivas, pero esto es algo
complicado y poco frecuente, pues no está exento de riesgos. En ocasiones,
explicar los crímenes de nazis o soviéticos se confunde con justificarlos, y
sin embargo es necesario entender qué fue lo que les indujo a llevarlos a cabo,
qué mentalidad los impulsó para actuar así. Explicar un suceso detestable no
sólo no es justificarlo, sino que puede ser una forma de evitar que se repita.
Crímenes
Los
historiadores y el público en general suelen estar en mejor disposición de
aceptar las evidencias de conducta criminal si los propios culpables de los
crímenes, o quienes les suceden, han sido francos y han confesado. Es decir, si
los crímenes han sido reconocidos. Así, los alemanes se han mostrado mucho más
dispuestos a reconocer y expiar sus culpas que cualquier otro, una actitud que
contrasta especialmente con la de los japoneses y rusos, cuyos países
cometieron una cantidad enorme de crímenes en aquella guerra. El caso de los
crímenes estalinistas es especialmente problemático, por un lado debido al
engaño continuado sobre los mismos que hubo durante décadas, y por otro porque
los rusos persisten hoy en negar la evidencia. Aparte de las numerosas reivindicaciones
de la figura de Stalin que se han dado en Rusia en los últimos años, baste
decir como ejemplo que cuando Antony Beevor se atrevió a documentar en su libro
“Berlín. La caída: 1945” (2002) el enorme número de violaciones que cometió el
Ejército Rojo en Alemania, tuvo que aguantar unos cuantos ataques y
amonestaciones, incluso por parte del embajador ruso en Londres.
Alemania
perdió la guerra, la URSS la ganó. Alemania fue ocupada y los campos de
concentración fotografiados y filmados después de ser liberados, pero nadie
liberó ni fotografió los campos soviéticos. Para muchos, lo que no está
recogido en imágenes simplemente no existió, sobre todo si consideramos que de
los detalles acerca del Gulag sólo nos empezamos a enterar a ciencia cierta
tras la caída de la URSS. Fue entonces cuando se demostró que Robert Conquest
había estado más cerca de la verdad de lo que sus críticos admitían.
Los
alemanes reconocieron sus crímenes y pagaron por ellos. Se podría decir que no
les quedó otro remedio pero, en cualquier caso, éstos son los motivos de que
hoy no haya casi nadie que defienda a los nazis y sin embargo haya muchos aún
que simpaticen con Stalin o el comunismo de corte soviético.
En
cualquier consideración que queramos hacer sobre la Segunda Guerra Mundial, la
valoración de los crímenes cometidos durante la misma es básica porque hubo un
número de crímenes anormalmente elevado, aunque su verdadera dimensión no llegó
a conocerse hasta mucho después. Así,
hasta hace relativamente poco, los historiadores no han contado con información
suficiente para realizar una valoración cabal de los crímenes cometidos durante
la guerra en su conjunto. Solo después de la caída del régimen soviético ha
podido empezar a documentarse exhaustivamente la larga relación de conjeturas y
estimaciones sobre los crímenes de la época estalinista. Y sólo desde hace
algo más de una década se ha hecho posible comparar el historial criminal
soviético con el nazi, que conocíamos mucho mejor.
Cuando
se habla de la liberación de los territorios ocupados por los nazis, con
frecuencia se obvian las víctimas que se produjeron después de que aquélla
ocurriese, como las de la sangrienta Épuration
sauvage francesa. Tampoco se suele decir mucho acerca de los entre diez y once
millones de alemanes que, en 1944 y 1945, huyeron ante la llegada del Ejército
Rojo o fueron expulsados de sus casas después debido al nuevo trazado de las
fronteras. De ellos, murió un número indeterminado que va desde los varios
cientos de miles hasta los dos millones. O de los polacos que fueron
reasentados en los territorios arrebatados a Alemania tras la guerra debido a
que la URSS no devolvió nada de lo que se había anexionado entre 1939 y 1940.
El
principal obstáculo a una exposición imparcial de los crímenes cometidos
durante la guerra no reside exclusivamente en una afluencia escasa de
información. También interviene una dimensión psicológica. Los historiadores
occidentales han agravado el problema con su negativa a mancillar la reputación
de la coalición aliada. El término psicológico de esa renuencia es “negación”.
De forma consciente o inconsciente, muchos occidentales siguen negando que la
crudeza de los datos sobre los crímenes de los soviéticos y los aliados
occidentales exija la modificación de su valoración de la guerra. Dicho de otra
forma, se ven de diferente forma unos crímenes y otros según quién los
cometiera. Los crímenes del Eje se condenan sin paliativos porque fueron
cometidos por el Mal, pero los
crímenes de los que fue responsable el bando vencedor se ven como una suerte de
“daños colaterales”, lamentables pero inevitables y hasta legítimos y
necesarios si se pretendía acabar con el Mal.
Y sin embargo, un crimen no deja de serlo independientemente de quién lo
cometa.
Además,
hay que añadir un comentario sobre la equívoca expresión “daños colaterales”.
En las declaraciones oficiales, los portavoces de los mandos de bombardeo
británico o estadounidense siempre lamentaban la pérdida de vidas entre la
población civil, mientras que, al mismo tiempo, sostenían que el propósito de
la ofensiva era acabar con objetivos militares e industriales. Esta disculpa
obedecía a una lógica que, sin embargo, no resiste un examen cuidadoso. Las
enormes flotas de bombardeo, integradas por más de mil aparatos, no podían por
naturaleza reducir sus objetivos a fábricas, empalmes ferroviarios o
instalaciones militares. Se las enviaba a arrasar ciudades enteras sabiendo de
antemano que la mayoría de sus habitantes eran civiles inocentes. Las muertes
de civiles no eran, en modo alguno, ni accidentales ni colaterales. Eran una de
las consecuencias, integrales y calculadas, de operaciones desacertadas que
continúan mancillando la reputación de sus autores.
Finalmente,
y pese a las frecuentes protestas en sentido contrario, entristece que los
estudios especializados y los comentarios sobre la Segunda Guerra Mundial no
operen en un entorno totalmente libre. En muchos países, los legisladores se
han movilizado para apuntalar la versión oficial de la historia. En el Reino
Unido, por ejemplo, los crímenes de guerra no se consideran como tales si no
los perpetraron las fuerzas del Eje. En Francia, y de acuerdo a la Ley
Fabius-Gayssot de 1990, todo el que niegue el Holocausto o minimice su magnitud
puede tener que hacer frente a penas muy graves, incluida la de cárcel. Otra
media docena de países europeos, de Austria a Polonia, han seguido el ejemplo.
En un periodo en el que, ante las protestas de los musulmanes por unas
caricaturas de Mahoma, toda Europa proclamaba el derecho a la libertad de
expresión, David Irving era encarcelado en Austria por expresar opiniones
políticamente incorrectas. Un clima así no es saludable. El conocimiento
histórico no necesita protección oficial. El Holocausto es un hecho
incontestable, pero los caminos de una comprensión más plena están obstruidos.
La verdad sobre el pasado sólo puede aflorar y consolidarse con el choque entre
la sabiduría y el absurdo. Si la ley prohíbe el absurdo, la sabiduría se
resiente.
Política y propaganda
Durante
la Guerra Fría, las dos superpotencias surgidas en 1945 ofrecieron su propia
versión de la Segunda Guerra Mundial, cada una en su ámbito. La cosa revestía
gran importancia, porque se trataba no sólo de justificar el estatus adquirido
por ambos países, sino también cualquier acción que llevasen a cabo a partir de
ese momento. Por tanto, necesariamente las dos versiones no eran sino
explicaciones, aunque de distinta forma, del triunfo del Bien sobre el Mal. Yanquis
y soviéticos eran los buenos que habían
aplastado a los malos, y precisamente
ese carácter innato y permanente de buenos
les daba carta blanca para hacer lo que quisieran, ya que siempre se podían
mostrar de nuevo como “libertadores” recordando cómo habían “salvado” al mundo.
La Unión Soviética, inocente de toda ofensa, había sido víctima del ataque
brutal de la bestia fascista. Pese a la pasividad de las potencias
occidentales, el Ejército Rojo había luchado con un heroísmo insuperable y
había repelido a los invasores liberando media Europa.
En
los años noventa, tras la desaparición de la URSS, los Estados Unidos quedaron
como única superpotencia, de forma que su versión de la guerra se impuso y además
se acentuó. En un mundo y una cultura estadounidensecéntricos se hizo
necesario recordarnos a todos por qué las cosas son así, justificar la subida
de los EEUU a lo más alto, es decir, su papel de dirigente y policía del mundo.
En aquella época, Stephen Ambrose (autor de libros como D Day, o Band of Brothers;
del último se realizaría una exitosa serie de televisión) se convirtió en el
historiador de moda, y Salvar al soldado
Ryan y La Lista de Schindler, en las películas de la década (ambas son
obra del mismo director, Steven Spielberg, quien en 1979 había realizado una
película titulada 1941, el año en que
comenzó la guerra para los estadounidenses).
Lógicamente,
la combinación de una visión histórica concreta con los gustos y el poder
comercial de Hollywood, es decir, el eje Ambrose-Spielberg, encajaba a la
perfección con el auge de los EEUU y el anuncio del siglo XXI como un “siglo
americano” en el que el mundo bailase al son de lo que quisiera Washington.
Cuando planeó la invasión de Iraq en 2003, es posible que el Pentágono
comparara al presidente George W. Bush con Winston Churchill y a Saddam Hussein
con Hitler (en realidad, Saddam Hussein y el Partido Baaz estaban más cerca de
Stalin). Todo formaba parte del mismo pack. El punto de vista yanqui de la historia es un componente necesario del punto de vista yanqui de la política
mundial que hoy impera.
El
mensaje de Salvar al soldado Ryan está
cristalino. El mundo fue liberado del Mal
por los valerosos y sacrificados soldados de los Estados Unidos de América (la
participación británica en el Desembarco de Normandía ni se menciona en la
película). La idea de que el enemigo era el Mal ya había quedado reasentada poco antes con La lista de Schindler (casualmente del mismo director). Los
yanquis, por tanto, representan el Bien.
Y como son los buenos y nos salvaron
a todos, tienen derecho a controlar el mundo.
Uno
podrá darse cuenta de estas cosas o no, pero todo el mundo vio esa película (se le dio muchísima publicidad y
además era de Spielberg), y sus imágenes quedaron grabadas en millones de
cerebros. Como colofón, el relato que otorga a los EEUU el papel estelar en la victoria de la Segunda Guerra Mundial fue reforzado por al menos otras dos famosas películas: U-571 (2000) y Pearl Harbor (2001). En la primera los estadounidenses capturan un submarino alemán apoderándose de una máquina Enigma, facilitando así la derrota del nazismo. El film despertó fuertes críticas en el Reino Unido porque fueron los británicos, con ayuda de criptógrafos polacos, quienes realmente lograron descifrar los códigos de Enigma, y de hecho fueron ellos también los que se hicieron con una de dichas máquinas y su libro de códigos tras capturar el submarino germano U-110 en mayo de 1941, es decir, cuando los EEUU ni siquiera habían entrado en la contienda. La segunda película versa precisamente sobre el famoso ataque japonés que metió a los yanquis en la Segunda Guerra Mundial.
Algún
día, la supremacía estadounidense desaparecerá, y por tanto también su
interpretación de la historia, que será sustituida por otra. Todos los países
candidatos a hacerse con esa supremacía tienen su propia visión de la Segunda
Guerra Mundial. Los chinos, por ejemplo, recuerdan esos años como un periodo de
inmenso sufrimiento infligido por Japón y lo consideran un preludio necesario a
la victoria de la revolución en su país. En un mundo chinocéntrico, es posible que Europa y lo que allí ocurrió durante
la guerra pierdan relevancia, que las victorias de soviéticos y yanquis frente
a Alemania no sean tan importantes, que los japoneses y no los nazis encarnen
la fuerza principal del Mal, y que el
lugar de recuerdo por excelencia no
sea Auschwitz o Normandía, sino Nankín.
Lenguaje
El
lenguaje y la terminología que manejamos habitualmente sobre la Segunda Guerra
Mundial proceden sobre todo de la historiografía anglosajona y son poco
precisos. Cuando se habla por ejemplo de “criminal de guerra” no se hace
referencia a todos los criminales de guerra que hubo en aquella contienda, sino
sólo a los del bando perdedor. Algo similar ocurre con el término “campo de
concentración”, que suele aludir sólo a los campos nazis. La Unión Soviética
tuvo campos de concentración desde mucho antes que la Alemania nazi y hasta
mucho después de que ésta dejase de existir. Durante la guerra hubo bastantes
más campos soviéticos que nazis. Si preguntásemos por la calle que cuál fue el
campo de concentración más grande en Europa durante la Segunda Guerra Mundial,
seguramente la respuesta más frecuente sería “Auschwitz”, y seguramente también
casi nadie acertaría la respuesta correcta, porque el campo de concentración
más grande de Europa durante aquella guerra fue soviético, el de Vorkuta. Aunque
no eran iguales, los campos nazis y soviéticos guardaban muchas similitudes,
eran parientes, estaban “vinculados” en palabras de Anne Applebaum, autora de
“Gulag” (Debate, 2004). Siguiendo a Applebaum, ambos se construyeron para
encarcelar a las personas no por lo que hubieran hecho, sino por ser quienes
eran. Ambos “pertenecen a la misma tradición intelectual e histórica”, y tanto
el régimen nazi como el soviético “se legitimaron, en parte, estableciendo
categorías de “enemigos” o “infrahumanos” a quienes persiguieron y aniquilaron
en gran escala”. Si tenemos en cuenta todo esto, forzosamente concluiremos que
el término “campo de concentración” referido a la Segunda Guerra Mundial no
puede aludir exclusivamente a los campos nazis.
Hay
más ejemplos de lenguaje impreciso. Así, “colaboracionista” no alude a todos
los colaboracionistas, es decir, a todas las personas que ayudaron a las
potencias ocupantes contra su propio pueblo. En la práctica, sólo se aplica a
quienes ayudaron a las fuerzas ocupantes de la Alemania nazi o el Japón
imperial.
Existe
cierta obsesión con Hitler, que aparece como el personaje más importante de la
guerra, del que más se habla, y además su único causante. Se dice que la
Segunda Guerra Mundial empezó cuando Hitler, o su ejército, invadieron Polonia,
y en los resúmenes de la contienda la siguiente campaña que suele aparecer
reseñada es el ataque alemán a Dinamarca y Noruega, después de una breve
mención al ataque soviético a Finlandia. No se dice que en realidad la campaña
de Polonia fue el resultado de un ataque conjunto llevado a cabo por Alemania y
la URSS, ni se hace hincapié en que el segundo acto de agresión de la guerra,
que se produjo en noviembre de 1939, fue el ataque a Finlandia emprendido por
la URSS en solitario. La tercera campaña, la de Dinamarca y Noruega, se debió a
los planes aliados de ocupar el segundo país, y la cuarta, el ataque alemán
contra Francia –vía Luxemburgo, Bélgica y Holanda-, la motivó el hecho de que
británicos y franceses le hubieran declarado la guerra a Alemania. En muchas
ocasiones se elude decir que dicha campaña fue acompañada por la anexión de los
tres países bálticos por parte de Stalin. Colocar a Hitler como el gran
protagonista o el único causante de todos estos acontecimientos es una
simplificación inadmisible.
Los
términos “fascista” o “nazi” se han convertido en insultos que se usan incluso
en política para descalificar al adversario, aunque en realidad éste no tenga
nada que ver con el fascismo o el nazismo. Cuando se teme el auge de algún
dirigente político, no se tarda en calificarlo de “nuevo Hitler” (ya sea
Nasser, Saddam Hussein o George W. Bush), o de equipararlo con los “fascistas”.
Si un país rival tiene misiles, éstos son comparados con las V-2 de los nazis
(como ocurrió con los misiles Scud iraquíes durante la Guerra del Golfo Pérsico
de 1990 a 1991), y las represalias desproporcionadas siempre se pueden
justificar aludiendo a la Ofensiva de Bombardeo Estratégico. Los yanquis no ven
ningún problema en que ellos mismos o sus aliados tengan armas nucleares, pero
denuncian la amenaza que supone que otros tengan “armas ilegales”, ya que los
EEUU, desde la Segunda Guerra Mundial, combaten por el Bien con el corazón puro.
Se
nos ha repetido que la guerra entre Alemania y la URSS se debió al “expansionismo
alemán”, pero se ha obviado con frecuencia que los bolcheviques siempre soñaron
con llegar a Berlín. Por supuesto, lo que buscaban era “liberar” a los pueblos,
pero nos olvidamos de que todos los territorios que acabaron siendo controlados
por ellos tras la Primera Guerra Mundial, desde Ucrania hasta Uzbekistán,
acabaron formando parte de la URSS. Y cuando en 1945 el Ejército Rojo
efectivamente llegó hasta Berlín, casi todo lo que “liberó” terminó siendo rojo
también y controlado desde Moscú.
Si
tenemos en cuenta que el territorio por el que Lenin tenía la esperanza de
expandirse coincidía con el del Lebensraum
de Hitler, esto es, el situado entre Berlín y Moscú, no es extraño que fuese
precisamente allí donde se produjese el mayor choque de toda la Segunda Guerra
Mundial y donde ésta se decidiera finalmente.
Las
crónicas del final de la guerra adolecen de más imprecisiones. De forma casi
universal, los historiadores occidentales hablan de “victoria” y “liberación”
por parte de los suyos. El desenlace de una guerra sólo puede evaluarse
comparándolo con las esperanzas, metas y expectativas previas, y es en este punto
donde es necesario introducir algunas precisiones. A partir de 1943, la
coalición aliada se marcó como objetivo la rendición incondicional de Alemania,
y en 1945 la de Japón, algo en lo que todos los miembros de la coalición
estaban de acuerdo, algo que ciertamente consiguieron. Sin embargo, en el curso
de la contienda los aliados fueron abandonando otros objetivos que
aparentemente se había propuesto. Así, se daba por hecho que reintroducirían la
democracia y la libertad en todos los territorios liberados y que, en relación
al casus belli original, Polonia
recuperaría su independencia y sus fronteras. Lo cierto es que, cuando la
guerra terminó, la victoria no era patrimonio exclusivo de una de las partes ni
entre éstas existía ningún programa concertado. La guerra terminó con un empate
militar entre los covencedores y con la reimposición de una tiranía totalitaria
en la mitad soviética de Europa. Polonia no recuperó sus fronteras y la URSS
retuvo todos los territorios que se había anexionado entre 1939 y 1940, mientras
fue aliada de los nazis. Los líderes políticos llegaban a acuerdos que no
coincidían con sus efusivas declaraciones públicas. Los historiadores deberían
ser capaces de distinguir entre la realidad y la retórica.
Objetivos
Los
objetivos bélicos con que los contendientes entraron en guerra en 1939 eran
confusos y pronto cayeron en el olvido. Alemania esperaba una guerra limitada,
las potencias aliadas sólo querían atajar la expansión alemana y la URSS
deseaba que los nazis y los “capitalistas occidentales” se agotaran entre sí.
Después, los aliados occidentales se presentaron a sí mismos como luchadores
por la democracia y la libertad, cuando lo cierto es que entregaron
Checoslovaquia -un país democrático- a Hitler ya antes de la guerra y, como ya
se ha dicho, no evitaron que sus aliados soviéticos acabaran sometiendo a medio
continente. Además, Francia y el Reino Unido contaban con imperios coloniales, y
sus dirigentes, verdaderos campeones de la prestidigitación, se las arreglaban
para actuar como demócratas o como imperialistas según lo requería el momento.
Con todo ello es obvio que la idea que se nos ha transmitido de la guerra como
una lucha entre el Bien y el Mal se tambalea.
Cuando
en 1945 se liberaron y fotografiaron los campos nazis, resultó que el enemigo
era tan repugnante que toda preocupación acerca de la legitimidad de la guerra
por parte de los aliados occidentales se evaporó. “Por esto es por lo que hemos
estado luchando”, dijo un soldado británico después de intervenir en la
liberación de Bergen-Belsen. La extraordinaria inhumanidad de los nazis
resolvió todas las dudas morales de los aliados occidentales. Ya no importaban
Polonia, los crímenes soviéticos, los desastres de la guerra o si realmente se
estaba combatiendo por la libertad y la justicia. El Mal había sido derrotado. La libertad, la justicia y la democracia
habían prevalecido.
Y
sin embargo, la verdad es que los aliados no entraron en guerra para salvar a
los judíos. Cuando en 1944 recibieron pruebas fehacientes del Holocausto, del
que llevaban ya tiempo teniendo noticias, los aliados mostraron muy poco
interés. El Holocausto sólo les empezó a interesar de verdad a partir de 1945.
No
es difícil darse cuenta de que han surgido poderosos mitos que invalidan muchas
las crónicas o testimonios de lo que ocurrió entre 1939 y 1945. Los países
victoriosos se apoyan en esos mitos, repitiendo sin cesar los argumentos
simplificados que sirven tanto como parábolas del Bien y el Mal como de
guías de acción política.
Proporcionalidad
Cuando
se habla de la Segunda Guerra Mundial, el problema de la proporcionalidad rara
vez es objeto de atención por parte de los apologistas de los aliados occidentales.
Se trata de algo que es muy fácil de definir y menos fácil de resolver. En lo
que se refiere a la historiografía, se concreta en el requisito de que se
conceda el mayor espacio y el mayor énfasis a los acontecimientos más grandes y
más decisivos o, a la inversa, que los acontecimientos de menor importancia
ocupen menos espacio y no se incida tanto en ellos. Todos estaremos de acuerdo
en que un resumen de la Segunda Guerra Mundial que dedicara su comentario más
extenso al papel desempeñado por Luxemburgo resultaría muy extraño. No es que la historia de Luxemburgo sea poco interesante o irrelevante, sino que
el destino de ese país se fraguó en batallas y por decisiones ocurridas y
tomadas en otros lugares.
Así
pues, un historiador tiene que decidir dónde pone el énfasis, qué sucesos
destaca por encima de otros. Tradicionalmente la literatura histórica sobre la
Segunda Guerra Mundial destinada al público anglosajón ha hecho hincapié en el
papel desempeñado por los estadounidenses o los británicos. Es el tipo de
enfoque que despacha la Operación Bagration o la batalla de Kursk en unas pocas
líneas y, a la vez, dedica cincuenta páginas a los desembarcos del Día D. La
guerra en Europa no se decidió en el Oeste, sino en el Este, en el Frente
Oriental. Sin embargo, se equiparan batallas como la del Alamein y Stalingrado,
siendo mucho más importante la segunda. Si hiciéramos otra encuesta acerca de
cuál es la batalla más conocida de aquella guerra, es probable que el Desembarco
de Normandía ganara por goleada. Y sin embargo, la Operación Bagration, que se
desarrolló por las mismas fechas, fue mucho más decisiva.
En
Normandía, entre los meses de junio y julio de 1944, murieron 132.000
combatientes. En Bagration 450.000. Muy poca gente conoce la batalla de
Budapest, que se desarrolló entre finales de 1944 y principios de 1945. En ella
murieron 130.000 soldados, casi el mismo número que en la campaña de Normandía.
Todo el mundo ha oído hablar de la batalla de las Ardenas (38.000 muertos),
pero el levantamiento de Varsovia (30.000 muertos, civiles excluidos), entre
agosto y octubre de 1944, es bastante menos conocido.
En
realidad, lo habitual es que no se asigne el espacio y el énfasis que
corresponde a cada batalla o campaña de aquella contienda, y esto se debe a que
el esfuerzo de guerra de los soviéticos fue tan abrumador que hasta ahora ha
sido muy improbable que un historiador occidental considerara que la
contribución estadounidense y británica al Teatro de Operaciones Europeo fuese
algo más que secundaria. En el avance final sobre Alemania desde el Este y el Oeste la proporción no fue de cincuenta-cincuenta, como se nos ha sugerido con
frecuencia. Más tarde o más pronto, tendremos que acostumbrarnos al hecho de
que el papel soviético fue enorme y el de los aliados occidentales respetable
pero modesto.
En
ocasiones, los especialistas occidentales que aceptan el predominio de los
soviéticos en la guerra terrestre buscan el equilibrio haciendo hincapié en el
dominio de los aliados occidentales en el aire y el mar. El argumento tendría
más peso si la ofensiva aérea hubiera conseguido resultados más decisivos y
Alemania hubiera sido más vulnerable a las operaciones navales, pero lo cierto
es que el Reich resistió con éxito los bombardeos (que sirvieron para matar a
mucha gente inocente pero no para frenar el esfuerzo de guerra germano) y el
bloqueo naval, y sólo cayó cuando los aliados acometieron el asalto por tierra,
al cual el Ejército Rojo realizó, con mucho, la mayor contribución.
Otros
autores sostienen que el éxito del Ejército Rojo dependía de la ayuda
occidental y que los aliados occidentales estaban mejor equipados que la URSS
para derrotar a Alemania en solitario. El Ejército Rojo no podría haber vencido
solo, dicen, mientras que los ejércitos occidentales habrían podido hacerlo si
hubiera sido necesario, aunque fuese lanzando una bomba atómica sobre Berlín.
Todo ello es falso.
Todo ello es falso.
Los
suministros de la Ley de Préstamo y Arriendo sólo empezaron a llegar
copiosamente a la URSS en 1943, pero por entonces lo peor ya había pasado para
los soviéticos. La etapa crítica de la Unión Soviética se dio en los años 1941
y 1942, años en los que la ayuda occidental todavía era escasa. Fue en ese
periodo cuando, en efecto, el
Ejército Rojo hizo frente al grueso del poder alemán. No se quedó sin armas ni
municiones, que por pura necesidad producía la propia Unión Soviética, y a
pesar de todo, resistió. Es más, la
mayor parte del primer material de la ayuda occidental era inutilizable. No
eran tanques británicos lo que el Ejército Rojo necesitaba, y los abrigos del
Ejército británico (como los de la Wehrmacht) eran totalmente inútiles en el
invierno ruso. Los soviéticos ya habían ganado la iniciativa por su cuenta
cuando la ayuda occidental empezó a llegarles en cantidades suficientes. Y no
es que ésta careciera de importancia, sino que esa importancia no fue tanta
como se nos ha dado a entender.
Por
otro lado, la idea de que los aliados occidentales habrían ganado la guerra sin
la Unión Soviética prescinde por completo de la realidad. Si el Ejército Rojo
hubiera sido derrotado, los alemanes no habrían esperado de brazos cruzados a
que Estados Unidos se reforzase y se preparara para lanzar sobre ellos una
bomba atómica. De inmediato, la Wehrmacht al completo se habría vuelto contra
el Reino Unido y, con toda seguridad, lo habría derrotado. Es muy probable que
los aliados occidentales hubieran perdido la base desde la que realizar una
ofensiva de bombardeo. Los Estados Unidos, cuyo ejército en ningún momento fue
demasiado grande, no habrían dispuesto de un lugar seguro desde el que lanzar
un ataque. Y un homólogo europeo del Enola
Gay no habría tenido de dónde despegar.
La
razón fundamental de que el papel de los aliados occidentales fuera
significativamente menor de lo que normalmente se supone es lo mucho que
tardaron los yanquis en intervenir. A pesar de que se nos ha transmitido con
profusión la idea de que los británicos fueron capaces de derrotar a los
alemanes durante lo que conocemos como la Batalla de Inglaterra, lo cierto es
que la causa aliada estuvo al borde del final en el verano de 1940, y si el
Reino Unido no fue derrotado fue porque Hitler decidió aplazar el asalto final
para después de la invasión de la URSS. En cualquier caso, los británicos
quedaron tan tocados que no tuvieron la menor esperanza de recuperarse hasta
que los Estados Unidos se involucraran plenamente en la guerra. Pero los
yanquis necesitaban tiempo para organizar su intervención. Empezaron en enero
de 1942 y no pudieron alcanzar el pico máximo de eficiencia de forma inmediata.
Los primeros soldados estadounidenses y británicos que pisaron la Europa
controlada por el Eje lo hicieron en unas lejanas playas del sur de Sicilia, en
julio de 1943. Al mismo tiempo, en el Frente Oriental, en la batalla de Kursk,
el Ejército Rojo estaba rompiendo el espinazo de la Wehrmacht con tanta
violencia que la maquinaria de guerra alemana nunca recuperaría su capacidad
ofensiva.
Es
más, la reorganización del Ejército estadounidense distaba mucho de haberse
completado cuando terminó la guerra en Europa. Se olvida que los Estados Unidos
partieron de un punto en la escala extraordinariamente bajo. El 1939, el
Ejército permanente de EEUU era más pequeño que el polaco. En esas condiciones,
es lógico que no pudiese aumentar de efectivos con gran rapidez. La industria,
la ciencia y la economía estadounidenses proporcionaron a su gobierno recursos
que ningún otro combatiente podía igualar, pero el factor tiempo era crucial.
Pese a sus progresos titánicos, EEUU no consiguió un liderazgo incontestable.
En los meses previos a mayo de 1945, el último de combates en Europa, los
estadounidenses no poseían ni la bomba atómica ni la superioridad en el terreno
de las armas convencionales. Todavía no habían ingresado en la liga nuclear (en
la que, eso sí, de 1945 a 1949 serían el único jugador), y apenas tenían en total cien divisiones listas para el
combate, mientras que los niveles de tropas alemanas o soviéticas eran dos o
tres veces superiores. Los generales Marshall y Eisenhower eran plenamente conscientes
de ello y nunca habrían corrido el riesgo de llegar a una confrontación de
importancia con los soviéticos. Y no hay la menor duda de que los Estados
Unidos no habrían podido ganar la guerra de Europa en solitario. Lo cierto es
que incluso frente a los japoneses siempre avanzaron con lentitud, y
necesitaban desesperadamente la ayuda soviética tanto en Europa como en el
Lejano Oriente. Seguramente Stalin fue muy certero cuando dijo: “Inglaterra
puso el tiempo, América puso el dinero y Rusia puso la sangre”.
La
gente olvida. Se deja influir por los acontecimientos posteriores, tiende a
imaginar que EEUU era un país todopoderoso desde el principio y se le induce
con facilidad a creer que el hecho de que los yanquis no desafiaran antes o más
rotundamente a Stalin hay que achacarlo a factores puramente políticos o
personales. No fue eso lo que ocurrió. En mayo de 1945 el Ejército
estadounidense no había conseguido igualarse con el soviético. Fue la Unión
Soviética y no Estados Unidos la que libró la última fase de la guerra como la
mayor potencia de Europa, fue el Ejército Rojo el que logró las victorias más
aplastantes sobre Alemania, victorias que culminaron con la batalla de Berlín,
y fue el comunismo soviético y no la democracia el que realizó los avances más
importantes. Es decir, que si nos preguntamos que quién ganó realmente la Segunda
Guerra Mundial, tenemos que responder que la Unión Soviética.
Epílogo
Con
todo lo anterior, creo que queda claro que el argumento de que la coalición
aliada era el Bien, y el de que los
aliados occidentales ganaron la guerra, deben observarse con altas dosis de
escepticismo.
El
Reino Unido pasó la mayor parte de la guerra en estado de convalecencia, si
bien el guante que Churchill lanzó en 1940 proporcionó el trampolín del
posterior resurgimiento aliado. EEUU entró en la guerra demasiado tarde para
ser el país combatiente con más peso en Europa, pero su papel de “arsenal de la
democracia” fue bastante significativo. La Unión Soviética realizó los mayores
sacrificios y merece los mayores laureles por la derrota de la Alemania nazi
pero, paradójicamente, Stalin, el gran vencedor, también fue un asesino de
masas y un tirano sanguinario. No tenía absolutamente nada en común con el
concepto de Bien.
Entre
los aliados occidentales, el bombardeo zonal constituyó uno de los métodos
principales para atacar a Alemania y Japón, y los llamados “daños colaterales”
–la incineración y mutilación de civiles inocentes- adquirieron tal magnitud
que nadie puede sostener en justicia que los métodos bélicos de los
occidentales fueran otra cosa que espantosos. Las bombas atómicas sólo fueron
la guinda del pastel.
Por
otra parte, quiero hacer un comentario acerca de los soldados que combatieron
en la Segunda Guerra Mundial. Se nos ha dado a entender que si los aliados
occidentales se hicieron con la victoria fue porque sus soldados, ciudadanos
libres de Estados democráticos, fueron los mejores. Sin embargo, el grueso de
la lucha en Europa lo compartieron los ejércitos de dos Estados totalitarios, y
los soldados más destacados de la guerra, los que más tanques destruyeron, los
que más barcos hundieron o más aviones derribaron, no salieron de países
democráticos, sino de dictaduras implacables. Las más espectaculares e
inesperadas victorias de la guerra fueron logradas por alemanes, japoneses y
soviéticos. En el Pacífico, la incompetencia de los aliados hizo que los
japoneses se hiciesen con una enorme cantidad de territorios en pocos meses y,
como ya se ha dicho, cuando los yanquis recuperaron la iniciativa, siempre
avanzaron con lentitud. Asimismo, cuando los ejércitos de la democracia se
enfrentaron a las legiones nazis en el norte de África, Italia o el Frente
Occidental, nunca obtuvieron grandes resultados. Se podría argumentar que la
tecnología y el poder aéreo y naval, más que la excelencia de sus soldados,
permitieron a británicos y estadounidenses competir en igualdad de condiciones.
Uno
no ve el Bien por ningún lado cuando
tiene presente que la muerte y el sufrimiento de personas inocentes adquirieron
unas dimensiones sin precedentes en ambos bandos. Hasta cierto punto, se
modifica la idea de “noble cruzada” (noble sí, pero sólo en parte) y el
concepto teológico de “guerra justa” (que exige que identifiquemos al justo y
al injusto). Se recurre al argumento del Bien
contra el Mal porque parece un
complemento necesario al mal absoluto que fue el Holocausto. No obstante, como
ya hemos señalado, los aliados no entraron en guerra para salvar a los judíos,
cuyas persecuciones y matanzas sólo empezaron a interesarles realmente a partir
de 1945. Además, durante la mayor parte de la guerra, el pueblo estadounidense
pensaba que el núcleo de la acción estaba en el Pacífico y no en Europa.
Se
dice que cuando en los años cincuenta le preguntaron por las consecuencias de
la Revolución francesa, el dirigente chino Zhou Enlai respondió:
“Es demasiado pronto para decirlo”. Ese comentario se suele citar como ejemplo
de salida llena de agudeza y buen humor, pero debería hacernos pensar. Entre el
reinado del terror de Robespierre y la década de los cincuenta del siglo
pasado transcurrió un siglo y medio, aproximadamente. Dentro de siete años se
cumplirá la mitad de ese tiempo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y
el mundo todavía no cuenta con una visión de conjunto estable de aquel
conflicto. El presente parece moverse a velocidad de vértigo mientras que la historia
lo hace a velocidad de tortuga. Si nos preguntáramos qué etapa han alcanzado
los historiadores en su camino a una valoración final, quizá habría que citar
las palabras de Churchill tras la batalla de El Alamein: “No es ni siquiera el
principio del fin, pero tal vez sea el fin del principio”.
Es
humano e inevitable que cada cual cuente la historia según le convenga y
también que surjan multitud de mitos y leyendas. Por eso hay que situar los
hechos en su contexto y explicar las diferencias entre los hechos y la
percepción de los mismos, entre los hechos y los mitos. Por eso la historia no
debe estar sujeta a leyes.
Aunque
ya hayamos entrado de lleno en el siglo XXI, mucha gente inteligente sigue
intentando conciliarse con las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Un
importante cardiólogo británico aficionado a la poesía lo expresó
perfectamente:
My
patient lay on the hospital bed
unshaven,
smelling of urine,
and
bitten by lice,
of
no fixed abode,
living
on the street,
and
unemplyed,
without
family or friends.
In
his Slavic accent
He
declared:
"I
fought at Monte Cassino",
and
my junior doctors, in their ignorance,
remained
unmoved by man or by history.
And
I turned to them
with
my hand on the shoulder
of
my patient,
to
address them on the greatness
of
the Second Polish Corps
and
the infinite value
of
all human beings.
John Martin, “The Second Polish Corps”
Mi paciente reposa en la cama del
hospital
sin afeitar, oliendo a orina,
y comido por los piojos,
sin domicilio fijo,
vive en la calle
y no tiene trabajo
ni familia, ni amigos.
Con su acento eslavo
declaró:
“Yo combatí en Monte Cassino”,
y mis médicos ayudantes, en su
ignorancia,
quedaron indiferentes al hombre y
la historia.
Y me volví hacia ellos
con la mano en el hombro
de mi paciente,
para hablarles de la grandeza
del Segundo Cuerpo Polaco
y del valor infinito
de todo ser humano.
John
Martin, “El Segundo Cuerpo Polaco”
Bueno, yo la verdad es que quedo asombrado ante este escrito, si me permites dar mi opinión yo lo hubiera dividido en varias entradas, pero vaya, que sí, que lo leí con agrado.
ResponderEliminarEvidentemente en una guerra hay buenos y malos, depende de cómo lo mires, sufrimiento por doquier, sobre todo en esta guerra, donde los civiles fueron, de sobra, los que peor lo pasaron, se dan paradojas además la mar de interesantes, de alguna hablé en mi blog, como Rabe, que salvó "gracias", y lo entrecomillo, al nazismo, miles de vidas en China a manos de los en teoría aliados japoneses.
Claro, los campos nazis sinceramente creo que alcanzaron tal grado de horror que se hace complicado encontrar analogías, los gulags podrían ser un ejemplo, pequeñas historias como la de Nazino.
En fin, que quizá por estar muy de acuerdo con lo dicho he leído esto con agrado, saludos.