jueves, 22 de agosto de 2013

Kovalev




Cuando uno cree que ya lo ha leído todo acerca de las barbaridades de la Segunda Guerra Mundial va y descubre que no, que todavía quedan horrores nuevos que van saliendo a la luz.

Michael Jones es un historiador británico que ha escrito una trilogía sobre la guerra en el Frente del Este. El último de sus tres libros, publicado el año pasado en España, es El trasfondo humano de la guerra (Crítica). Tras una pequeña introducción sobre la campaña de 1941, el libro cuenta las vicisitudes del Ejército soviético desde Stalingrado hasta Berlín. Para ello Jones se apoya en los testimonios de  muchos veteranos a través de sus cartas o de entrevistas.



El libro es en realidad, como el propio autor admite, un homenaje a los soldados del Ejército Rojo cuyo sacrificio permitió la derrota de la Alemania de Hitler. Describe con todo detalle sus sufrimientos y las atrocidades que descubrían a medida que atravesaban los territorios antes ocupados por los nazis, o cuando entraban en los campos de la muerte. Pero también hace referencia, como es lógico, a los crímenes que muchos de esos hombres cometieron cuando entraron en suelo alemán.

Y no solo en suelo alemán.



Yevgeni Ananevich Jaldei tenía 28 años cuando tomó la fotografía más famosa de su vida, la del oficial soviético que sostenía una bandera roja en lo alto del Reichstag. La imagen ha llegado a ser un icono, un símbolo de la derrota del nazismo y del fin de la guerra en Europa.



Como corresponsal de la agencia de noticias TASS, Jaldei acompañó al Ejército Rojo desde el inicio de la guerra. Fue testigo directo del terrible precio pagado y del enorme sufrimiento, tanto de civiles como de militares, en el Frente del Este. Él mismo, que era judío y había nacido en Ucrania, descubrió que los nazis habían asesinado a su familia y habían tirado los cuerpos al fondo de una mina. Conforme el Ejército Rojo avanzaba hacia el oeste, Jaldei tomaba fotos de las atrocidades cometidas por los nazis contra la población y los judíos. Las autoridades soviéticas permitían la publicación de las primeras, pero se mostraban reticentes con las imágenes de judíos asesinados.

De hecho, su condición de judío hizo que Jaldei perdiera su trabajo en 1948. Durante una década tuvo que apañárselas por su cuenta, hasta que en 1959 empezó a trabajar para Pravda. No obstante, en 1970 fue forzado a abandonar el trabajo de nuevo y por el mismo motivo.

La fama internacional por sus fotos sólo le llegó tras la caída de la URSS, pero no tuvo mucho tiempo para disfrutarla ya que murió en 1997.

Jaldei se inspiró en la famosa foto de Iwo Jima, de Joe Rosenthal, para tomar la suya sobre el Reichstag. Llegó a Berlín con una bandera hecha con un mantel rojo: «Y entonces, al Reichstag. Subí al tejado con unos cuantos soldados y busqué un buen ángulo. Encontré el sitio y le dije a uno de los soldados: “Sube ahí arriba”. Y él me respondió: “Vale, pero si alguien me sujeta los pies”».
 
Era el 2 de mayo de 1945.

La foto fue retocada. Ésta es la original:



El propio Jaldei añadió después humo para dar la sensación de que en el momento de tomar la foto se continuaba combatiendo en Berlín (en realidad, los alemanes se acababan de rendir):



Más tarde, las autoridades soviéticas ordenaron acentuar el humo del fondo y eliminar uno de los dos relojes de pulsera que lleva el tipo que sujetaba al de la bandera, para no dar la sensación de que los militares soviéticos eran unos saqueadores:




 El resultado final:



Durante cincuenta años la propaganda soviética divulgó que el hombre que alzaba la bandera en la fotografía de Jaldei era un georgiano llamado Meliton Varlamovich Kantaria. Hoy sabemos que se le eligió simplemente por satisfacer a Stalin, que también era georgiano, pero lo cierto es que el tipo que levantó la bandera aquel día sobre el Reichstag era ucraniano y se llamaba Aleksei Kovalev (o Alyosha Kovalyov, en ucraniano).

En su libro, Michael Jones cuenta la entrevista que le hizo a Kovalev. Cuenta su historia.

El 30 de abril de 1945 los soviéticos ocuparon posiciones alrededor del Reichstag. Aunque la importancia de aquel edificio (el parlamento) en la Alemania de Hitler había sido mínima, tenía un gran poder simbólico. El mariscal Zhukov había pedido a sus hombres que plantasen una bandera roja allí. Esa bandera simbolizaría el fin de la guerra. El soldado Mijail Petrovich Minin recordaba: «En el cuartel general y los puestos de mando, los oficiales políticos nos habían explicado que cualquier bandera o enseña roja, cualquier tela roja que se alzase sobre el Reichstag sería considerada la bandera de la victoria. Y todo el que ayudase a ponerla allí sería condecorado con el título de Héroe de la Unión Soviética. Éramos conscientes de que aquellas condecoraciones nos podían costar la vida».

Hubo una serie de ataques a lo largo del día contra el edificio, pero fracasaron y los soviéticos tuvieron muchas bajas. A las 14:40 un grupo entró en el Reichstag y se vio ondear una bandera roja en una de las ventanas del primer piso. El hombre que la puso allí fue Kovalev. Después, la bandera desapareció y el grupo fue expulsado del edificio.

Conforme se acercaba la prestigiosa fecha del 1 de mayo, los intentos por tomar el Reichstag -o al menos por plantar una bandera en lo alto- se volvieron cada vez más frenéticos. La noche del 30 de abril se formó un grupo de cinco soldados, uno de los cuales era Minin. Fue él quien consiguió abrirse paso a tiros y finalmente alzar la bandera en el tejado del Reichstag.

El 1 de mayo la noticia del suicidio de Hitler llegó hasta los mandos soviéticos transmitida por el general alemán Hans Krebs, que inició las negociaciones para la rendición de la ciudad. Al concluir ese día, el Reichstag ya estaba completamente controlado por los soviéticos.

Al día siguiente llegó Jaldei.

La persona escogida para salir alzando la bandera en la foto de Jaldei fue el teniente Kovalev. Él había sido uno de los primeros en llegar al Reichstag. Él había sido en realidad el primero en colocar una bandera roja allí, y además era un tipo admirado en el Ejército como jefe de una sección de reconocimiento.

La mañana del 2 de mayo el mariscal Zhukov visitó el Reichstag. Se encontró con Kovalev y le preguntó acerca de la toma del edificio. Kovalev le habló de una carga desenfrenada, de cómo habían subido las escaleras hasta el primer piso y habían ametrallado a dos alemanes que se escondían tras un colchón. Fue entonces cuando anudó una bandera roja a una ventana.

Zhukov quedó encantado y le regaló a Kovalev su mapa personal de Berlín como recuerdo. Cuando Jaldei llegó para hacer su foto, Zhukov insistió en que fuera Kovalev el que apareciera izando la bandera. Después los censores soviéticos modificaron la foto, cambiaron la identidad de Kovalev y le dijeron que guardara silencio. Hoy, por fin, sabemos la verdad.

Jones resalta que Kovalev «fue un hombre valiente y un soldado duro que siempre estuvo en la vanguardia de la acción». El propio Kovalev dice que «he matado a más gente que pelos tengo en la cabeza». Pero la entrevista sigue, y la voz de Kovalev empieza a cortarse:

«Como explorador con labores de reconocimiento, siempre iba por delante de nuestro ejército y tenía que reunir datos para la inteligencia. Usaba a la gente local; los abordaba y les preguntaba por el paradero de los alemanes. Eran rusos, gente buena, y querían ayudarme. Me decían todo lo que sabían».

A Kovalev le cuesta continuar, pero sigue hablando:

«Imagine esto. Cojo a una joven rusa, que está lavando la ropa en el río, a un niño que juega en un pueblo, o a un anciano sentado a la puerta de su casa. Les pregunto. Ellos me ayudan en todo lo que pueden. Y entonces, la “norma férrea de nuestro ejército”: tengo que matar a mis fuentes, sin excepción. No puedo correr el riesgo de que los alemanes los capturen, interroguen y descubran que nuestras tropas están en las inmediaciones. No puedo poner en peligro a todo nuestro ejército por la vida de una sola persona».

Kovalev llora pero sigue:

«Les cortaba el cuello con un cuchillo. Maté a centenares de los nuestros, personas decentes, amables, honradas. Los maté, los asesiné para poder derrotar a los alemanes. Este es el precio que pagué. Tengo que vivir con esto cada día, durante toda mi vida».

Jones habla de los crímenes del Ejército Rojo, pero también pide comprensión. Comprensión hacia unos hombres que se vieron metidos en el peor de los infiernos y que derrotaron a la Alemania nazi tras unos sacrificios extremos, en una lucha sin Convención de Ginebra, en la que se libraron las batallas más brutales y más importantes. Unos hombres que fueron testigos de las peores atrocidades.

En fin, creo que esto fue la guerra en el Frente Oriental. Se me hace complicado hablar de “buenos” y “malos”. Más bien fue un cataclismo en el que muchas personas se mataron entre sí de la forma más brutal, y muchísimos inocentes fueron asesinados. Y en la que hubo mucha propaganda, muchísima propaganda.

La guerra en todo su esplendor, en definitiva.


viernes, 16 de agosto de 2013

Los dos museos de Hiroshima


Alemania y Japón, las grandes potencias del Eje derrotadas en la Segunda Guerra Mundial, han hecho frente a su pasado de muy distinta forma. Básicamente, Alemania ha admitido sin problemas su responsabilidad en la contienda, pero Japón no. Alemania se siente culpable pero Japón víctima, a pesar de que ambas naciones fueron agresoras. Alemania lo ha hecho más o menos bien y Japón tiene un morro que se lo pisa.

Hiroshima es el símbolo supremo de la guerra del Pacífico para casi todos los japoneses. Es una palabra sagrada que simboliza no sólo el sufrimiento del pueblo nipón, su martirio, sino también el mal absoluto. A menudo se la compara con el Holocausto.

En Hiroshima está el Parque Conmemorativo de la Paz, un lugar destinado a perpetuar la memoria de las víctimas de la bomba atómica y a servir de testimonio contra la guerra y las armas nucleares. Un lugar de culto, en realidad, ya que justo encima estalló la bomba.


Cenotafio del Parque de la Paz de Hiroshima


Hiroshima es además un símbolo de la paz mundial y todos los años recibe a millones de visitantes que hacen así su peregrinaje al Parque de la Paz. Cada 6 de agosto se celebra allí una ceremonia en recuerdo de las 140.000 víctimas de la explosión (hay una conmemoración similar cada 9 de agosto en el Parque de la paz de Nagasaki).
 
El elemento que más destaca en el parque es la Cúpula Gembaku o Cúpula de la Bomba Atómica, un edificio preservado tal y como quedó después de la explosión.



Por supuesto también hay un Museo de la Paz:



El parque es, en definitiva, un auténtico santuario en el que se reza, se venden recuerdos, se celebran ceremonias y se hacen flotar farolillos de papel.

Todo muy bonito, pero si analizamos el tema más en profundidad podemos descubrir cosas inquietantes.

El Parque de la Paz de Hiroshima no está dedicado a todas las víctimas de la guerra, ni siquiera a todas las víctimas de la Guerra del Pacífico. Y cuando se inauguró, en 1954, tampoco estaba dedicado a todas las víctimas de la bomba de Hiroshima, sino sólo a las víctimas japonesas.
 
En 1970, fuera del parque, se inauguró un monumento a los 20.000 trabajadores forzados coreanos que estaban en Hiroshima el 6 de agosto de 1945 y que murieron allí por la bomba. Uno de cada siete muertos por aquella explosión era coreano. Fue levantado por la asociación de residentes surcoreanos de Japón, y durante casi treinta años la colonia coreana tuvo que presionar para que el monumento fuera trasladado al interior del Parque de la Paz, cosa que no ocurrió hasta 1999.


Monumento en memoria de las víctimas coreanas de la bomba atómica de Hiroshima


Para los japoneses de hoy, su país fue ante todo víctima de la guerra, de un maligno experimento militar, de la primera acción de la Guerra Fría e incluso del racismo de los blancos. Fue víctima de los Estados Unidos y su racismo en la misma medida que el pueblo judío fue víctima del racismo alemán. Tras haber pasado por el infierno de las bombas atómicas, los japoneses creen haberse ganado el derecho e incluso el deber sagrado de juzgar a los demás, y muy particularmente a los Estados Unidos. El 6 de agosto de 1987, el alcalde de Hiroshima dijo: «El mundo sigue controlado por la "filosofía del poder". Debemos lograr que el mundo se convierta al espíritu de Hiroshima». Es decir, que cada vez que los Estados Unidos, país responsable de las bombas atómicas, hace uso de la fuerza, incluso con ayuda de su aliado japonés, está traicionando a las víctimas, al espíritu de Hiroshima.

A nivel mundial, Hiroshima y Auschwitz se han convertido en los símbolos de la Segunda Guerra Mundial, y la muerte de todos esos inocentes ha pasado a simbolizar la crueldad de la guerra y los hombres en general. Son el mismo error, el mismo horror.

Obviamente es una gran mentira.

Nada más lejos de mi intención que justificar o defender los lanzamientos de las bombas atómicas en 1945. Lo que pretendo más bien es señalar una manipulación flagrante de eso que está hoy tan de moda que es la memoria histórica.

Lógicamente es más fácil mirar y denunciar un infierno cuando no es de creación propia. Los japoneses pueden indentificarse perfectamente con las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, pero es imposible que los alemanes se identifiquen con las víctimas del Holocausto. No obstante, eso no implica que ambos terribles hechos sean lo mismo. Son similares en cuanto a que en los dos murieron muchísimos inocentes, pero no lo son en cuanto a sus causas ni su contexto. Y además, el enorme mito creado en torno a Hiroshima y su espíritu es una falacia que sirve para no hablar de otras cosas.

Para empezar, alegar que las bombas atómicas fueron el resultado del racismo de los yanquis (o de los blancos) es falso si tenemos en cuenta que se crearon incialmente para ser empleadas contra Alemania. Que existió durante la guerra un desprecio racista por parte de los estadounidenses hacia los japoneses es cierto, pero no fue el motivo de lanzar las bombas atómicas.

Para seguir, si bien no existe ninguna justificación del Holocausto, sí hay abierto un debate en el que se dice que las bombas atómicas en realidad salvaron vidas y acortaron la guerra, argumentos incompatibles con el espiritu de Hiroshima.

Además, el famoso espíritu oculta el hecho de que la ciudad de Hiroshima era en 1945 un centro de operaciones militares y estaba atestada de soldados. Es decir, que era un objetivo militar.

Pero sobre todo, obvia o esconde algo mucho más importante, que es que Japón fue una potencia agresora, que provocó la guerra y que actuó de una forma tan racista y criminal como sus aliados nazis. Y esto me parece muy grave.

En 1987, un grupo local de pacifistas solicitó al Ayuntamiento de Hiroshima que incorporara al Museo de la Paz la historia de la agresión japonesa, que al fin y al cabo es el contexto en que ocurrió todo y que resulta fundamental para entender por qué pasó. La respuesta fue negativa.

En su libro El precio de la culpa, Ian Buruma cuenta que le preguntó al director del Museo de la Paz de Hiroshima por qué allí no se hace referencia a la guerra, sino sólo a la explosión de la bomba. Éste le vino a decir que el propósito del museo es recordar a las víctimas de la bomba y contribuir a la paz mundial. En fin, que no es un  museo sobre la Segunda Guerra Mundial ni sobre la guerra en general, sino sobre un hecho horrible concreto y sus víctimas. Es cierto que los lanzamientos de las bombas atómicas fueron algo singular, inusitado, y que produjeron una enorme cantidad de víctimas civiles, y por eso se compara con el Holocausto. A finales de los años ochenta, se propuso construir un centro en memoria de Auschwitz entre Hiroshima y Kure. A todo el mundo le pareció bien hasta que los pacifistas propusieron que también entrara en el proyecto la conmemoración de la masacre de Nankín. El plan fue abandonado discretamente.

¿Por qué no se puede pedir la paz recordando también a las más de 200.000 víctimas de Nankín, que quizá sean más numerosas que las de las dos bombas atómicas juntas? ¿Por qué Japón recuerda con profusión a sus muertos pero deja de lado a los que asesinó?


A una hora y media en tren de Hiroshima y unos cuarenta minutos en ferry hay una pequeña isla: Ōkunoshima. Al parecer, lo primero que uno ve allí cuando desembarca del transbordador son unos simpáticos conejos que corretean y saltan por los limpios senderos y las cuidadas extensiones de hierba. Son tan mansos que se dejan acariciar y comen de la mano.





 



A causa de estos animales, el lugar también se conoce con el pintoresco nombre de Isla del Conejo.


 
En la isla hay poco más: un hotel, unas ruinas de edificios de finales del siglo XIX o principios del XX (entre ellos varios fuertes de la Guerra Ruso-Japonesa), una vieja batería de cañones que apunta a tierra firme y un pequeño edificio cerca del embarcadero. Es el Museo del Gas Tóxico de Ōkunoshima.



Los conejos son los descencientes de los animales de laboratorio empleados en experimentos con gas mostaza y otras sustancias mortíferas en lo que entonces era la mayor fábrica de gases tóxicos del Imperio Japonés. Durante la guerra, trabajaron en sus instalaciones más de 5.000 personas, muchas de las cuales eran mujeres y niños. Alrededor de 1.600 murieron por exposición a gases de cianuro de hidrógeno, difenilcianorsina y lewisita. Otros sufieron daños irreversibles. El emplazamiento de la fábrica era tan secreto que la isla sencillamente desapareció de los mapas japoneses.
 
Aunque Japón había firmado el Protocolo de Ginebra, que prohibía el uso de armas químicas, según fuentes oficiales chinas, los gases producidos en la fábrica de Ōkunoshima mataron a más de 80.000 chinos.
 
En 1945 los estadounidenses llegaron a la isla, se llevaron los documentos, vertieron al mar grandes cantidades de gas y prendieron fuego a la fábrica, cuyas ruinas todavía se pueden ver.



En los años ochenta, un joven profesor de historia japonés llamado Yoshimi Yoshiaki encontró en los archivos estadounidenses un informe al respecto y se pudo saber que Japón tenía 15.000 toneladas de armas químicas en la isla o en sus alrededores y que, enterrado bajo Hiroshima, había un contenedor con 200 kilogramos de gas mostaza.

Debajo de Hiroshima, atención.

Los supervivientes de la fábrica, muchos de los cuales contrajeron enfermedades crónicas, pidieron el reconocimiento oficial de sus padecimientos en los años cincuenta, pero el Gobierno nipón se lo denegó. Conceder indemnizaciones a los trabajadores habría equivalido a reconocer oficialmente que el Ejército japonés había desarrollado una actividad ilegal. Cuando se coló una breve mención a la guerra química en los libros de texto japoneses, el Ministerio de Educación se apresuró a eliminarla. Afortunadamente, en 1975 los supervivientes capaces de demostrar que habían sufrido daños por los gases recibieron una indemnización. Y en 1988, gracias a los esfuerzos de los supervivientes, se construyó el pequeño museo de Ōkunoshima.

Pero Ōkunoshima no es un santuario, ni un lugar famoso en el mundo entero por lo que pasó allí, ni recibe a millones de visitantes cada año que vayan a rezar, a recordar a las víctimas o a pedir la paz mundial. No es un símbolo contra la guerra o las armas de destrucción masiva que allí se fabricaban, es una islita llena de simpáticos conejitos.

Recordar un auténtico horror como lo fueron las explosiones de las bombas atómicas no debe hacernos perder la perspectiva histórica. Las bombas fueron consecuencia de la peor guerra de la Historia, una guerra criminal que inició Japón en colaboración con la Alemania nazi y la Italia fascista. Los dirigentes japoneses fueron responsables del sufrimiento de millones de personas, incluyendo su propio pueblo. Japón fue víctima pero, ante todo, agresor. Sin embargo, lo que transmite hoy es algo muy diferente. Las 200.000 víctimas de Nankín, los cientos de miles de víctimas de las armas biológicas y químicas fabricadas y empleadas por los japoneses, los cientos de miles de esclavas sexuales que tuvieron los nipones en su poder, los civiles inducidos u obligados por las fuerzas imperiales a sucidarse en Saipán u Okinawa, y tantos otros, merecen ser recordados al menos igual que las víctimas de las bombas atómicas. Pero el Parque de la Paz está en Hiroshima.

En el libro de Buruma, el conservador del museo de Ōkunoshima, Murakami Hatsuichi, un antiguo trabajador de la fábrica, dice:

Antes de gritar "no más guerras", quiero que la gente vea cómo fue. Mirar el pasado simplemente desde el punto de vista de las víctimas sólo sirve para fomentar el odio.

Me parecen unas palabras muy acertadas. Y no sólo aplicables en este caso, claro.


Más información:


El precio de la culpa, de Ian Buruma (Duomo, 2011).



miércoles, 14 de agosto de 2013

El criminal

 

Fotograma de la película Celda 211, de Daniel Monzón


Una mañana, Harturo comprobó que las cosas le iban muy mal, aunque no tenía ni idea de por qué.

Para empezar, su mujer le abandonó de repente y sin darle explicaciones. Llamó a sus familiares pero éstos no tenían ganas de verle ni de hablar con él, y sus amigos de toda la vida le ignoraban descaradamente. En el trabajo, todo el mundo le daba la espalda y lo único que pudo escuchar fue alguna mala contestación injustificada. Perplejo, decidió vagar por las calles para reflexionar sobre lo que le ocurría. La gente que se cruzaba con él le miraba por encima del hombro y murmuraba a su paso. Incluso los perros le ladraban, los gatos le bufaban y recibió una caca de paloma en mitad de la cabeza. Entonces, al acercarse a un quiosco, observó asustado que todos los periódicos llevaban en portada una enorme foto de su cara. Las noticias decían que, tras una larga y minuciosa investigación, un afamado historiador de renombre internacional había descubierto que él, Harturo, era el auténtico culpable de la muerte de Manolete. Con premeditación y alevosía.


martes, 13 de agosto de 2013

La "gesta" de Tablada y el inicio de la Guerra Civil



Hace 77 veranos empezó la peor guerra de la historia de nuestro país. Los militares que se levantaron en armas demostraron desde el principio que no iban a tener piedad, ni siquiera con sus propios compañeros. Ni siquiera con sus propios amigos. Ni siquiera con sus propios familiares. 

La Guerra Civil Española comenzó el 17 de julio de 1936, cuando las fuerzas de tierra del Ejército español en el Protectorado de Marruecos se sublevaron contra el Gobierno de la Segunda República.

Hubo resistencia en algunas bases aéreas, como la de hidros del Atalayón, donde cayeron en el ataque inicial los primeros muertos de la guerra, dos marroquíes de Regulares. La base estaba dirigida circunstancialmente por el capitán Virgilio Leret Ruiz, quien, por cierto, había diseñado uno de los primeros motores a reacción de la historia. Leret se rindió y fue fusilado al día siguiente por los sublevados.


Virgilio Leret Ruiz

domingo, 11 de agosto de 2013

Bajo presión




Aquella mañana, Boyle fue al encuentro de su nueva novia, Marietta. “Quiero que me prometas amor eterno”, le espetó ella de pronto. “Pero si casi no nos conocemos. No te puedo prometer algo que no sé si se va a cumplir, ni por mi parte ni por la tuya”, contestó él intentando ser sincero. Ella insistía. Él entonces trató de explicarle que el amor rara vez dura eternamente, que lo sabía por experiencia, y que además estaba de acuerdo con Platón cuando decía aquello de que la mayor declaración de amor es la que no se hace. Marietta se puso a llorar. Él la abrazó, la besó y trató de hacerle ver que no tenía sentido perder el tiempo con discusiones absurdas, que debían disfrutar de cada momento, que ella le gustaba mucho, que quería seguirla viendo y conociendo, y hacer todo lo que estuviera en su mano para que fueran muy felices juntos. Viendo que a pesar de todo ella no parecía satisfecha, Boyle empezó a sudar como un pollo asado, cosa que le extrañó ya que la temperatura permanecía constante. Cuando más tarde llegó a su casa notó que la ropa le quedaba algo más grande, pero no le dio importancia.  

Poco tiempo después, Marietta, en un ataque de celos, le hizo saber que no le gustaba que él tuviera amistades femeninas. “Pero son eso, amigas. Y ya las tenía cuando me conociste”, dijo él honestamente. Ella se enfadaba con frecuencia por ese motivo, y cuanto más le presionaba al respecto, más pequeño se sentía Boyle. De hecho, tuvo que comprarse ropa nueva de una talla menor.

Unas semanas más tarde, ella le anunció su intención de irse a vivir con él a su casa. “¿Ya? No sé, yo te quiero pero ahora tenemos demasiadas discusiones, la convivencia es complicada y podría empeorar la situación, te lo digo por experiencia; creo que deberíamos esperar un poco”, respondió él. De nuevo se repitió el mismo trance: ella lloraba y él se sentía presionado. Al cabo de un rato se levantaron y él comprobó asombrado que ya no era más alto que su novia. Y además se le cayeron los pantalones.

Un día en que estaban en casa de la familia de Marietta, el padre, que era como Robert de Niro pero calvo y con bigote, lanzó a Boyle la siguiente pregunta delante de todos: “Y tú en qué plan vas con mi hija, a ver”. “Bueno, yo la quiero, claro”, acertó a decir Boyle empapado en sudor mientras se sujetaba los pantalones. No olvidaba que su suegro tenía una escopeta de caza en casa y que la usaba a menudo.

Marietta vivía sola en una casa alquilada. Bueno, exactamente sola no: la casa tenía cucarachas y le daban un asco terrible. Una mañana, encontró uno de esos repugnantes bichos en su brazo, por dentro de la manga de su pijama, lo que la sumió en un ataque de pánico. “¡Dicen mis amigas que por qué no haces algo!”, le gritó a Boyle en cuanto le vio. “¿Y qué quieres que haga?”, contestó él mientras empezaba a sudar. “¡Se supone que eres mi novio, tú sabrás!”, continuó gritando ella. “¿Tengo cara de plaguicida? Quéjate a los dueños de la casa y que se ocupen ellos de que desaparezcan las cucarachas, que para eso les pagas”. Boyle sabía que Marietta esperaba que la rescatara de los temibles insectos llevándola a vivir con él, pero seguía pensando que era demasiado pronto para dar ese paso. De nuevo tuvo que comprarse ropa nueva. Más pequeña aún.

Hay que decir que, a pesar de que tenían problemas, en general se sentían bien juntos. En cierta ocasión dieron un paseo en un globo aerostático conducido por un tal señor Arquímedes. 

Así las cosas, al cabo de pocos meses Boyle accedió a que Marietta viviera con él. Durante un tiempo observó satisfecho cómo recuperaba su estatura, hasta el día en que ella le dijo que se veía muy bien con un bebé en brazos y que quería que tuvieran un hijo. “Ahora no, más adelante, no te preocupes”, añadió. “Ah, vale”, respondió él aliviado. “¿Pero tú quieres tener un hijo conmigo?”, preguntó ella de repente. “Pues no sé, nos tenemos que conocer más, cuando llegue el momento ya veremos”, se defendió él. Aunque Boyle había sido sincero, a Marietta no le gustó su respuesta, y él de nuevo empezó a notar que la ropa le quedaba enorme. Boyle pensó que si seguía así no tendrían necesidad de tener ningún hijo: él mismo podría hacer de bebé.

Un tiempo después, Marietta le anunció una nueva propuesta: “Mi padre quiere que esta casa sea de los dos, que esté a nombre de ti y de mí, así que ha pensado en pagarte la mitad de su valor”. En ese momento Boyle ya tenía que mirar hacia arriba para ver la cara de su novia. “Mira, no creo que tu padre tenga que meterse en nuestros asuntos, la verdad”, fue la respuesta que acertó a dar mientras ella ponía cara de decepción.

Después de aquello, Boyle empequeñeció aún más. Usaba tallas de niño, y aunque acudió al médico varias veces, nadie supo explicarle lo que le ocurría.

No mucho más tarde, Marietta rompió la relación. Él era demasiada poca cosa para ella y ya no lo quería, así que se perdieron de vista.

Boyle recuperó rápidamente su tamaño normal.