Una mujer y su hija adolescente en la consulta del dentista. La mujer le reprocha con vehemencia a su hija que no se lave bien los dientes. Mientras tanto, de las axilas de la madre se desprende un intenso olor nauseabundo, perceptible a varios metros de distancia. “Es que contigo no hay manera, de verdad”, insiste la mujer en tanto su fuerte olor corporal va inundándolo todo...
miércoles, 25 de septiembre de 2013
La mala educación
Una mujer y su hija adolescente en la consulta del dentista. La mujer le reprocha con vehemencia a su hija que no se lave bien los dientes. Mientras tanto, de las axilas de la madre se desprende un intenso olor nauseabundo, perceptible a varios metros de distancia. “Es que contigo no hay manera, de verdad”, insiste la mujer en tanto su fuerte olor corporal va inundándolo todo...
jueves, 29 de agosto de 2013
Cuando Stalin "creó" Israel (II)
Antes de nada, hay que tener en cuenta que existe una primera parte.
En septiembre de 1951 Rudolf Slánský fue destituido de su puesto de secretario general del Partido Comunista de Checoslovaquia. Dos meses más tarde fue detenido junto a otros trece líderes. Once de ellos, incluido Slánský, eran judíos. Fueron interrogados y torturados durante todo un año. En noviembre de 1952 se celebró un juicio farsa estalinista y once de los acusados fueron condenados a la horca. Slánský fue declarado culpable de formar parte de una conspiración cuyos apelativos reunían todas las obsesiones del momento: trotskista, titoísta, sionista y estar al servicio del imperialismo estadounidense. Fue ejecutado en Praga el 3 de diciembre.
martes, 27 de agosto de 2013
Cuando Stalin "creó" Israel (I)
El antisemitismo
es la herencia más peligrosa del canibalismo
Stalin, 1931
A pesar de la cita, Stalin siempre fue antisemita. Eso sí,
durante la mayor parte de su vida mantuvo su antisemitismo más o menos oculto,
con manifestaciones esporádicas y en privado del mismo, como cuando le prometió a Von Ribbentrop en 1939 que se
desharía de los intelectuales judíos,
o cuando envió diez años al Gulag al amante judío de su hija adolescente.
A pesar de sus
sentimientos, tras la invasión nazi de la URSS Stalin decidió actuar con
pragmatismo en relación a los judíos. De esa forma, creó el Comité Judío Antifascista y, lo más
importante, apoyó todo lo que pudo la creación del Estado de Israel. Esto fue
así hasta el punto de que personalidades importantes de Israel afirmaron
después que el apoyo soviético durante su guerra de la independencia fue
esencial para lograr el triunfo. Sin embargo, cuando quedó claro que Israel no
se iba a colocar en la órbita soviética, Stalin se sintió traicionado, dio rienda
suelta a sus recelos contra los judíos e inició una purga antisemita que sólo
se detuvo con su muerte. No obstante, las relaciones entre el Bloque del Este e
Israel quedarían ya envenenadas durante el resto de la Guerra Fría.
jueves, 22 de agosto de 2013
Il castrato
Stefano Dionisi en la película Farinelli, il castrato (1994), de Gérard Corbiau
"Ante todo, quiero dar las gracias a mis padres por este premio: si no me hubieran cohibido y despreciado tanto desde pequeño, seguramente yo no tendría esta voz".
Kovalev
Cuando
uno cree que ya lo ha leído todo acerca de las barbaridades de la Segunda
Guerra Mundial va y descubre que no, que todavía quedan horrores nuevos que
van saliendo a la luz.
Michael Jones es un historiador británico que ha escrito una trilogía sobre la
guerra en el Frente del Este. El último de sus tres libros, publicado el año
pasado en España, es El trasfondo humano de la guerra (Crítica).
Tras una pequeña introducción sobre la campaña de 1941, el libro cuenta las
vicisitudes del Ejército soviético desde Stalingrado hasta Berlín. Para ello
Jones se apoya en los testimonios de
muchos veteranos a través de sus cartas o de entrevistas.
El
libro es en realidad, como el propio autor admite, un homenaje a los soldados
del Ejército Rojo cuyo sacrificio permitió la derrota de la Alemania de Hitler.
Describe con todo detalle sus sufrimientos y las atrocidades que descubrían a
medida que atravesaban los territorios antes ocupados por los nazis, o cuando
entraban en los campos de la muerte. Pero también hace referencia, como es lógico,
a los crímenes que muchos de esos hombres cometieron cuando entraron en suelo alemán.
Y no
solo en suelo alemán.
Yevgeni Ananevich Jaldei tenía 28 años cuando tomó la fotografía más famosa de su
vida, la del oficial soviético que sostenía una bandera roja en lo alto del
Reichstag. La imagen ha llegado a ser un icono, un símbolo de la derrota del
nazismo y del fin de la guerra en Europa.
Como
corresponsal de la agencia de noticias TASS, Jaldei acompañó al Ejército Rojo
desde el inicio de la guerra. Fue testigo directo del terrible precio pagado y
del enorme sufrimiento, tanto de civiles como de militares, en el Frente del Este.
Él mismo, que era judío y había nacido en Ucrania, descubrió que los nazis
habían asesinado a su familia y habían tirado los cuerpos al fondo de una mina.
Conforme el Ejército Rojo avanzaba hacia el oeste, Jaldei tomaba fotos de las atrocidades cometidas por los nazis contra la población y los judíos. Las
autoridades soviéticas permitían la publicación de las primeras, pero se
mostraban reticentes con las imágenes de judíos asesinados.
De
hecho, su condición de judío hizo que Jaldei perdiera su trabajo en 1948.
Durante una década tuvo que apañárselas por su cuenta, hasta que en 1959 empezó
a trabajar para Pravda. No obstante, en 1970 fue forzado a abandonar el
trabajo de nuevo y por el mismo motivo.
Jaldei
se inspiró en la famosa foto de Iwo Jima, de Joe Rosenthal, para tomar la suya
sobre el Reichstag. Llegó a Berlín con una bandera hecha con un mantel rojo: «Y
entonces, al Reichstag. Subí al tejado con unos cuantos soldados y busqué un
buen ángulo. Encontré el sitio y le dije a uno de los soldados: “Sube ahí
arriba”. Y él me respondió: “Vale, pero si alguien me sujeta los pies”».
La
foto fue retocada. Ésta es la original:
El
propio Jaldei añadió después humo para dar la sensación de que en el momento de tomar la foto
se continuaba combatiendo en Berlín (en realidad, los alemanes se acababan de
rendir):
Más
tarde, las autoridades soviéticas ordenaron acentuar el humo del fondo y
eliminar uno de los dos relojes de pulsera que lleva el tipo que sujetaba al de la
bandera, para no dar la sensación de que los militares soviéticos eran unos
saqueadores:
El
resultado final:
Durante
cincuenta años la propaganda soviética divulgó que el hombre que alzaba la
bandera en la fotografía de Jaldei era un georgiano llamado Meliton Varlamovich Kantaria. Hoy
sabemos que se le eligió simplemente por satisfacer a Stalin, que también era
georgiano, pero lo cierto es que el tipo que levantó la bandera aquel día sobre
el Reichstag era ucraniano y se llamaba Aleksei Kovalev (o Alyosha Kovalyov, en ucraniano).
En su
libro, Michael Jones cuenta la entrevista que le hizo a Kovalev. Cuenta su historia.
El 30
de abril de 1945 los soviéticos ocuparon posiciones alrededor del Reichstag.
Aunque la importancia de aquel edificio (el parlamento) en la Alemania de
Hitler había sido mínima, tenía un gran poder simbólico. El mariscal Zhukov había pedido a sus hombres que
plantasen una bandera roja allí. Esa bandera simbolizaría el fin de la guerra.
El soldado Mijail Petrovich Minin recordaba: «En el cuartel general y
los puestos de mando, los oficiales políticos nos habían explicado que
cualquier bandera o enseña roja, cualquier tela roja que se alzase sobre el
Reichstag sería considerada la bandera de la victoria. Y todo el que ayudase a
ponerla allí sería condecorado con el título de Héroe de la Unión Soviética.
Éramos conscientes de que aquellas condecoraciones nos podían costar la vida».
Hubo
una serie de ataques a lo largo del día contra el edificio, pero fracasaron y
los soviéticos tuvieron muchas bajas. A las 14:40 un grupo entró en el
Reichstag y se vio ondear una bandera roja en una de las ventanas del primer
piso. El hombre que la puso allí fue Kovalev. Después, la bandera desapareció y
el grupo fue expulsado del edificio.
Conforme
se acercaba la prestigiosa fecha del 1 de mayo, los intentos por tomar el
Reichstag -o al menos por plantar una bandera en lo alto- se volvieron cada vez
más frenéticos. La noche del 30 de abril se formó un grupo de cinco soldados,
uno de los cuales era Minin. Fue él quien consiguió abrirse paso a tiros y
finalmente alzar la bandera en el tejado del Reichstag.
El 1
de mayo la noticia del suicidio de Hitler llegó hasta los mandos soviéticos
transmitida por el general alemán Hans Krebs, que inició las negociaciones para la rendición de la ciudad. Al
concluir ese día, el Reichstag ya estaba completamente controlado por los
soviéticos.
Al
día siguiente llegó Jaldei.
La
persona escogida para salir alzando la bandera en la foto de Jaldei fue el
teniente Kovalev. Él había sido uno de los primeros en llegar al Reichstag. Él
había sido en realidad el primero en colocar una bandera roja allí, y además
era un tipo admirado en el Ejército como jefe de una sección de reconocimiento.
La
mañana del 2 de mayo el mariscal Zhukov visitó el Reichstag. Se encontró con
Kovalev y le preguntó acerca de la toma del edificio. Kovalev le habló de una
carga desenfrenada, de cómo habían subido las escaleras hasta el primer piso y
habían ametrallado a dos alemanes que se escondían tras un colchón. Fue
entonces cuando anudó una bandera roja a una ventana.
Zhukov
quedó encantado y le regaló a Kovalev su mapa personal de Berlín como
recuerdo. Cuando Jaldei llegó para hacer su foto, Zhukov insistió en que fuera
Kovalev el que apareciera izando la bandera. Después
los censores soviéticos modificaron la foto, cambiaron la identidad de Kovalev
y le dijeron que guardara silencio. Hoy, por fin, sabemos la verdad.
Jones
resalta que Kovalev «fue un hombre valiente y un soldado duro que siempre
estuvo en la vanguardia de la acción». El propio Kovalev dice que «he matado a
más gente que pelos tengo en la cabeza». Pero
la entrevista sigue, y la voz de Kovalev empieza a cortarse:
«Como
explorador con labores de reconocimiento, siempre iba por delante de nuestro
ejército y tenía que reunir datos para la inteligencia. Usaba a la gente local;
los abordaba y les preguntaba por el paradero de los alemanes. Eran rusos,
gente buena, y querían ayudarme. Me decían todo lo que sabían».
A
Kovalev le cuesta continuar, pero sigue hablando:
«Imagine
esto. Cojo a una joven rusa, que está lavando la ropa en el río, a un niño que
juega en un pueblo, o a un anciano sentado a la puerta de su casa. Les
pregunto. Ellos me ayudan en todo lo que pueden. Y entonces, la “norma férrea
de nuestro ejército”: tengo que matar a mis fuentes, sin excepción. No puedo
correr el riesgo de que los alemanes los capturen, interroguen y descubran que
nuestras tropas están en las inmediaciones. No puedo poner en peligro a todo
nuestro ejército por la vida de una sola persona».
Kovalev
llora pero sigue:
«Les
cortaba el cuello con un cuchillo. Maté a centenares de los nuestros, personas
decentes, amables, honradas. Los maté, los asesiné para poder derrotar a los
alemanes. Este es el precio que pagué. Tengo que vivir con esto cada día,
durante toda mi vida».
Jones
habla de los crímenes del Ejército Rojo, pero también pide comprensión.
Comprensión hacia unos hombres que se vieron metidos en el peor de los
infiernos y que derrotaron a la Alemania nazi tras unos sacrificios extremos,
en una lucha sin Convención de Ginebra, en la que se libraron las batallas más
brutales y más importantes. Unos hombres que fueron testigos de las peores
atrocidades.
En
fin, creo que esto fue la guerra en el Frente Oriental. Se me hace complicado
hablar de “buenos” y “malos”. Más bien fue un cataclismo en el que muchas
personas se mataron entre sí de la forma más brutal, y muchísimos inocentes
fueron asesinados. Y en la que hubo mucha propaganda, muchísima propaganda.
La
guerra en todo su esplendor, en definitiva.
viernes, 16 de agosto de 2013
Los dos museos de Hiroshima
Alemania y Japón,
las grandes potencias del Eje derrotadas en la Segunda Guerra Mundial, han
hecho frente a su pasado de muy distinta forma. Básicamente, Alemania ha
admitido sin problemas su responsabilidad en la contienda, pero Japón no.
Alemania se siente culpable pero Japón víctima, a pesar de que ambas naciones
fueron agresoras. Alemania lo ha hecho más o menos bien y Japón tiene un morro
que se lo pisa.
Hiroshima es el
símbolo supremo de la guerra del Pacífico para casi todos los japoneses. Es una
palabra sagrada que simboliza no sólo el sufrimiento del pueblo nipón, su
martirio, sino también el mal absoluto. A menudo se la compara con el Holocausto.
En Hiroshima está el Parque Conmemorativo de la Paz, un
lugar destinado a perpetuar la memoria de las víctimas de la bomba atómica y a
servir de testimonio contra la guerra y las armas nucleares. Un lugar de culto,
en realidad, ya que justo encima estalló la bomba.
Cenotafio del Parque
de la Paz de Hiroshima
Hiroshima es además
un símbolo de la paz mundial y todos los años recibe a millones de visitantes
que hacen así su peregrinaje al Parque de la Paz. Cada 6 de agosto se celebra
allí una ceremonia en recuerdo de las 140.000 víctimas de la explosión (hay una
conmemoración similar cada 9 de agosto en el Parque de la paz de Nagasaki).
El elemento que más
destaca en el parque es la Cúpula Gembaku o Cúpula de la Bomba Atómica, un edificio preservado tal y como
quedó después de la explosión.
Por supuesto también
hay un Museo de la Paz:
El parque es, en
definitiva, un auténtico santuario en el que se reza, se venden recuerdos, se
celebran ceremonias y se hacen flotar farolillos de papel.
Todo muy bonito,
pero si analizamos el tema más en profundidad podemos descubrir cosas
inquietantes.
El Parque de la Paz
de Hiroshima no está dedicado a todas las víctimas de la guerra, ni siquiera a
todas las víctimas de la Guerra del Pacífico. Y cuando se inauguró, en 1954,
tampoco estaba dedicado a todas las víctimas de la bomba de Hiroshima, sino
sólo a las víctimas japonesas.
En 1970, fuera del parque,
se inauguró un monumento a los 20.000
trabajadores forzados coreanos que estaban en Hiroshima el 6 de agosto de
1945 y que murieron allí por la bomba. Uno de cada siete muertos por aquella
explosión era coreano. Fue levantado por la asociación de residentes
surcoreanos de Japón, y durante casi treinta años la colonia coreana tuvo que
presionar para que el monumento fuera trasladado al interior del Parque de la
Paz, cosa que no ocurrió hasta 1999.
Monumento en memoria
de las víctimas coreanas de la bomba atómica de Hiroshima
Para los japoneses
de hoy, su país fue ante todo víctima de la guerra, de un maligno experimento
militar, de la primera acción de la Guerra Fría e incluso del racismo de los
blancos. Fue víctima de los Estados Unidos y su racismo en la misma medida que
el pueblo judío fue víctima del racismo alemán. Tras haber pasado por el
infierno de las bombas atómicas, los japoneses creen haberse ganado el derecho
e incluso el deber sagrado de juzgar a los demás, y muy particularmente a los
Estados Unidos. El 6 de agosto de 1987, el alcalde de Hiroshima dijo: «El mundo sigue controlado por la "filosofía del
poder". Debemos lograr que el mundo se convierta al espíritu de Hiroshima».
Es decir, que cada vez que los Estados Unidos, país responsable de las bombas
atómicas, hace uso de la fuerza, incluso con ayuda de su aliado japonés, está
traicionando a las víctimas, al espíritu de Hiroshima.
A nivel mundial,
Hiroshima y Auschwitz se han convertido en los símbolos de la Segunda Guerra
Mundial, y la muerte de todos esos inocentes ha pasado a simbolizar la crueldad
de la guerra y los hombres en general. Son el mismo error, el mismo horror.
Obviamente es una
gran mentira.
Nada más lejos de mi intención que justificar o defender los lanzamientos de las bombas atómicas en 1945. Lo que pretendo más bien es señalar una manipulación
flagrante de eso que está hoy tan de moda que es la memoria histórica.
Lógicamente es más
fácil mirar y denunciar un infierno cuando no es de creación propia. Los
japoneses pueden indentificarse perfectamente con las víctimas de Hiroshima y
Nagasaki, pero es imposible que los alemanes se identifiquen con las víctimas
del Holocausto. No obstante, eso no implica que ambos terribles hechos sean lo
mismo. Son similares en cuanto a que en los dos murieron muchísimos
inocentes, pero no lo son en cuanto a sus causas ni su contexto. Y además, el
enorme mito creado en torno a Hiroshima y su espíritu es una falacia que
sirve para no hablar de otras cosas.
Para empezar, alegar
que las bombas atómicas fueron el resultado del racismo de los yanquis (o de
los blancos) es falso si tenemos en cuenta que se crearon incialmente para ser
empleadas contra Alemania. Que existió durante la guerra un desprecio racista
por parte de los estadounidenses hacia los japoneses es cierto, pero no fue el
motivo de lanzar las bombas atómicas.
Para seguir, si bien
no existe ninguna justificación del Holocausto, sí hay abierto un debate en el
que se dice que las bombas atómicas en realidad salvaron vidas y acortaron la
guerra, argumentos incompatibles con el espiritu de Hiroshima.
Además, el famoso espíritu
oculta el hecho de que la ciudad de Hiroshima era en 1945 un centro de
operaciones militares y estaba atestada de soldados. Es decir, que era un
objetivo militar.
Pero sobre todo,
obvia o esconde algo mucho más importante, que es que Japón fue una potencia
agresora, que provocó la guerra y que actuó de una forma tan racista y criminal
como sus aliados nazis. Y esto me parece muy grave.
En 1987, un grupo
local de pacifistas solicitó al Ayuntamiento de Hiroshima que incorporara al
Museo de la Paz la historia de la agresión japonesa, que al fin y al cabo es el
contexto en que ocurrió todo y que resulta fundamental para entender por
qué pasó. La respuesta fue negativa.
En su libro El precio de la culpa, Ian Buruma cuenta que le preguntó al
director del Museo de la Paz de Hiroshima por qué allí no se hace referencia a
la guerra, sino sólo a la explosión de la bomba. Éste le vino a decir que el
propósito del museo es recordar a las víctimas de la bomba y contribuir a la
paz mundial. En fin, que no es un museo
sobre la Segunda Guerra Mundial ni sobre la guerra en general, sino sobre un
hecho horrible concreto y sus víctimas. Es cierto que los lanzamientos de las
bombas atómicas fueron algo singular, inusitado, y que produjeron una enorme
cantidad de víctimas civiles, y por eso se compara con el Holocausto. A finales
de los años ochenta, se propuso construir un centro en memoria de Auschwitz
entre Hiroshima y Kure. A todo el mundo le pareció bien hasta que los
pacifistas propusieron que también entrara en el proyecto la conmemoración de
la masacre de Nankín. El plan fue
abandonado discretamente.
¿Por qué no se puede
pedir la paz recordando también a las más de 200.000 víctimas de Nankín, que
quizá sean más numerosas que las de las dos bombas atómicas juntas? ¿Por qué
Japón recuerda con profusión a sus muertos pero deja de lado a los que asesinó?
A una hora y media
en tren de Hiroshima y unos cuarenta minutos en ferry hay una pequeña
isla: Ōkunoshima. Al parecer, lo primero que uno ve allí cuando
desembarca del transbordador son unos simpáticos conejos que corretean y saltan
por los limpios senderos y las cuidadas extensiones de hierba. Son tan mansos
que se dejan acariciar y comen de la mano.
A causa de estos
animales, el lugar también se conoce con el pintoresco nombre de Isla del
Conejo.
En la isla hay poco
más: un hotel, unas ruinas de edificios de finales del siglo XIX o principios
del XX (entre ellos varios fuertes de la Guerra Ruso-Japonesa), una vieja batería de cañones que apunta a tierra firme y un pequeño
edificio cerca del embarcadero. Es el Museo
del Gas Tóxico de Ōkunoshima.
Los conejos son los
descencientes de los animales de laboratorio empleados en experimentos con gas
mostaza y otras sustancias mortíferas en lo que entonces era la mayor fábrica de gases tóxicos del
Imperio Japonés. Durante la guerra, trabajaron en sus instalaciones más de
5.000 personas, muchas de las cuales eran mujeres y niños. Alrededor de 1.600
murieron por exposición a gases de cianuro de hidrógeno, difenilcianorsina y lewisita. Otros sufieron daños irreversibles. El emplazamiento de la fábrica
era tan secreto que la isla sencillamente desapareció de los mapas japoneses.
Aunque Japón había firmado el Protocolo de Ginebra, que prohibía el uso de armas químicas, según fuentes oficiales chinas, los gases producidos en
la fábrica de Ōkunoshima mataron a más de 80.000 chinos.
En 1945 los
estadounidenses llegaron a la isla, se llevaron los documentos, vertieron al
mar grandes cantidades de gas y prendieron fuego a la fábrica, cuyas ruinas
todavía se pueden ver.
En los años ochenta,
un joven profesor de historia japonés llamado Yoshimi Yoshiaki encontró en los archivos estadounidenses un
informe al respecto y se pudo saber que Japón tenía 15.000 toneladas de armas
químicas en la isla o en sus alrededores y que, enterrado bajo Hiroshima, había
un contenedor con 200 kilogramos de gas mostaza.
Debajo de
Hiroshima, atención.
Los supervivientes
de la fábrica, muchos de los cuales contrajeron enfermedades crónicas, pidieron
el reconocimiento oficial de sus padecimientos en los años cincuenta, pero el
Gobierno nipón se lo denegó. Conceder indemnizaciones a los trabajadores habría
equivalido a reconocer oficialmente que el Ejército japonés había desarrollado
una actividad ilegal. Cuando se coló una breve mención a la guerra química en
los libros de texto japoneses, el Ministerio de Educación se apresuró a
eliminarla. Afortunadamente, en
1975 los supervivientes capaces de demostrar que habían sufrido daños por los
gases recibieron una indemnización. Y en 1988, gracias a los esfuerzos de los
supervivientes, se construyó el pequeño museo de Ōkunoshima.
Pero Ōkunoshima no
es un santuario, ni un lugar famoso en el mundo entero por lo que pasó allí, ni
recibe a millones de visitantes cada año que vayan a rezar, a recordar a las
víctimas o a pedir la paz mundial. No es un símbolo contra la guerra o las armas de destrucción masiva que allí se fabricaban, es una islita llena de
simpáticos conejitos.
Recordar un
auténtico horror como lo fueron las explosiones de las bombas atómicas no debe
hacernos perder la perspectiva histórica. Las bombas fueron consecuencia de la
peor guerra de la Historia, una guerra criminal que inició Japón en
colaboración con la Alemania nazi y la Italia fascista. Los dirigentes
japoneses fueron responsables del sufrimiento de millones de personas,
incluyendo su propio pueblo. Japón fue víctima pero, ante todo, agresor. Sin
embargo, lo que transmite hoy es algo muy diferente. Las 200.000 víctimas de
Nankín, los cientos de miles de víctimas de las armas biológicas y químicas fabricadas y empleadas por los japoneses, los cientos de miles de esclavas sexuales que tuvieron los nipones en su poder, los civiles inducidos u
obligados por las fuerzas imperiales a sucidarse en Saipán u Okinawa, y tantos
otros, merecen ser recordados al menos igual que las víctimas de las bombas
atómicas. Pero el Parque de la Paz está en Hiroshima.
En el libro de
Buruma, el conservador del museo de Ōkunoshima, Murakami Hatsuichi, un antiguo
trabajador de la fábrica, dice:
Antes de
gritar "no más guerras", quiero que la gente vea cómo fue. Mirar el
pasado simplemente desde el punto de vista de las víctimas sólo sirve para
fomentar el odio.
Me parecen unas
palabras muy acertadas. Y no sólo aplicables en este caso, claro.
Más información:
El precio de la culpa, de Ian Buruma (Duomo, 2011).
miércoles, 14 de agosto de 2013
El criminal
Fotograma de la película Celda 211, de Daniel Monzón
Una mañana, Harturo
comprobó que las cosas le iban muy mal, aunque no tenía ni idea de por qué.
Para empezar, su mujer
le abandonó de repente y sin darle explicaciones. Llamó a sus familiares pero
éstos no tenían ganas de verle ni de hablar con él, y sus amigos de toda la vida le
ignoraban descaradamente. En el trabajo, todo el mundo le daba la espalda y lo
único que pudo escuchar fue alguna mala contestación injustificada. Perplejo,
decidió vagar por las calles para reflexionar sobre lo que le ocurría. La gente
que se cruzaba con él le miraba por encima del hombro y murmuraba a su paso.
Incluso los perros le ladraban, los gatos le bufaban y recibió una caca de
paloma en mitad de la cabeza. Entonces, al acercarse a un quiosco, observó asustado que
todos los periódicos llevaban en portada una enorme foto de su cara. Las
noticias decían que, tras una larga y minuciosa investigación, un afamado
historiador de renombre internacional había descubierto que él, Harturo, era el
auténtico culpable de la muerte de Manolete. Con premeditación y alevosía.
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