Alemania y Japón,
las grandes potencias del Eje derrotadas en la Segunda Guerra Mundial, han
hecho frente a su pasado de muy distinta forma. Básicamente, Alemania ha
admitido sin problemas su responsabilidad en la contienda, pero Japón no.
Alemania se siente culpable pero Japón víctima, a pesar de que ambas naciones
fueron agresoras. Alemania lo ha hecho más o menos bien y Japón tiene un morro
que se lo pisa.
Hiroshima es el
símbolo supremo de la guerra del Pacífico para casi todos los japoneses. Es una
palabra sagrada que simboliza no sólo el sufrimiento del pueblo nipón, su
martirio, sino también el mal absoluto. A menudo se la compara con el Holocausto.
En Hiroshima está el Parque Conmemorativo de la Paz, un
lugar destinado a perpetuar la memoria de las víctimas de la bomba atómica y a
servir de testimonio contra la guerra y las armas nucleares. Un lugar de culto,
en realidad, ya que justo encima estalló la bomba.
Cenotafio del Parque
de la Paz de Hiroshima
Hiroshima es además
un símbolo de la paz mundial y todos los años recibe a millones de visitantes
que hacen así su peregrinaje al Parque de la Paz. Cada 6 de agosto se celebra
allí una ceremonia en recuerdo de las 140.000 víctimas de la explosión (hay una
conmemoración similar cada 9 de agosto en el Parque de la paz de Nagasaki).
El parque es, en
definitiva, un auténtico santuario en el que se reza, se venden recuerdos, se
celebran ceremonias y se hacen flotar farolillos de papel.
Todo muy bonito,
pero si analizamos el tema más en profundidad podemos descubrir cosas
inquietantes.
El Parque de la Paz
de Hiroshima no está dedicado a todas las víctimas de la guerra, ni siquiera a
todas las víctimas de la Guerra del Pacífico. Y cuando se inauguró, en 1954,
tampoco estaba dedicado a todas las víctimas de la bomba de Hiroshima, sino
sólo a las víctimas japonesas.
En 1970, fuera del parque,
se inauguró un monumento a los 20.000
trabajadores forzados coreanos que estaban en Hiroshima el 6 de agosto de
1945 y que murieron allí por la bomba. Uno de cada siete muertos por aquella
explosión era coreano. Fue levantado por la asociación de residentes
surcoreanos de Japón, y durante casi treinta años la colonia coreana tuvo que
presionar para que el monumento fuera trasladado al interior del Parque de la
Paz, cosa que no ocurrió hasta 1999.
Monumento en memoria
de las víctimas coreanas de la bomba atómica de Hiroshima
Para los japoneses
de hoy, su país fue ante todo víctima de la guerra, de un maligno experimento
militar, de la primera acción de la Guerra Fría e incluso del racismo de los
blancos. Fue víctima de los Estados Unidos y su racismo en la misma medida que
el pueblo judío fue víctima del racismo alemán. Tras haber pasado por el
infierno de las bombas atómicas, los japoneses creen haberse ganado el derecho
e incluso el deber sagrado de juzgar a los demás, y muy particularmente a los
Estados Unidos. El 6 de agosto de 1987, el alcalde de Hiroshima dijo: «El mundo sigue controlado por la "filosofía del
poder". Debemos lograr que el mundo se convierta al espíritu de Hiroshima».
Es decir, que cada vez que los Estados Unidos, país responsable de las bombas
atómicas, hace uso de la fuerza, incluso con ayuda de su aliado japonés, está
traicionando a las víctimas, al espíritu de Hiroshima.
A nivel mundial,
Hiroshima y Auschwitz se han convertido en los símbolos de la Segunda Guerra
Mundial, y la muerte de todos esos inocentes ha pasado a simbolizar la crueldad
de la guerra y los hombres en general. Son el mismo error, el mismo horror.
Obviamente es una
gran mentira.
Lógicamente es más
fácil mirar y denunciar un infierno cuando no es de creación propia. Los
japoneses pueden indentificarse perfectamente con las víctimas de Hiroshima y
Nagasaki, pero es imposible que los alemanes se identifiquen con las víctimas
del Holocausto. No obstante, eso no implica que ambos terribles hechos sean lo
mismo. Son similares en cuanto a que en los dos murieron muchísimos
inocentes, pero no lo son en cuanto a sus causas ni su contexto. Y además, el
enorme mito creado en torno a Hiroshima y su espíritu es una falacia que
sirve para no hablar de otras cosas.
Para empezar, alegar
que las bombas atómicas fueron el resultado del racismo de los yanquis (o de
los blancos) es falso si tenemos en cuenta que se crearon incialmente para ser
empleadas contra Alemania. Que existió durante la guerra un desprecio racista
por parte de los estadounidenses hacia los japoneses es cierto, pero no fue el
motivo de lanzar las bombas atómicas.
Para seguir, si bien
no existe ninguna justificación del Holocausto, sí hay abierto un debate en el
que se dice que las bombas atómicas en realidad salvaron vidas y acortaron la
guerra, argumentos incompatibles con el espiritu de Hiroshima.
Además, el famoso espíritu
oculta el hecho de que la ciudad de Hiroshima era en 1945 un centro de
operaciones militares y estaba atestada de soldados. Es decir, que era un
objetivo militar.
Pero sobre todo,
obvia o esconde algo mucho más importante, que es que Japón fue una potencia
agresora, que provocó la guerra y que actuó de una forma tan racista y criminal
como sus aliados nazis. Y esto me parece muy grave.
En 1987, un grupo
local de pacifistas solicitó al Ayuntamiento de Hiroshima que incorporara al
Museo de la Paz la historia de la agresión japonesa, que al fin y al cabo es el
contexto en que ocurrió todo y que resulta fundamental para entender por
qué pasó. La respuesta fue negativa.
En su libro El precio de la culpa, Ian Buruma cuenta que le preguntó al
director del Museo de la Paz de Hiroshima por qué allí no se hace referencia a
la guerra, sino sólo a la explosión de la bomba. Éste le vino a decir que el
propósito del museo es recordar a las víctimas de la bomba y contribuir a la
paz mundial. En fin, que no es un museo
sobre la Segunda Guerra Mundial ni sobre la guerra en general, sino sobre un
hecho horrible concreto y sus víctimas. Es cierto que los lanzamientos de las
bombas atómicas fueron algo singular, inusitado, y que produjeron una enorme
cantidad de víctimas civiles, y por eso se compara con el Holocausto. A finales
de los años ochenta, se propuso construir un centro en memoria de Auschwitz
entre Hiroshima y Kure. A todo el mundo le pareció bien hasta que los
pacifistas propusieron que también entrara en el proyecto la conmemoración de
la masacre de Nankín. El plan fue
abandonado discretamente.
¿Por qué no se puede
pedir la paz recordando también a las más de 200.000 víctimas de Nankín, que
quizá sean más numerosas que las de las dos bombas atómicas juntas? ¿Por qué
Japón recuerda con profusión a sus muertos pero deja de lado a los que asesinó?
A una hora y media
en tren de Hiroshima y unos cuarenta minutos en ferry hay una pequeña
isla: Ōkunoshima. Al parecer, lo primero que uno ve allí cuando
desembarca del transbordador son unos simpáticos conejos que corretean y saltan
por los limpios senderos y las cuidadas extensiones de hierba. Son tan mansos
que se dejan acariciar y comen de la mano.
A causa de estos
animales, el lugar también se conoce con el pintoresco nombre de Isla del
Conejo.
En la isla hay poco
más: un hotel, unas ruinas de edificios de finales del siglo XIX o principios
del XX (entre ellos varios fuertes de la Guerra Ruso-Japonesa), una vieja batería de cañones que apunta a tierra firme y un pequeño
edificio cerca del embarcadero. Es el Museo
del Gas Tóxico de Ōkunoshima.
Los conejos son los
descencientes de los animales de laboratorio empleados en experimentos con gas
mostaza y otras sustancias mortíferas en lo que entonces era la mayor fábrica de gases tóxicos del
Imperio Japonés. Durante la guerra, trabajaron en sus instalaciones más de
5.000 personas, muchas de las cuales eran mujeres y niños. Alrededor de 1.600
murieron por exposición a gases de cianuro de hidrógeno, difenilcianorsina y lewisita. Otros sufieron daños irreversibles. El emplazamiento de la fábrica
era tan secreto que la isla sencillamente desapareció de los mapas japoneses.
Aunque Japón había firmado el Protocolo de Ginebra, que prohibía el uso de armas químicas, según fuentes oficiales chinas, los gases producidos en
la fábrica de Ōkunoshima mataron a más de 80.000 chinos.
En 1945 los
estadounidenses llegaron a la isla, se llevaron los documentos, vertieron al
mar grandes cantidades de gas y prendieron fuego a la fábrica, cuyas ruinas
todavía se pueden ver.
En los años ochenta,
un joven profesor de historia japonés llamado Yoshimi Yoshiaki encontró en los archivos estadounidenses un
informe al respecto y se pudo saber que Japón tenía 15.000 toneladas de armas
químicas en la isla o en sus alrededores y que, enterrado bajo Hiroshima, había
un contenedor con 200 kilogramos de gas mostaza.
Debajo de
Hiroshima, atención.
Los supervivientes
de la fábrica, muchos de los cuales contrajeron enfermedades crónicas, pidieron
el reconocimiento oficial de sus padecimientos en los años cincuenta, pero el
Gobierno nipón se lo denegó. Conceder indemnizaciones a los trabajadores habría
equivalido a reconocer oficialmente que el Ejército japonés había desarrollado
una actividad ilegal. Cuando se coló una breve mención a la guerra química en
los libros de texto japoneses, el Ministerio de Educación se apresuró a
eliminarla. Afortunadamente, en
1975 los supervivientes capaces de demostrar que habían sufrido daños por los
gases recibieron una indemnización. Y en 1988, gracias a los esfuerzos de los
supervivientes, se construyó el pequeño museo de Ōkunoshima.
Pero Ōkunoshima no
es un santuario, ni un lugar famoso en el mundo entero por lo que pasó allí, ni
recibe a millones de visitantes cada año que vayan a rezar, a recordar a las
víctimas o a pedir la paz mundial. No es un símbolo contra la guerra o las armas de destrucción masiva que allí se fabricaban, es una islita llena de
simpáticos conejitos.
Recordar un
auténtico horror como lo fueron las explosiones de las bombas atómicas no debe
hacernos perder la perspectiva histórica. Las bombas fueron consecuencia de la
peor guerra de la Historia, una guerra criminal que inició Japón en
colaboración con la Alemania nazi y la Italia fascista. Los dirigentes
japoneses fueron responsables del sufrimiento de millones de personas,
incluyendo su propio pueblo. Japón fue víctima pero, ante todo, agresor. Sin
embargo, lo que transmite hoy es algo muy diferente. Las 200.000 víctimas de
Nankín, los cientos de miles de víctimas de las armas biológicas y químicas fabricadas y empleadas por los japoneses, los cientos de miles de esclavas sexuales que tuvieron los nipones en su poder, los civiles inducidos u
obligados por las fuerzas imperiales a sucidarse en Saipán u Okinawa, y tantos
otros, merecen ser recordados al menos igual que las víctimas de las bombas
atómicas. Pero el Parque de la Paz está en Hiroshima.
En el libro de
Buruma, el conservador del museo de Ōkunoshima, Murakami Hatsuichi, un antiguo
trabajador de la fábrica, dice:
Antes de
gritar "no más guerras", quiero que la gente vea cómo fue. Mirar el
pasado simplemente desde el punto de vista de las víctimas sólo sirve para
fomentar el odio.
Me parecen unas
palabras muy acertadas. Y no sólo aplicables en este caso, claro.
Más información:
El precio de
la culpa, de Ian Buruma (Duomo, 2011).