Gary Cooper en la película Solo ante el peligro (1952), de Fred Zinnemann
Tranquilo, ten paciencia; esto es difícil solo al principio, ya lo verás, me dicen. Mientras tanto, sigo esquivando las balas a duras penas y sin saber hacia dónde disparar.
De pequeño iba mucho a Peguerinos con mi familia. A veces de pícnic, otras a buscar leña para la chimenea del apartamento que mis abuelos tenían en San Lorenzo del Escorial. Recuerdo la serpenteante carretera que subía por el monte Abantos, un pantano y un enorme muro de rocas, con alguna en lo alto que parecía mantener un difícil equilibrio. También había una fuente y una acequia con ranas. Solía ver vacas y caballos pastando tranquilos, y paseaba por un bosque de pinos sembrado de helechos y atravesado por un riachuelo.
Anoche soñé que volvía a Peguerinos. Y bueno, hoy he vuelto.
Una de las calamidades que me ha traído esto de ser de ciencias es que mi vida amorosa, hasta ahora, siempre se ha regido según el método científico: prueba y error.