miércoles, 17 de septiembre de 2014

Terrorismo emocional



Malcolm McDowell en la película La naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick


Necesito estar sola, ahora mismo no puedo ser tu pareja, tengo que tranquilizarme y pensar qué voy a hacer contigo, pero eso no significa que vaya a dejarte. O sí. O dicho de otra forma: tengo preparada una campaña de atentados que te cagas contra tu estado de ánimo y vamos allá con el primero.


sábado, 13 de septiembre de 2014

Vértigo ("Ya hablaremos... con el tiempo")




"Ya hablaremos... con el tiempo", dice ella. Y él piensa que no es con el tiempo con quien quiere hablar, sino con ella. Todo el tiempo que sea necesario para arreglar el problema, claro que sí. Bueno, para entender el problema, en primer lugar, porque ni siquiera lo entiende. No le ha dado tiempo a entenderlo. Y en unos segundos, como si se fuera a morir, desfila por su cabeza toda su vida con ella. La pasada y la futura, la que habitaba en su imaginación y que ahora se hace pedazos. La prisa que tenía ella al principio. Las pocas ganas que tenía él de resistirse, a pesar de que lo intentaba en vano. Lo guapa que estaba siempre (también hoy). La pasión desbordada. Los momentos felices. Las pequeñas escapadas juntos. Los leves proyectos en común, como estrellas fugaces a las que se pide un deseo ilusorio. Las primeras discusiones. Las primeras veces en que ella pidió tiempo ("necesito estar sola"). Intermedios. Una relación como una montaña rusa: a veces arriba, a veces abajo, y a velocidad de vértigo. Todo comprimido en un año y medio. Será cosa de los tiempos actuales, se dice a sí mismo. Hoy todo se almacena cada vez en menos espacio y cada vez más rápido. Todo cambia cuando uno menos se lo espera, lo efímero está de moda. Esos pensamientos hacen que la cabeza le dé vueltas, tanto que está a punto de caerse. Cada día está más convencido de no estar hecho para los tiempos que corren. Tiempos que corren, qué expresión más acertada, qué descriptiva. Quién fuera Marinetti para entender estos tiempos modernos tan veloces, tan frenéticos, esta especie de pesadilla futurista.

Qué obsesión tiene esta chica con el tiempo, se dice a continuación. Como el conejo blanco del país de las maravillas. Maravillosa sí podía ser, cuando quería. Lo bastante como para haberla seguido ciegamente hasta la hecatombe, hasta precipitarse contra la realidad como un kamikaze. Su relación ha sido como un cohete viajando raudo por el espacio y por el tiempo, con ella a los mandos. "Qué rápida eres siempre para todo", le había dicho él a veces. "Bueno, soy así", confirmaba ella con esa sonrisa que le derretía. Y él no supo ver que en realidad se trataba de un aviso, de la advertencia de que el fin se acercaba. A toda velocidad. Como un meteorito, como un rayo. "Me gustan las carreras de coches", había comentado ella alguna vez. Ahora todo cuadra. 

Después de la última discusión ella le había vuelto a pedir tiempo y espacio. No me extraña que necesites tanto espacio, piensa él, vas a toda leche por la vida, hija mía. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, cantaban en la zarzuela. Pues tú más aún, cariño mío. Tanto que resulta que las leyes de la física se te quedan cortas.

¿Cómo habían llegado a esta situación? ¿Cuánto tiempo habían estado mal mientras seguían juntos? ¿Un fin de semana? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Todo el tiempo? No lo sabe pero ya no importa. El tiempo para hablar y averiguarlo ya ha pasado, aunque él no se haya dado cuenta hasta ahora.

Y hoy se están despidiendo, quizá para siempre. El tiempo lo dirá. El tiempo lo cura todo, pone las cosas en su sitio. Hablaremos con el tiempo. Maldito tiempo que decide sobre nuestras vidas, ni que fuera Dios.

Ella se queda con su tiempo y su espacio interminables. Él simplemente se echa a andar: su tiempo ha acabado. El encuentro ha durado dos minutos. Tiempo suficiente para poner punto final a una historia de amor, por lo visto.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

Confesión



Steve Martin como dentista en la película La tienda de los horrores (1986), de Frank Oz


-Verá, lo cierto es que soy una persona susceptible, a veces me molestan cosas sin importancia. También soy obsesivo, le doy muchas vueltas a todo. Pienso demasiado en lo que me preocupa, vaya. Añado que mis sucesivas historias de amor fracasadas me han dejado un tanto traumatizado. Pero lo peor de todo es que... además soy dentista... y no sólo eso... sino que, en ocasiones, mi trabajo me estresa.
-Qué barbaridad. En serio, qué barbaridad. ¿Cómo puedes levantarte por la mañana y mirarte en el espejo? Hijo mío, todo esto es demasiado grave, espero que comprendas que no te pueda dar la absolución. De manera que como penitencia tendrás que vagar en solitario eternamente por las tinieblas, y luego ya veremos. Ah, y cambia de trabajo, por Dios.


domingo, 31 de agosto de 2014

Visto y no visto



Prestidigitadora, de Patricia Viñó


Érase una vez una bella joven que además de bella y joven era prestidigitadora. Su truco favorito consistía en hacer desaparecer repentinamente a su novio para, poco después, hacerlo reaparecer muy sonriente entre los aplausos del público.

Sin embargo, cierto día ocurrió algo y el chico desapareció para siempre.

Ella sostuvo que la culpa había sido de él.

sábado, 19 de julio de 2014

domingo, 29 de junio de 2014

Los "kamikazes" nazis


En estos tiempos de incertidumbre e inestabilidad, qué mejor para tranquilizar los ánimos que hablar de kamikazes nazis.

Mucho se conoce sobre los kamikazes por excelencia, los japoneses, todos hemos oído hablar de ellos, pero lo de los pilotos suicidas germanos –sus aliados en la Segunda Guerra Mundial- es bastante menos sabido.

La idea de que los pilotos alemanes se matasen estrellándose contra las fuerzas enemigas surgió en 1943 y partió de tres personajes: el Oberleutnant (teniente) Heiner Lange, el SS-Obersturmbannführer (teniente coronel de las SS) Otto Skorzeny, y la piloto de pruebas Hanna Reitsch.


Otto Skorzeny



Hanna Reitsch

sábado, 14 de junio de 2014

Fantasía




A veces imagino que soy un piloto de caza de la Luftwaffe en plena Segunda Guerra Mundial. Lucho por mi país aunque me repugnen los nazis. Raquel es judía y permanece escondida con su hijo de cinco años, que para empeorar las cosas tiene un nombre ruso -Iván-. Su marido los abandonó hace años escapando de Alemania con otra mujer. No soy mal piloto, pero estoy harto de esta guerra y temo por la suerte de mi novia y su hijo. No puedo ver a Raquel tanto como quisiera, así que cuando lo hago trato de disfrutar del tiempo al máximo. Nos conocimos antes de la contienda, cuando ambos teníamos pareja. Yo me dedicaba a hacer acrobacias con una Bücker y cierto día, ella -siempre muy valiente-, quiso que le diera una vuelta por el aire. Le gustó tanto tocar el cielo conmigo que quiso repetir varias veces. Confieso que a mí me encantaba escuchar sus grititos y contemplar sus enormes ojos radiantes de felicidad cuando aterrizábamos. Tengo que añadir que no iniciamos la relación hasta que nuestras respectivas parejas se hubieron largado.

Una noche me decido a hacer algo. Voy a buscar a Raquel e Iván y los llevo al aeródromo. A hurtadillas, nos subimos a un avión biplaza -como el que utilizó Rudolf Hess para volar a Escocia- y escapamos a Suiza. Tras la guerra, nos vamos a vivir a Nueva Zelanda.

Qué sería de mí sin la épica.