Fotograma de la película Celda 211, de Daniel Monzón
Una mañana, Harturo
comprobó que las cosas le iban muy mal, aunque no tenía ni idea de por qué.
Para empezar, su mujer
le abandonó de repente y sin darle explicaciones. Llamó a sus familiares pero
éstos no tenían ganas de verle ni de hablar con él, y sus amigos de toda la vida le
ignoraban descaradamente. En el trabajo, todo el mundo le daba la espalda y lo
único que pudo escuchar fue alguna mala contestación injustificada. Perplejo,
decidió vagar por las calles para reflexionar sobre lo que le ocurría. La gente
que se cruzaba con él le miraba por encima del hombro y murmuraba a su paso.
Incluso los perros le ladraban, los gatos le bufaban y recibió una caca de
paloma en mitad de la cabeza. Entonces, al acercarse a un quiosco, observó asustado que
todos los periódicos llevaban en portada una enorme foto de su cara. Las
noticias decían que, tras una larga y minuciosa investigación, un afamado
historiador de renombre internacional había descubierto que él, Harturo, era el
auténtico culpable de la muerte de Manolete. Con premeditación y alevosía.
Hace 77 veranos empezó la peor
guerra de la historia de nuestro país. Los militares que se levantaron en armas
demostraron desde el principio que no iban a tener piedad, ni siquiera con sus
propios compañeros. Ni siquiera con sus propios amigos. Ni siquiera con sus
propios familiares.
La Guerra Civil Española comenzó
el 17 de julio de 1936, cuando las fuerzas de tierra del Ejército español en el Protectorado de Marruecos se sublevaron contra el Gobierno de la Segunda
República.
Hubo resistencia en algunas bases
aéreas, como la de hidros del Atalayón, donde cayeron en el ataque inicial los
primeros muertos de la guerra, dos marroquíes de Regulares. La base estaba
dirigida circunstancialmente por el capitán Virgilio Leret Ruiz, quien, por cierto, había diseñado uno de los
primeros motores a reacción de la historia. Leret se rindió y fue fusilado al día siguiente por los sublevados.
Aquella mañana, Boyle
fue al encuentro de su nueva novia, Marietta. “Quiero que me prometas amor
eterno”, le espetó ella de pronto. “Pero si casi no nos conocemos. No te puedo
prometer algo que no sé si se va a cumplir, ni por mi parte ni por la tuya”, contestó
él intentando ser sincero. Ella insistía. Él entonces trató de explicarle que
el amor rara vez dura eternamente, que lo sabía por experiencia, y que además
estaba de acuerdo con Platón cuando decía aquello de que la mayor declaración de amor es la que no se hace. Marietta se puso
a llorar. Él la abrazó, la besó y trató de hacerle ver que no tenía sentido
perder el tiempo con discusiones absurdas, que debían disfrutar de cada
momento, que ella le gustaba mucho, que quería seguirla viendo y conociendo, y
hacer todo lo que estuviera en su mano para que fueran muy felices juntos.
Viendo que a pesar de todo ella no parecía satisfecha, Boyle empezó a sudar
como un pollo asado, cosa que le extrañó ya que la temperatura permanecía
constante. Cuando más tarde llegó a su casa notó que la ropa le quedaba algo más grande,
pero no le dio importancia.
Poco tiempo después,
Marietta, en un ataque de celos, le hizo saber que no le gustaba que él tuviera
amistades femeninas. “Pero son eso, amigas. Y ya las tenía cuando me
conociste”, dijo él honestamente. Ella se enfadaba con frecuencia por ese
motivo, y cuanto más le presionaba al respecto, más pequeño se sentía Boyle. De
hecho, tuvo que comprarse ropa nueva de una talla menor.
Unas semanas más tarde,
ella le anunció su intención de irse a vivir con él a su casa. “¿Ya? No sé, yo
te quiero pero ahora tenemos demasiadas discusiones, la convivencia es
complicada y podría empeorar la situación, te lo digo por experiencia; creo que
deberíamos esperar un poco”, respondió él. De nuevo se repitió el mismo trance:
ella lloraba y él se sentía presionado. Al cabo de un rato se levantaron y él
comprobó asombrado que ya no era más alto que su novia. Y además se le cayeron
los pantalones.
Un día en que estaban
en casa de la familia de Marietta, el padre, que era como Robert de Niro pero
calvo y con bigote, lanzó a Boyle la siguiente pregunta delante de todos: “Y tú
en qué plan vas con mi hija, a ver”. “Bueno, yo la quiero, claro”, acertó a
decir Boyle empapado en sudor mientras se sujetaba los pantalones. No olvidaba
que su suegro tenía una escopeta de caza en casa y que la usaba a menudo.
Marietta vivía sola en
una casa alquilada. Bueno, exactamente sola no: la casa tenía cucarachas y le
daban un asco terrible. Una mañana, encontró uno de esos repugnantes bichos en
su brazo, por dentro de la manga de su pijama, lo que la sumió en un ataque de
pánico. “¡Dicen mis amigas que por qué no haces algo!”, le gritó a Boyle en
cuanto le vio. “¿Y qué quieres que haga?”, contestó él mientras empezaba a
sudar. “¡Se supone que eres mi novio, tú sabrás!”, continuó gritando ella. “¿Tengo
cara de plaguicida? Quéjate a los dueños de la casa y que se ocupen ellos de que desaparezcan las cucarachas, que
para eso les pagas”. Boyle sabía que Marietta esperaba que la rescatara de los
temibles insectos llevándola a vivir con él, pero seguía pensando que era
demasiado pronto para dar ese paso. De nuevo tuvo que comprarse ropa nueva. Más
pequeña aún.
Hay que decir que, a pesar
de que tenían problemas, en general se sentían bien juntos. En cierta ocasión
dieron un paseo en un globo aerostático conducido por un tal señor Arquímedes.
Así las cosas, al cabo
de pocos meses Boyle accedió a que Marietta viviera con él. Durante un tiempo observó satisfecho
cómo recuperaba su estatura, hasta el día en que ella le dijo que se veía muy
bien con un bebé en brazos y que quería que tuvieran un hijo. “Ahora no, más
adelante, no te preocupes”, añadió. “Ah, vale”, respondió él aliviado. “¿Pero
tú quieres tener un hijo conmigo?”, preguntó ella de repente. “Pues no sé,
nos tenemos que conocer más, cuando llegue el momento ya veremos”, se defendió él. Aunque Boyle había sido
sincero, a Marietta no le gustó su respuesta, y él de nuevo empezó a notar que
la ropa le quedaba enorme. Boyle pensó que si seguía así no tendrían necesidad
de tener ningún hijo: él mismo podría hacer de bebé.
Un tiempo después,
Marietta le anunció una nueva propuesta: “Mi padre quiere que esta casa sea de
los dos, que esté a nombre de ti y de mí, así que ha pensado en pagarte la
mitad de su valor”. En ese momento Boyle ya tenía que mirar hacia arriba para
ver la cara de su novia. “Mira, no creo que tu padre tenga que meterse en
nuestros asuntos, la verdad”, fue la respuesta que acertó a dar mientras ella
ponía cara de decepción.
Después de aquello,
Boyle empequeñeció aún más. Usaba tallas de niño, y aunque acudió al médico
varias veces, nadie supo explicarle lo que le ocurría.
No mucho más tarde,
Marietta rompió la relación. Él era demasiada poca cosa para ella y ya no lo
quería, así que se perdieron de vista.
Gabriele D'Annunzio
fue un singular personaje, hoy muy olvidado fuera de Italia, pero que alcanzó
mucha fama en vida, especialmente durante el episodio de la conquista de Fiume.
Poeta, dramaturgo,
soldado, aviador, héroe, conquistador y dictador de una ciudad-estado de
efímera existencia. Durante su corto mandato en Fiume creó un sistema en parte
fascista, en parte anarquista y en parte democrático (¿sería eso el fascismo
democrático?), y uno de los pocos que lo reconocieron fue el Gobierno
soviético de Lenin.
Como escritor ya había
alcanzado el éxito antes de la Primera Guerra Mundial (publicó su primer libro
con 16 años). Cuando estalló la contienda logró alistarse a pesar de tener ya
más de 50 años. Sirvió en la caballería, en las lanchas torpederas y sobre
todo en la aviación. Perdió la visión de un ojo, bombardeó Viena con panfletos
de propaganda redactada por él mismo (por algo era escritor) y recibió un
montón de condecoraciones.
Tras la guerra, en
1919, decidido a que Fiume (hoy Rijeka) no pasara a ser de Yugoslavia (conocida
en sus primeros años como Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos), lideró
una tropa de más de dos mil entusiastas nacionalistas que se apoderaron de ella
y la declararon ciudad-estado independiente.
En realidad, la
intención inicial de D'Annunzio fue que Fiume formara parte de Italia, pero el
desprecio que sentía hacia los gobernantes de su país le hizo cambiar de idea.
Aquel desprecio era tal que en cierta ocasión permitió que uno de sus hombres, Guido Keller, lanzara un orinal desde
un avión contra el edificio del Parlamento.
Hagamos un inciso para
hablar un poco de Keller. Amigo de D'Annunzio, de origen aristocrático, durante
la Primera Guerra Mundial estuvo en la escuadrilla del famoso as de caza Francesco Baracca.
Keller era anarquista, futurista,
dadaísta, naturista y nudista. Y un poco payaso:
En Fiume fundó el grupo
“Yoga”, la Unión de espíritus libres que tienden a la perfección. Sus símbolos
eran una esvástica y una rosa de cinco pétalos.
Y aquí lo tenemos
cagando en el orinal antes de lanzarlo contra el Parlamento italiano desde su
avión:
Después de lo de Fiume
viajó mucho y murió con 37 años. Vivió muy rápido, como buen futurista.
Keller (a la izquierda)
con Marinetti (en el centro)
Otro pintoresco tipo
que participó en la aventura de Fiume fue el karateka japonés Harukichi Shimoi. Voluntario de los Arditi,
amigo de D'Annunzio (que lo llamaba camarada Samurai) y futuro simpatizante
fascista. Un hombre con carácter, vamos.
Volviendo al hilo de
nuestra historia, la población de Fiume aclamaba a D'Annunzio como su salvador.
Montó un Estado corporativista uno de cuyos principios era la música. Redactó
una Constitución con su amigo el sindicalista Alceste De Ambris conocida como la Carta del Carnaro, que anticipaba la idea de la imaginación al
poder y que pretendía sentar las bases de un Estado aconfesional y
socialmente avanzado, en el que la educación era gratuita, las mujeres podían
votar y el divorcio era legal. El Comandante (así se hacía llamar
D'Annunzio en Fiume) se proclamó defensor de las naciones sin estado, de todas
las naciones pobres y empobrecidas contra las naciones usurpadoras y
acumuladoras de toda riqueza, desde Irlanda hasta Egipto y la India pasando
por los pueblos de los Balcanes. Recibió la visita de Marinetti, Marconi, Toscanini yMussolini.
Las masas de Fiume
recibiendo a D'Annunzio como su libertador
D'Annunzio en Fiume con
sus Arditi
Hagamos otro inciso
para hablar de los Arditi. Los Arditi eran unas tropas de élite italianas
creadas en la Primera Guerra Mundial. Su arma característica era el cuchillo,
que muchas veces llevaban en la boca, como se puede apreciar en la imagen de
arriba. Durante la aventura de Fiume adquirieron gran protagonismo. Como no
pocos de ellos eran unos exaltados nacionalistas, de entre sus filas saldrían
muchos camisas negras fascistas. En ese sentido equivaldrían a los Freikorps
alemanes que luego dieron lugar a las SA nazis.
Hay que decir que entre
los Arditi también había anarquistas (exaltados, por supuesto), que
formarían los llamados Arditi del Popolo, una organización antifascista
cuyo emblema era tal que así:
De estos Arditi
antifascistas todavía quedarían ecos en nuestra Guerra Civil. El Batallón de la
Muerte italiano de las Brigadas Internacionales (también conocido como
“Centuria Malatesta”) empleaba calaveras y camisas negras, aunque estaba
formado por anarquistas:
En diciembre de 1920,
después de 16 meses, la flota italiana bombardeó Fiume. Tras algunos combates y
medio centenar de muertos, D'Annunzio se rindió. Así terminaba el sueño del
poeta conquistador, el tipo que rechazó una carta dirigida al mejor poeta de Italia porque él era el mejor del mundo; "el único
revolucionario de Italia", según Lenin. En definitiva, un revolucionario
cultural, defensor de la acción y la imaginación.
Gracias a la acción de
D'Annunzio, en 1920, según el Tratado de Rapallo, la ciudad dálmata de Zara
pasó a ser de Italia, y Fiume quedó como ciudad libre. No obstante, en 1924
Mussolini se apoderaría de ella. Vamos, que corrió la misma suerte que otras
"ciudades libres" que fueron fruto de los desatinos del final de la
Gran Guerra: Memel y Danzig.
Las anexiones italianas
entre 1919 y 1924
Los fascistas de
Mussolini adoptaron toda la simbología d’annunziana: el brazo en alto, las
calaveras, las camisas negras y el himno Giovinezza. El Duce lo
mantendría el resto de su vida en una jaula de oro de la que D'Annunzio sólo
salió para aconsejarle que no se juntara con Hitler.
D’Annunzio y
Mussolini
Más información:
-Caballero Jurado, Carlos, "Gabriele D'Annunzio, el poeta soldado", en Revista Española de Historia Militar nº 64, Quirón, 2005.