jueves, 29 de octubre de 2020

Por qué Israel se creó en Palestina y no en Europa

 



Dos fenómenos importantes, de la misma naturaleza y sin embargo opuestos, que aún no han llamado la atención del mundo, se manifiestan hoy en la Turquía asiática: son el despertar de la nación árabe y los latentes esfuerzos de los judíos para reconstruir a gran escala la antigua monarquía de Israel. Estos dos movimientos están destinados a luchar entre sí constantemente, hasta que uno de ellos prevalezca sobre el otro. El destino del mundo dependerá del resultado de la lucha entre estos dos pueblos, que representan dos principios opuestos.

Naguib Azoury, "El despertar de la nación árabe", 1905


Si la piedra cae sobre el cántaro, peor para el cántaro; si el cántaro cae sobre la piedra, peor para el cántaro. Siempre peor para el cántaro.

Talmud


Debéis crear tales condiciones... que ellos mismos quieran escapar.

Iósif Stalin


Hay un argumento que se repite en contra de la existencia del Estado de Israel, según el cual, si su creación fue consecuencia del Holocausto, debería haberse situado en Europa y no en Palestina. Se trata de un alegato no exento de antisemitismo y bastante cargado de demagogia, así que lo voy a desmontar. Ea.

Para empezar, la idea de instaurar un "hogar nacional judío" en la antigua Tierra de Israel no solo es muy anterior al Holocausto, sino incluso a la llegada de Hitler al poder. En realidad data de finales del siglo XIX y hay que enmarcarla en el contexto del surgimiento de los nacionalismos. Así, el movimiento que propugnaba la creación del Estado de Israel se denominó sionismo, y se postulaba como solución al "odio prolongado", es decir, a los dos mil años de persecuciones que habían sufrido los judíos y que en aquella época recobraban nuevos bríos en algunos lugares de Europa como Rusia, o Francia. Se eligió Palestina, entonces perteneciente al Imperio turco, por ser la patria histórica del pueblo hebreo, si bien es verdad que hubo que financiar inmigraciones judías a la zona por medio de filántropos sionistas ya que en aquel momento por allí no había demasiados integrantes del "pueblo elegido". Todo este propósito quedó plasmado en el Primer Congreso Sionista, celebrado en Basilea en 1897, y recibió apoyo británico a través de la Declaración Balfour, en 1917, durante la Gran Guerra. Los británicos buscaban así el favor sionista para sus proyectos imperiales en Oriente Próximo y el canal de Suez, aunque aquel acuerdo chocaba de frente con las promesas hechas por la pérfida Albión a los árabes a cambio de su ayuda en la lucha contra los turcos. Finalmente, tras la contienda, Palestina no fue ni para los judíos ni los árabes, ya que se la quedaron los británicos al repartirse con los franceses todas las regiones que habían pertenecido al Imperio turco situadas entre Anatolia y la península arábiga merced al Acuerdo Sykes-Picot. De esa manera, los vencedores de la Primera Guerra Mundial ignoraban los ideales por los que dijeron combatir a los Imperios Centrales, como el derecho de autodeterminación sin ir más lejos, que jamás se aplicó a la población mayoritaria en ese momento en Palestina: la árabe. Eso sí, el Mandato británico de Palestina fue reconocido tras la guerra por la Sociedad de Naciones, precursora de la ONU, junto al objetivo de establecer allí un "hogar nacional para el pueblo judío" salvaguardando por otro lado "los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina". Es decir, que la conformación de un Estado hebreo en Palestina tuvo desde mucho antes de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto cierta legitimación internacional.


Por resumir todo lo anterior, resulta para controlar un área estratégica como es Oriente Próximo, entonces en poder del Imperio otomano, los británicos requirieron la ayuda de dos nacionalismos incipientes, el árabe y el sionista, prometiéndoles a cambio el oro y el moro a ambos sin tener en cuenta que eran profundamente antagónicos en cuanto a sus respectivas percepciones sobre el futuro de Palestina. Ya he hablado del sionismo, y en lo referente al nacionalismo árabe, o panarabismo, hay que decir que añoraba los tiempos en que el islam se expandió desde Arabia hasta el Atlántico y el Pacífico, allá por la Edad Media. Una época en que los árabes salvaron la cultura clásica griega que el oscurantismo del primer cristianismo trataba de borrar. Por aquellas fechas, el mundo árabe estaba mucho más avanzado cultural y científicamente que Europa, dominaba el comercio y disponía de los mejores ejércitos. Su lengua y su cultura se extendían mucho más allá de sus límites étnicos, siendo adoptadas en mayor o menor medida por decenas de millones de asiáticos, africanos y europeos. La decadencia árabe comenzó cuando el testigo de la defensa militar del islam fue recogido por los belicosos turcos otomanos, los cuales crearon un vasto imperio que perduró durante seis siglos (y que los panarabistas, ingenuamente, contribuirían a destruir). Más adelante, en tiempos del colonialismo, las potencias europeas se fueron adueñando de cada vez más territorios poblados mayoritariamente por musulmanes, una situación que se acentuó aún más tras la Primera Guerra Mundial, como hemos visto. Así, en 1919 las únicas regiones musulmanas que conservaban su independencia política eran Turquía, Irán, Afganistán, Arabia y Yemen, y los tres primeros países lo habían logrado no sin hacer frente a las presiones europeas por controlarlos. En aquel momento, en todas partes del mundo los musulmanes se hallaban sometidos a gobiernos no islámicos, lo cual es profundamente opuesto a la teología de dicha religión, y la potencia con mayor número de súbditos mahometanos del planeta era precisamente el Imperio británico, así que es lógico, después de todo, que los nacionalistas árabes se sintieran traicionados y humillados por los hijos de la Gran Bretaña. De hecho, fueron esas humillaciones unidas al recuerdo de tan esplendoroso pasado el mayor caldo de cultivo para el nacionalismo árabe que perseguía, a fin de cuentas, la unidad política de todos sus pueblos.

La inmigración hebrea a la Tierra Prometida continuó aumentando en los años siguientes a la Gran Guerra, lo que hizo que a partir de 1920 hubiera choques entre árabes y judíos en la zona cada vez más violentos. Así, al saqueo del barrio judío de Jerusalén, en 1920, hay que unir la matanza de Hebrón (1929) y finalmente la revuelta árabe de Palestina, en 1936, que duraría tres años y se saldaría con miles de muertos. Los británicos, viendo el percal que ellos mismos habían contribuido a organizar, trataron de buscar una solución que tranquilizara a los árabes. La verdad es que, más solucionar el conflicto palestino, lo que les interesaba era evitar que los musulmanes se convirtieran en simpatizantes del Eje en la guerra que se avecinaba. De hecho, los árabes palestinos habían recibido financiación por parte de la Italia fascista para su revuelta de 1936, mientras que el organizador de todos los ataques contra los judíos que se venían produciendo en Palestina desde 1920, el Gran Muftí de Jerusalén y presidente del Consejo Supremo Musulmán, Amin al-Husayni, se convertiría durante la Segunda Guerra Mundial en el principal aliado islámico del Eje, llegando a entrevistarse con Hitler y promoviendo el reclutamiento de miles de voluntarios musulmanes bosniocroatas y albaneses para las Waffen-SS, así como el de árabes de Oriente Próximo y el norte de África para la Wehrmacht. También abogó públicamente por la deportación de los judíos a los campos nazis para evitar que fueran a Palestina (hay que decir que antes de la guerra las propias autoridades nazis facilitaron la emigración judía a Palestina, aunque después cambiaron de parecer y decidieron que no era conveniente la existencia de un Estado judío ni siquiera en Oriente Próximo). La figura de Al-Husayni, que siguió gozando de gran prestigio en el mundo árabe tras la guerra, contribuyó con su virulento odio hacia los judíos a ensombrecer la causa palestina durante mucho tiempo.






Quiero hacer un inciso para explicar por qué hubo nacionalistas árabes que vieron con buenos ojos el auge de los fascismos. Hay que entender que el nacionalismo árabe originalmente buscaba reformar la sociedad musulmana, es decir, modernizarla pero sin llegar al extremo de secularizarla. Hoy sabemos que la vía del laicismo tiene un difícil recorrido en el mundo islámico. Bien, pues esa mezcla entre modernidad, industrialización y respeto a las tradiciones podía encontrarse teóricamente bajo el fascismo. Si a ello unimos otros elementos característicos de dicha corriente política como la idea de unidad nacional, poder fuerte y movilización de las masas populares, se puede empezar a comprender que hubiera políticos e intelectuales árabes que pensaran que el fascismo podía ser una buena receta para su sociedad. Pero hay más. Hubo dos naciones europeas que hasta el siglo XIX habían estado divididas en varios Estados y que solo habían logrado ser fuertes tras su unificación: Italia y Alemania. Hasta cierto punto, el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán eran la continuación de sus respectivos movimientos nacionalistas. En cuanto al contexto geopolítico, en el periodo de entreguerras ninguno de esos dos países tenía grandes imperios coloniales: Alemania había perdido el suyo tras la Primera Guerra Mundial, y aunque Italia poseía algunas regiones musulmanas en África (Libia, Eritrea y Somalia), estaba claro que a ambos países les convenía más la subversión del orden internacional que su mantenimiento. De hecho, cada vez mostraban más rivalidad hacia las grandes potencias coloniales europeas, entre las que destacaban el Reino Unido y Francia. Además, el hecho de que Alemania hubiera sido aliada durante la Primera Guerra Mundial de una potencia islámica, Turquía, la hacía especialmente simpática a ojos de estos nacionalistas árabes (incluso el sultán otomano había declarado la yihad en 1914 a instancias del káiser). Finalmente, la Alemania nazi y los nacionalistas árabes tenían un poderoso punto en común: el odio hacia los judíos. Así, podemos decir que las potencias fascistas compartían con el nacionalismo árabe los mismos enemigos (los imperios coloniales británico y francés, los judíos) y similares objetivos a corto plazo, y eso les unió. Sin embargo, los países musulmanes no estaban en aquella época preparados para subvertir el orden internacional, para empezar porque la mayoría estaban militarmente ocupados por las potencias occidentales, de manera que necesitaban la ayuda del Eje. 

La Italia fascista buscaba a su vez tener un imperio colonial y ser la nación hegemónica en el Mediterráneo, pero en los años treinta Mussolini disfrazó estas pretensiones como si se trataran de la búsqueda de una "colaboración" entre los italianos "y las naciones de Oriente". Así, por aquella época las autoridades italianas contactaron con destacados nacionalistas árabes, como el emir libanés Shakib Arslan o el ya mencionado Amin al-Husayni. Arslan, hasta entonces muy crítico con la política colonial italiana en Libia, cambió radicalmente de actitud y se convirtió en un gran propagandista del fascismo. Por otro lado y como ya he mencionado, Italia sufragó en 1936 la revuelta árabe de Palestina. De hecho, Italia era en ese momento la única nación en el mundo que apoyaba la causa árabe en Palestina. El episodio estelar de esta política filoárabe fascista fue cuando en 1937 Mussolini se hizo entregar en Trípoli, con mucha teatralidad, la Espada del Islam, una ceremonia en la que de hecho se autoproclamó Protector del Islam. El momento en que el Duce esgrimía la espada a caballo se inmortalizó en una fotografía que posteriormente se retocó borrando todos los elementos que había alrededor del dictador, incluyendo al mozo de cuadra que le sujetaba la montura para que no se desbocara:


Una de las fotos originales



La imagen que se publicó


Parece ser que el asunto de la foto de Mussolini con la espada en alto despertó gran hilaridad entre sus compatriotas. A pesar de ello, en 1938 se inauguró en Trípoli una estatua ecuestre del Duce inspirada en aquella fotografía:



El interés de la Alemania nazi en el mundo musulmán fue bastante menor que el que había tenido el káiser o el que mostraba Mussolini. Hitler buscaba la hegemonía alemana en Europa y la expansión hacia el este, por Polonia y la URSS, así que en principio las cuestiones referidas al Mediterráneo y Oriente Próximo las dejó en manos de su aliado italiano. Otra cuestión fue que, una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial, los acontecimientos obligaran al Führer a prestar cada vez más atención a estos teatros de operaciones, para lo que no le venían mal las simpatías que el nazismo despertaba entre unos cuantos líderes musulmanes. Así, aparte de la labor realizada por el Gran Muftí en favor de Alemania, los gobernantes de Irak e Irán mostraron tal afinidad hacia el Eje que ambos países terminaron siendo invadidos por los Aliados en 1941. La conquista de Irán por los británicos y los soviéticos resultó fácil, pero la de Irak, que fue anterior, se le complicó un poco a Churchill por ejemplo debido a que el primer ministro de aquel país, Rashid Ali al-Gailani, logró recibir una limitada ayuda militar de Alemania e Italia aunque finalmente resultó derrotado y tuvo que exiliarse. Además, inmediatamente después de Irak las fuerzas de la Commonwealth invadieron Siria y el Líbano, unos territorios que estaban bajo el control de la Francia de Vichy y que habían sido puestos a disposición del Eje para ayudar a los iraquíes. 


Soviéticos y británicos en Irán, 1941


Si Alemania se hubiera volcado más en Oriente Próximo, quizá el resultado de esas campañas, e incluso de la guerra, hubiera sido otro. En ese sentido Churchill tuvo más amplitud de miras que Hitler, pues siempre le prestó la máxima atención a aquella región del mundo ya que temía que la pérdida de Próximo Oriente implicara pronto la caída de la India. Así lo relató él mismo en sus memorias sobre la Segunda Guerra Mundial:

El plan alemán para provocar una rebelión en Irak y dominar a bajo coste aquel vasto país fracasó por escaso margen. El desembarco de una brigada hindú en Basora fue oportunísimo, porque obligó a Rashid Alí a obrar prematuramente. Pero, aun así, representó para nuestras fuerzas una carrera contra reloj (...). Desde luego los alemanes tenían a su disposición en aquel momento fuerzas aerotransportadas que hubieran podido conquistar para ellos Siria, Irak y Persia, con sus valiosos yacimientos petrolíferos. La mano de Hitler habría podido alargarse en dirección a la India y enlazar con Japón. 

Lo que pasa es que Churchill contó ahí una mentirijilla, y es que no hubo ningún plan alemán para provocar una rebelión en Irak. De hecho los germanos fueron los primeros sorprendidos cuando estalló la revuelta iraquí contra los británicos: en aquel momento las fuerzas del Eje estaban empeñadas en las campañas de los Balcanes, Creta y el Norte de África, y Hitler se hallaba más pendiente de preparar la cercana invasión de la URSS que de cualquier otra cosa. Pero es cierto que la sublevación iraquí pudo poner en serio peligro la estabilidad del Imperio británico si hubiera recibido mayor ayuda del Eje. También es verdad que, una vez iniciada la insurrección de Rashid Ali, Hitler ordenó "prestar rápida ayuda con todos los medios posibles a la lucha iraquí contra los ingleses", si bien tanto el apoyo como los medios fueron muy limitados, como ya digo. En cualquier caso, está claro que Hitler no mostró excesivo interés en el asunto, igual que tampoco lo había mostrado en la invasión de Gran Bretaña el año anterior.

Tras su fracaso, Rashid Ali y el Gran Muftí Al-Husayni, que había estado a su lado en Irak, lograron escapar a Irán y luego a Alemania donde llevarían a cabo labores de propaganda en favor del Eje. Tras la guerra, ambos consiguieron escapar a la justicia de los vencedores siendo acogidos en los países árabes. Los dos morirían en Beirut. 


El Gran Muftí y Rashid Ali en Berlín


Mientras tanto, el 1 de junio de 1941 los derrotados iraquíes la tomaron con los judíos: alrededor de 180 fueron asesinados en Bagdad y muchos cientos resultaron heridos.

Pero volviendo a los años treinta, en su afán de congraciarse con el mundo islámico en 1939 el Gobierno de Chamberlain publicó el Libro Blanco, un documento que limitaba la inmigración judía en el Mandato británico de Palestina a 75.000 personas durante los siguientes cinco años (el número real se mantuvo por debajo de esas cuotas), un periodo al cabo del cual quedaría prohibida a menos que los árabes del territorio la aceptaran. También se ponían trabas a la compra de nuevas tierras por los judíos y se abogaba por un futuro Estado independiente de Palestina en el que la población hebrea no pasara de un tercio del total. La verdad es que aquella publicación no contentó a nadie: los judíos se sintieron traicionados porque entendían que el Libro Blanco contradecía la Declaración Balfour al impedir la formación de un Estado hebreo, y los árabes tampoco la terminaron de aceptar porque no estaban dispuestos a que se otorgara ni una concesión más a los sionistas. En cualquier caso, a partir de entones los judíos que huían de los nazis hacia Palestina no lo tuvieron nada fácil, aunque miles conseguirían llegar de forma ilegal. Pero los dramas se sucedieron.

A partir del verano de aquel año, los refugiados judíos que llegaban en barco a Palestina eran detenidos por los británicos. Así ocurrió con los casi 400 inmigrantes que transportaba el SS Colorado y con los 700 del SS Parita, ambos de bandera panameña. El segundo fue encallado deliberadamente por sus pasajeros frente a Tel Aviv.

Lógicamente, cuando empezó la guerra y Alemania fue ocupando un país tras otro, la desesperación de los judíos europeos por escapar de los nazis aumentó y todo fue a peor. Así, el 25 de noviembre de 1940 el transatlántico SS Patria se hundió en el puerto de Haifa a consecuencia de la explosión de una bomba colocada por la Haganá, una organización paramilitar de autodefensa judía creada en 1920 en Palestina para hacer frente a los ataques árabes (en 1948 la Haganá serviría de base para el establecimiento de las Fuerzas de Defensa de Israel, el ejército de aquel país). En ese momento el buque alojaba a cerca de 1.800 refugiados hebreos procedentes de Europa que los británicos pensaban trasladar a la isla de Mauricio, en el océano Índico. La intención de la Haganá fue inutilizar el barco para impedir la deportación, pero se le fue la mano: hubo 267 muertos. Eso sí, los supervivientes de la tragedia recibieron el anhelado permiso para permanecer en Palestina.

En diciembre, el Salvador, un barco que había salido de Bulgaria un mes atrás, se hundió en el mar de Marmara, cerca de Estambul. Murieron 223 refugiados judíos, incluidos 66 niños.

El 12 de diciembre de 1941, el año en que los nazis decidieron exterminar a todos los judíos de Europa, partió de Rumanía (uno de los países más castigados por el Holocausto) el destartalado buque Struma con casi 800 refugiados hebreos a bordo. En los años anteriores el viejo Struma había sido empleado como transporte de ganado por el Danubio y sus condiciones eran más que deplorables. A los tres días el barco tuvo que ser remolcado a Estambul porque el motor no funcionaba. Allí, los diplomáticos británicos se negaron a proporcionar visados para Palestina a los refugiados y las autoridades turcas prohibieron el desembarco. El 23 de febrero de 1942 el buque fue remolcado con su pasaje hasta el mar Negro y abandonado a su suerte. Al día siguiente fue torpedeado por un submarino soviético que tenía órdenes de atacar a cualquier buque que se le pusiera a tiro, ya fuera enemigo o neutral, para reducir el flujo de suministros a Alemania. Solo hubo un superviviente: David Stoliar, de 19 años. Fue rescatado y los británicos le concedieron un visado de inmigración. 



Cada vez quedaba más claro que si uno era judío y quería vivir en Palestina, solo iba a conseguir el permiso británico tras sobrevivir a una tragedia.

Durante la Segunda Guerra Mundial los sionistas colaboraron con los Aliados (de hecho hubo una Brigada Judía en el ejército británico), pero los recelos israelitas hacia el Libro Blanco habían ido en aumento. Tras la contienda, los británicos continuaron limitando la inmigración judía a Palestina porque seguían prefiriendo mantener unas buenas relaciones con los árabes, por ejemplo para asegurarse el suministro de petróleo. Esto llevó a que las organizaciones judías en Palestina iniciaran una resistencia armada contra las autoridades británicas. Así, el 22 de julio de 1946 el Irgún (una escisión terrorista de la Haganá) perpetró un atentado con el Hotel Rey David de Jerusalén, sede de la Comandancia Militar del Mandato británico de Palestina: hubo 92 muertos.



Mientras tanto, la guerra había terminado en Europa pero los judíos supervivientes seguían sin tener las cosas fáciles por allí. Y es que la derrota del nazismo y el fin de la Segunda Guerra Mundial no significaron el final del antisemitismo en Europa.

La gran mayoría de los judíos que sobrevivieron al Holocausto trataron de volver a casa, de recuperar la vida que habían llevado antes de la guerra y las deportaciones, pero por lo general el recibimiento que obtuvieron fue bastante frío, cuando no directamente hostil. En Europa occidental no se trató a los judíos repatriados con ninguna consideración especial, a pesar de que la merecían más que ningún otro grupo por lo que habían padecido. De hecho, entre las personas repatriadas solo se hacían distinciones hacia las que habían ido a trabajar voluntariamente a Alemania, que eran tachadas de colaboracionistas, y quienes habían formado parte de grupos de resistencia, a los que se trataba como héroes. A diferencia de Europa del este, donde el Holocausto sucedió a la vista de la gente, en el oeste muchos ignoraban la suerte que habían sufrido los judíos tras ser deportados, y las historias de los asesinatos masivos se solían considerar exageraciones que además creaban malestar. Lo cierto es que los europeos normales y corrientes también habían soportado mucho durante la guerra, sobre todo en las últimas etapas, pero al menos era reconfortante pensar que habían pasado por eso juntos. El mito de la unidad frente al nazismo satisfacía a una población exhausta y deseosa de olvidar la guerra y a los políticos que buscaban resucitar un sentimiento de orgullo nacional, por eso los relatos de la resistencia ofrecían a la gente la oportunidad de sentirse bien consigo misma y la creencia de que, de alguna manera, también ellos habían participado de forma equitativa en la producción de héroes frente a la tiranía nazi. Pero las historias de los judíos deportados tenían el efecto contrario, hacían tambalearse el mito y suponían una bofetada de realidad: la del fracaso de una sociedad que no solo no había hecho nada por evitar un crimen de masas, sino que en muchas ocasiones había sido partícipe en él. La mera presencia de los judíos supervivientes despertaba una mala conciencia, era incómoda, y por tanto resultaba mucho más sencillo fingir que ellos habían sufrido lo mismo que el resto y, lejos de darles la bienvenida, les ignoraron, marginaron y silenciaron.


Una pareja francesa bien alimentada saluda a un judío procedente de un campo de concentración: "Sabes, muchacho, nosotros también sufrimos terribles restricciones" (junio de 1945)


Hay otro motivo más siniestro por el que los judíos no eran bienvenidos de vuelta a casa. Tras la guerra, circulaba un chiste por Hungría que decía más o menos así: Un judío superviviente de los campos regresó a Budapest, donde se topó con un amigo cristiano. "¿Qué tal estás?", le preguntó el amigo. "No preguntes siquiera", respondió el judío. "He vuelto del campo, y ahora no tengo nada excepto la ropa que llevas puesta".

El chiste describía una situación muy extendida por el este de Europa y también por buena parte del oeste, esto es, el expolio de la propiedad judía que tuvo lugar durante la guerra. Los judíos habían sido expropiados de todo lo que tenían, incluyendo por supuesto casas, negocios y tierras. Cuando empezaron a volver después de la guerra, a veces se les devolvían sus pertenencias sin rechistar, pero esto solía ser la excepción a la regla. La gente a la que las autoridades habían concedido objetos de valor, tierras o apartamentos de los judíos, con el paso de los años terminaba por considerar todo eso legítimamente suyo y tenía papeles que lo demostraban. Algunos eran pobres que habían recibido propiedades de judíos ricos y se sentían especialmente agraviados al tener que devolverlas, otros eran aldeanos que habían estado ese tiempo cultivando las tierras de los hebreos y no veían por qué sus antiguos dueños tenían que beneficiarse ahora del fruto de su trabajo, y todos, por lo general, maldecían su suerte porque, de todos los judíos que habían "desaparecido", tenían que ser los suyos los que volvieran. En las grandes ciudades de Europa del Este las propiedades judías terminaron dispersándose: primero, durante la guerra, los funcionarios locales las confiscaban tras la deportación de sus dueños; después, las repartían entre los pobres o permitían que casas y negocios fueran saqueados sistemáticamente. Los diversos ejércitos que estaban de paso se apropiaban de otras, y cuando llegó el Ejército Rojo saqueó a su vez las casas de más valor. Finalmente, cuando los comunistas se hicieron con el poder también requisaron propiedades para su uso personal o bien para el partido. En esta situación, a los judíos que volvían les resultaba imposible seguir la pista de sus propiedades y por tanto recuperarlas, pero en las ciudades pequeñas era distinto: encontrar las posesiones de cada uno no era difícil, lo complicado era lograr que aquel que las tenía las devolviera.

Por increíble que hoy pueda parecer, lo cierto es que toda esta situación creó un clima de resentimiento hacia los judíos supervivientes del Holocausto y los pogromos no tardaron en aparecer. Con la excusa de que los judíos secuestraban y sacrificaban a niños cristianos, en mayo de 1946 se produjo un pogromo en el mercado de Kunmadaras, Hungría, en el que fueron asesinados entre dos y cuatro judíos y quince más resultaron heridos. Además, sus casas fueron asaltadas y desvalijadas y sus tiendas saqueadas. El manido libelo de sangre también se empleó como pretexto para otros pogromos en Miskolc (Hungría, verano de 1946, dos judíos asesinados), Eslovaquia, Rumanía o Ucrania. Pero el país en que el antisemitismo de la posguerra resultó ser más virulento fue Polonia. Al menos 500 judíos fueron asesinados por polacos entre la rendición alemana y el verano de 1946, aunque la mayoría de los historiadores sitúan esa cifra alrededor de 1.500: tiraban a los judíos de los trenes, les robaban sus pertenencias y los llevaban a los bosques para fusilarlos, les amenazaban con cartas que les advertían de que si no se marchaban los matarían, o arremetían contra ellos en pogromos bajo la antigua acusación del libelo de sangre. En el verano de 1945 estalló un pogromo en Cracovia que se saldó con una docena de judíos heridos y posiblemente hasta cinco muertos. Los judíos que acabaron el hospital fueron golpeados allí de nuevo, mientras las enfermeras miraban y les llamaban "escoria judía" a la que "deberían fusilar". Pero el peor pogromo y el más conocido ocurrió en Kielce, el 4 de julio de 1946, después de que un niño llamado Henryk Błaszczyk acusara en falso a un judío de secuestrarle y encerrarle en el sótano del edificio del Comité Judío, en la calle Planty nº 7. El judío acusado por el niño fue arrestado de inmediato y apaleado. Rápidamente se extendió por la ciudad el rumor de que los judíos estaban secuestrando a niños para sacrificarlos en un ritual y se reunió una turba para asaltar el edificio y rescatarles. Finalmente la policía entró por la fuerza y se descubrió que no solo no había ningún niño secuestrado, sino incluso que el edificio no tenía ni sótano, pero ya era tarde. La muchedumbre tiraba piedras contra las ventanas y en algún momento alguien comenzó a disparar. La policía, apoyada por más de cien soldados, abrió fuego, los judíos se defendieron y hubo muertos por ambos lados. Policías y soldados obligaron a los judíos, hombres y mujeres, a salir del edificio dejándoles en manos de la multitud. Los judíos fueron golpeados, apedreados, asesinados a bayonetazos o arrojados por las ventanas. Al presidente del Comité Judío le dispararon por la espalda cuando pedía ayuda por teléfono. En total fueron asesinados 42 judíos en Kielce, incluyendo una embarazada y una mujer a la que fusilaron junto a su bebé recién nacido. Además, otros 80 fueron heridos y se asesinó a 30 más en diversos asaltos a los ferrocarriles locales. Lo llamativo de esta masacre es que toda la comunidad participó en ella, hombres y mujeres, y no solo los civiles, también policías y soldados, es decir, quienes se suponía que debían mantener la ley y el orden.


Los cuerpos de Regina Fisz y su hijo de tres semanas


La violencia antisemita de la posguerra en Europa del Este se puede explicar también por la mala situación económica del momento. La gente culpaba de esa coyuntura en primer lugar a los soviéticos por la destrucción que habían causado, por los saqueos y crímenes sistemáticos que cometían y por las sumas excesivas que exigían como indemnización de guerra. Los comunistas eran responsables de todos los males y en aquella época la gente asociaba inevitablemente el comunismo a los judíos. En segundo lugar, se responsabilizaba a los estraperlistas y los especuladores, a quienes la opinión pública también consideraba judíos. De manera que como se echaba mano de todos los estereotipos contra los judíos habidos y por haber, estos tenían todas las papeletas para sufrir múltiples represalias. A la vez, los comunistas estaban deseando librarse de la imagen de "partido de los judíos" y vieron en ese último cliché una oportunidad para lograr una popularidad de la que andaban muy necesitados. En el verano de 1946 comenzaron a pronunciar discursos contra el mercado negro, que era una forma velada de arremeter contra los "especuladores" judíos. De hecho se imprimieron carteles representando a estos "especuladores" con exagerados rasgos semitas, no muy distintos de las imágenes de "judíos parásitos" de la época nazi. Existen incluso pruebas convincentes sobre la complicidad de las autoridades comunistas en los pogromos de Miskolc o Kielce como un experimento para canalizar la ira popular.

Creo que no hay que dar muchas razones que expliquen la huida de judíos que se produjo en aquellos momentos desde el este hacia el oeste de Europa, especialmente tras el pogromo de Kielce. Al principio esta huida se hizo de forma clandestina y contó con la ayuda de la organización sionista Berihah, pero pronto recibió también la colaboración semioficial de los gobiernos de Europa del Este, deseosos de que los judíos se marcharan de sus países. Es posible que en los cinco años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial huyeran de Europa oriental hasta 300.000 judíos, sobre todo de Polonia. A corto plazo se dirigieron a Alemania, Austria e Italia, pero no se les escapaba la ironía de que tuvieran que ser esos antiguos países del Eje quienes les proporcionaran la salvación. Su objetivo a largo plazo era abandonar la Europa continental. Muchos querían ir al Reino Unido, muchos más a Estados Unidos, pero de lejos la mayoría quería ir a Palestina. Sabían que los sionistas estaban presionando para conseguir el establecimiento allí de un Estado judío, el cual consideraban que  que era el único lugar del mundo donde, para ser realistas, estarían a salvo del antisemitismo.

Por otro lado, tras la derrota del nazismo la URSS seguía también sin ser un lugar seguro para los judíos. Como ya expliqué aquí y aquí, entre 1948 y 1953 Stalin llevó a cabo una sangrienta purga antisemita que se llevó por delante la vida de cerca de un centenar de judíos y que solo acabó cuando el tirano se fue a la tumba. La peculiar psicología del dictador soviético hizo sin embargo que previamente apoyara más que nadie el establecimiento del Estado de Israel en la creencia de que sería un país satélite de la URSS en Oriente Próximo. Así, la Unión Soviética votó en 1947 a favor del plan de la ONU para la partición de Palestina (Resolución 181) en dos Estados, uno judío y otro árabe, con un área bajo control internacional que incluía Jerusalén y Belén. Cuando Israel proclamó su independencia, en mayo de 1948, fue reconocido rápidamente entre otros países por la URSS. Inmediatamente el nuevo Estado fue invadido por sus vecinos árabes y en la sangrienta guerra que siguió, Polonia y Checoslovaquia, ya bajo la órbita soviética, le ofrecieron ayuda: los polacos entrenaron a soldados de Israel y los checoslovacos le enviaron armamento, incluyendo decenas de miles de armas de infantería, municiones y decenas de aviones de caza. Sin embargo pronto se hizo evidente que Israel no iba a abrazar el comunismo, de manera que la política de Stalin hacia el nuevo Estado y los judíos en general cambió radicalmente, lo que hizo que estos comenzaran a marcharse también de la URSS.



Salvo el Reino Unido, todos los países ayudaron a los judíos europeos en su viaje a Palestina, en especial los Estados Unidos, que ejercieron una gran presión diplomática sobre los británicos. Estos intentaban en vano poner freno a la gran afluencia hebrea procedente de Europa. Argumentaban con vehemencia que permitir la huida de los judíos europeos hacia Palestina era un error moral, sobre todo después del Holocausto. Para el Foreign Office "en realidad supondría implícitamente admitir que [los] nazis tenían razón cuando mantenían que en Europa no había sitio para los judíos". El secretario de Asuntos Exteriores británico, Ernest Bevin, creía firmemente que "no hubiera servido de nada luchar en la Segunda Guerra Mundial si los judíos no pudieran quedarse en Europa, donde tenían un papel de vital importancia en la reconstrucción de ese continente". Más allá de sus consideraciones morales, los verdaderos motivos de los británicos eran que necesitaban mantener la estabilidad en su Mandato de Palestina y por tanto trataban de evitar que se originara una situación explosiva entre árabes y judíos en Oriente Próximo. En realidad, y como dije más atrás, esa tesitura la habían propiciado ellos mismos treinta años antes y ahora ya era muy tarde para detenerla. La Marina Real británica interceptaba en el Mediterráneo los barcos que transportaban a decenas de miles de judíos y los desviaban a campos especiales de desplazados en Chipre, pero al final era como tratar de ponerle puertas al campo.

Como ya expliqué, en el verano de 1946 los sionistas comenzaron una campaña de terror contra los británicos en Palestina y al año siguiente estos comenzaron a reducir su presencia militar en Jerusalén. A finales de noviembre de 1947 las Naciones Unidas votaron la concesión a los judíos de una parte de Palestina para que formaran su propio Estado. Y en 1948, tras una guerra muy reñida entre hebreos y árabes, se consolidó por el fin el Estado de Israel: los judíos eran libres de apropiarse de un pequeño rincón del mundo.



Desde entonces ha existido un brutal conflicto entre árabes e israelíes que a día de hoy sigue sin resolverse. Lo que ocurrió en 1948 fue que a los judíos se les presentó una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Después de sufrir persecuciones durante mucho tiempo, especialmente sangrientas en el siglo XX, apenas se les puede culpar de querer fundar su propio Estado. Aunque, en palabras del historiador palestino Walid Jalidi, los árabes "no entendían por qué deberían hacerles pagar por el Holocausto": entre 700.000 y 750.000 palestinos autóctonos fueron expulsados de sus casas en los territorios que conformaron el nuevo Israel.



Para bien o para mal, grandes cantidades de judíos europeos se encontraban al fin en un país donde no solo nadie les perseguiría, sino que ellos eran los amos. Como dice el historiador Keith Lowe, "Israel no solo era la tierra prometida, sino una tierra de promesas".

Con todo, a pesar de la huida de los judíos el antisemitismo continuó sin desaparecer de Europa. Así, tras la Guerra de los Seis Días todos los países del bloque comunista, salvo Rumanía, rompieron relaciones con Israel y en Polonia se desató una purga antisemita. Los judíos polacos fueron tachados de "quinta columna" que actuaba en favor de intereses extranjeros y en 1968 hubo en el país 3.000 detenciones y cerca de 20.000 personas (casi todas judías) tuvieron que abandonar Polonia después de perder su trabajo. Ante esta nueva ola de antisemitismo en Europa del Este, unos 250.000 judíos salieron de la Unión Soviética en los años setenta emigrando en su gran mayoría a Israel.

Como resultado de todo este proceso, las zonas de Europa donde habían vivido los judíos cambiaron de forma inevitable. Así, comparada con el crisol étnico y cultural que había sido antes de la Segunda Guerra Mundial, Polonia era irreconocible. Hay que tener en cuenta que en los años treinta había en Polonia unos tres millones de judíos, de los que perecieron en el Holocausto el 90%. El antisemitismo polaco de la posguerra hizo emigrar a decenas de miles de supervivientes, de forma que a finales de los años sesenta quedaban en el país solo 40.000 judíos. En 1989, cuando cayó el comunismo, había menos de 10.000.

De manera que el Estado de Israel se situó en Palestina porque todo el mundo así lo quiso, salvo los árabes, que nunca tuvieron el poder suficiente para impedirlo. De hecho, y aunque suene triste, podemos decir que la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial es, aún más que en época de Hitler, Judenfrei.


Más información:

-AAVV, "Crónica del Holocausto", Libsa, 2002.

-Caballero Jurado, Carlos, "La espada del islam. Voluntarios árabes en la Wehrmacht", García Hispán, 1999.

-Churchill, Winston S., "La segunda guerra mundial", vol. I, La Esfera de los Libros, 2001.

-Lion Bustillo, Javier, "¿Aliados o enemigos? La SGM en el Próximo Oriente, 1941", HRM, 2013.

-Lowe, Keith, "Continente salvaje. Europa después de la Segunda Guerra Mundial", Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2012.





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