Hitler no era un nacionalista alemán seguro de la victoria de su país que aspirara a ampliar el Estado alemán, sino un anarquista zoológico que creía que debía restaurar el orden natural de las cosas.
Timothy Snyder
La mayoría de los judíos del mundo se salvaron del Holocausto
simplemente porque el poder germano no llegó a los lugares donde vivían y
porque este no suponía ninguna amenaza para los Estados de los que eran
ciudadanos. Los judíos con pasaporte polaco estuvieron a salvo en los
países que reconocían el Estado polaco anterior a la guerra, mientras
que fueron asesinados en los países que no lo reconocían. Los judíos
estadounidenses y británicos estaban seguros, en principio, no solo en
sus países, sino en todo el mundo. Los nazis no se plantearon asesinar a
los judíos que disponían de pasaportes británicos o estadounidenses y,
salvo contadas excepciones, no lo hicieron. La supervivencia judía
dependía pues de la estatalidad. Como hemos visto, el genocidio se acercó al 100% de judíos asesinados en las zonas en las que el Estado fue doblemente destruido por los soviéticos y los nazis (Polonia y los países bálticos, que sufrieron una doble ocupación) y fue de un porcentaje muy elevado en las zonas de la URSS prebélica ocupadas por Alemania. El exterminio tendía a consumarse en el extremo
de la destrucción del Estado y apenas ocurría en el otro extremo, el de la
integridad del Estado, que fue el caso de Dinamarca. En el resto de países que fueron aliados de Alemania o que resultaron ocupados por ella (o ambas cosas), los nazis no lograron completar la Solución Final. Dichos países estaban en la zona intermedia entre los dos extremos que he mencionado, y la política alemana establecía que los judíos residentes allí tenían que ser extraídos, deportados y ejecutados. A pesar
de que en esos países se exterminó a una cantidad espantosa de judíos y
de que estos corrían una suerte mucho peor que sus conciudadanos,
la tasa no fue tan alta como en la zona de no estatalidad. La
escala del sufrimiento del pueblo judío -uno de cada dos fue asesinado-
sobrepasa la de cualquier otro colectivo durante la Segunda Guerra
Mundial. Con todo, la diferencia con la tasa de asesinatos en la zona de
no estatalidad -aquí, de cada veinte judíos diecinueve fueron
asesinados- es enorme y merece ser observada con atención.
Ayer este mi blog cumplió cuatro añitos. Cuatro, como los elementos, como las esquinas, como las estaciones, como los Beatles y Queen, como los Jinetes del Apocalipsis, como las muelas del juicio.
Pues con este blog y un cuatro, aquí está mi retrato.
Hace unos años, José María Aznar decidió soltar una de sus míticas frases lapidarias y proclamó aquello de que el ecologismo es el nuevo comunismo. Lo que está claro es que, en general, el ecologismo le toca bastante las narices al poder, pero en esta entrada pretendo demostrar que, al menos desde el punto de vista histórico, el ecologismo en realidad tiene muy poco que ver con el comunismo. De hecho, en sus inicios el ecologismo era una inquietud de gente más bien de derechas o liberal, pues para la izquierda la prioridad eran el proletariado y la lucha de clases. No es casualidad que el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF en sus siglas en inglés), la organización no gubernamental conservacionista más importante del planeta, fuera creado a comienzos de los años sesenta por un señores de clase alta y conservadores (no deja de tener su lógica que unos conservadores crearan una organización conservacionista -guiño, guiño-). Uno de los cuales, por cierto, estuvo afiliado al Partido Nazi y también fundó el inquietante Grupo Bilderberg: Bernardo de Lippe-Biesterfeld. O que el primer parque natural del mundo, el de Yellowstone, se abriera en EEUU en 1872.
Resulta por ello muy paradójico que hoy muchos ecologistas centren sus ataques en el capitalismo, alegando que este es indefectiblemente dañino para el medio ambiente cuando, para más inri, tradicionalmente han sido los regímenes comunistas los más antiecológicos del mundo con sus brutales colectivizaciones de la agricultura y sus industrializaciones forzadas (que además provocaron la muerte de millones de personas), que combinaban la disfunción económica con la irresponsabilidad medioambiental. Nada más lejos de mi intención que negar los males del capitalismo o defender que ante el cambio climático tenemos que cruzarnos de brazos, pero ver a los neocomunistas del siglo XXI echándole la culpa al capitalismo de los desastres mediomabientales es como si en España el Partido Popular tratara de encabezar la lucha contra la corrupción. Se puede mejorar el capitalismo sin recurrir al leninismo, que en la práctica fue completamente opuesto al ecologismo. Así por ejemplo, la desecación y la contaminación masiva del mar de Aral comenzaron en tiempos de la Unión Soviética y se realizaron de forma completamente intencionada. Este hecho, junto al envenenamiento del lago Baikal, han supuesto catástrofes ecológicas de enorme trascendencia.
Hay más. Durante la Guerra Fría, los soviéticos llevaron a cabo cientos de pruebas nucleares en la isla de Nueva Zembla, incluyendo la de la Bomba del Zar, la mayor explosión provocada por el hombre de la historia. Esta actividad provocó una alta contaminación radiactiva del mar de Barents, al norte de Rusia.
Fue también en aquel mar donde, en los años sesenta, los soviéticos introdujeron el cangrejo rojo gigante para proporcionar un nuevo alimento a la población local. Aunque el animal es apreciado por su carne, como especie invasora está amenazando el ecosistema al devastar los fondos marinos de la zona, y además se está extendiendo hacia el sur por la costa noruega.
Si a comienzos de los años treinta las colectivizaciones en la URSS provocaron millones de muertos (en especial en Ucrania) y destrozaron el campo, entre 1958 y 1961 algo similar ocurrió en la China de Mao Zedong, pero peor. La versión china de la política estalinista de colectivizar (es decir, requisar la comida a los campesinos) e industrializar a marchas forzadas se llamó Gran Salto Adelante, y causó una hambruna que mató a decenas de millones de personas. Fue la mayor hambruna de la que se tiene constancia a lo largo de la historia.
Como Mao seguía el modelo del bueno de Stalin, también aplicó las teorías de un charlatán estalinista con título de ingeniero agrónomo llamado Lysenko, que defendía que la genética mendeliana no era más que una mentira burguesa y que hizo encarcelar y asesinar a cientos de científicos provocando un atraso considerable en las ciencias soviéticas. Los métodos de Lysenko, impuestos a los campesinos chinos, se revelaron desastrosos, arruinaron la agricultura y favorecieron la hambruna. Lysenko no fue destituido como director del Instituto de Genética de la Academia de Ciencias soviética hasta 1965, y a pesar de todo mantuvo su puesto de investigador hasta su muerte, en 1976.
Lysenko
Centrándonos en el tema del ecologismo (o mejor dicho, del antiecologismo), dentro del despropósito general del Gran Salto Adelante podemos destacar la llamada Campaña de las Cuatro Plagas, en la que el Gobierno chino decretaba el exterminio de cuatro especies animales que consideraba letales para las cosechas: mosquitos, moscas, ratones y gorriones. Los gorriones eran los más fáciles de matar, así que se convirtieron en la principal víctima de la campaña. Según el brillante razonamiento de las autoridades chinas, como los gorriones se comían el grano de las cosechas, cuantos más se mataran, más gente se podría alimentar. Se movilizó a toda la población en la guerra contra los gorriones a los que se mataba de todas las formas imaginables: con veneno, destruyendo sus nidos, por agotamiento al asustarlos para que no pudieran dejar de volar, etc. Obviamente no solo morían gorriones, también otras aves. Eso sí, en unos meses los gorriones fueron prácticamente exterminados en China.
En 1960, científicos de la Academia Nacional de Ciencias de Washington publicaron un estudio que demostraba que los gorriones se alimentaban más de insectos que de grano, pero Mao decidió ignorarlo al provenir de un país capitalista, prefiriendo aferrarse al aforismo ren ding sheng tian ("el hombre debe derrotar a la naturaleza"). No obstante, el exterminio de gorriones supuso una grave alteración del ecosistema al desequilibrar la cadena trófica. Es decir, al desaparecer los gorriones, que eran depredadores de los insectos, estos proliferaron de forma masiva. Y en especial lo hicieron las langostas, que devastaron las cosechas agravando notablemente la hambruna. Entonces Mao se dio cuenta de su error y ordenó detener la matanza de gorriones, aunque un poco tarde y sin reconocerlo.
Tratando torpemente de enmendar su error, Mao importó en secreto 200.000 gorriones de la Unión Soviética tras apelar al internacionalismo socialista, pero el daño ya estaba hecho. Desde entonces, los campesinos chinos han continuado la tradición de matar gorriones hasta el punto de que en 2001 se declaró al ave animal protegido en el país.
La población de gorriones continúa descendiendo hoy en China debido a la contaminación y los pesticidas.
En Corea del Norte se llegó a elaborar un "Plan Trienal para Castigar a los Gorriones" pero, viendo los catastróficos resultados que había dado la campaña en China, Kim Il-sung decidió no ponerlo en práctica.
Hasta los años ochenta (es decir, hasta después de la muerte de Mao), las autoridades chinas achacaban la hambruna del Gran Salto Adelante sobre todo a una serie de catástrofes naturales y, en mucha menor medida a errores de gestión. La realidad era exactamente la contraria, pero la mentira criminal ha sido siempre inherente a los regímenes totalitarios.
Mao con Jrushchov en 1958. "Es probable que media China tenga que morir", dijo el Gran Timonel en aquel mismo año
En el siglo XX los seres humanos cazaron casi tres millones de ballenas, la mayoría en la segunda mitad de la centuria. Es quizá la mayor matanza de animales de la historia en términos de biomasa total. En 1946 se creó la Comisión Ballenera Internacional (CBI) para regular la caza y el comercio de los cetáceos, y en 1986 la CBI prohibió la caza de ballenas con algunas excepciones. Durante las cuatro décadas que van de una fecha a otra, la Unión Soviética mató más de 534.000 ballenas, pero declaró ante la CBI un número bastante inferior (¿he dicho que la mentira es inherente a los regímenes totalitarios?). Así por ejemplo, los soviéticos declararon haber cazado menos de 3.000 ballenas jorobadas en el océano Antártico cuando en realidad mataron casi 50.000 amenazando con extinguirlas. La verdad de esta siniestra historia no se ha conocido hasta fechas muy recientes.
Lo absurdo del asunto es que la URSS, al contrario que otros países balleneros como Japón o Noruega, no obtenía casi beneficios de la caza de ballenas. A menudo, en los balleneros soviéticos se separaba la grasa de los animales muertos para transformarla en aceite y se abandonaba el resto del cuerpo en el mar. Como la industria ballenera en la URSS era estatal, la caza masiva se hacía solo por aumentar la producción, no importaba si era sostenible porque daban igual los beneficios. Se trataba de cumplir los planes estatales sin más, y se premiaba a los que lograban cazar más ballenas como si fueran héroes. Y claro, hablamos de la Unión Soviética, así que también se castigaba a los perdedores, que a veces eran las mismas personas. A un tipo llamado Aleksandr Dudnik, pionero de la industria ballenera soviética, lo condecoraron en 1936 con la Orden de Lenin, y dos años después, cuando no alcanzó los objetivos de producción, lo encarcelaron acusándole de ser un agente japonés.
No quiero dejar de mencionar el tremebundo caso de Norilsk, la ciudad más septentrional del mundo. Situada en el Círculo Polar Ártico, empezó siendo un campo de concentración del Gulag cuyos presos trabajaban bajo condiciones infrahumanas en las minas de níquel, a consecuencia de lo cual varios miles de ellos murieron. Por cierto, en el invierno de 1941 a 1942 fueron enviados a Norilsk medio centenar de marinos republicanos españoles que habían quedado atrapados en la URSS tras la Guerra Civil: ocho de ellos murieron en un par de meses y un noveno se suicidó. Con el tiempo Norilsk terminó transformado en un territorio apocalíptico azotado por el azufre, la lluvia ácida y la nieve negra.
Para terminar, habría que añadir que el accidente de Chernóbil, ocurrido en la Unión Soviética en 1986, es junto al de Fukushima (Japón, 2011), el accidente nuclear más grave sucedido hasta ahora (y esperemos que siga siéndolo), y uno de los peores desastres medioambientales de la historia. El accidente de Chernóbil fue la consecuencia de una chapuza tras otra, del secretismo de la URSS y de un modo de hacer las cosas contaminante de por sí. Por si todo ello no fuera suficiente, tuvo como colofón una respuesta absolutamente criminal por parte de las autoridades soviéticas. Y es que Chernóbil no fue el primer accidente nuclear de la historia soviética, simplemente fue el peor.
Una de las peores consecuencias del comunismo fue su herencia económica, estrechamente ligada a su irresponsabilidad ecológica. Así, el envenenamiento del lago Baikal, la desaparición del mar de Aral o la lluvia ácida que caía en los bosques de Bohemia no solo son catástrofes medioambientales, sino una enorme hipoteca para el futuro, pues antes de invertir en nuevas industrias, habría que desmantelar las antiguas y enmendar los errores cometidos.
En resumen, los regímenes comunistas, como el de la URSS o el de China, llevaron a cabo crímenes ecológicos masivos que además eran de lo más estúpidos, sencillamente porque el medio ambiente les importaba un bledo. El comunismo es una ideología creada en el siglo XIX para los obreros industriales, de ahí que cuando llegó al poder en Rusia, China y otros lugares, uno de sus objetivos primordiales fuera industrializar a marchas forzadas y costara lo que costara. Por eso mató de hambre a millones de campesinos y por eso a los comunistas tradicionalmente les daba igual la ecología, porque sus ideas no eran ecologistas, sino industrialistas. Fue precisamente el último desastre ecológico provocado por las autoridades soviéticas, el accidente de Chernóbil, lo que puso de manifiesto la incompetencia y la brutal mentira del comunismo y, por tanto, llevó a la caída del régimen. Y es que, como decía antes, la mentira constante y la huida hacia adelante siempre han formado parte intrínseca de esas dictaduras.
Y luego ya, por fin, casualmente tras la caída de la URSS, se inventó el ecosocialismo al que se apuntaron rápidamente muchos partidos comunistas, reciclados o no.
Posdata y actualización:
En 2019 hemos sabido que "el colapso de la Unión Soviética redujo las emisiones de CO2", puesto que "el sistema de economía centralizada del comunismo soviético era una máquina de emitir los GEI más importantes, metano, CO2 y óxido nitroso". Qué cosas.
Más información:
-AAVV, "El libro negro del comunismo", Planeta/Espasa, 1998.
-Alexiévich, Svetlana, "Voces de Chernóbil", Debolsillo, 2019.
-Chang, Jung y Halliday, Jon, "Mao, la historia desconocida", Taurus, 2006.
-Judt, Tony, "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945", Taurus, 2006.
Mucho se habla de los crímenes nazis, o del fascismo en general. También con frecuencia se mencionan los del comunismo, haciendo especial hincapié en las hambrunas. Yo mismo en este blog me refiero una y otra vez a todo ello, pero hoy quiero dedicar esta entrada a otras maldades menos conocidas, las del capitalismo, de las que ya hablé de forma genérica en otra ocasión. Mencionar los crímenes del capitalismo puede traernos a la cabeza en primer lugar el imperialismo estadounidense, un fenómeno asimismo muy trillado, sobre todo en círculos izquierdistas. Pero los responsables de lo que vamos a hablar hoy no son tampoco los yanquis, sino los británicos.
El Reino Unido, que al fin y al cabo es la cuna del capitalismo y de la Revolución Industrial, tiene tras de sí un largo historial colonialista y de crímenes de masas. Dejando aparte su sangrienta relación con Irlanda, de la que me ocuparé después, y por poner algunos ejemplos, resulta que la política colonial británica provocó una serie de hambrunas en la India que se llevaron por delante a decenas de millones de personas. La época victoriana fue en realidad un largo y oscuro periodo plagado de episodios que compiten entre sí por su brutalidad. El Imperio británico fue el primer gran narcotraficante de la historia, pues en el siglo XIX extendió el consumo de opio por China y lo hizo a la fuerza, gracias a dos guerras. El lado mafioso del Imperio británico quizá tuvo un exponente muy claro durante la Guerra de la Triple Alianza. Con el objeto de beneficiar sus intereses económicos, parece ser que la diplomacia británica azuzó en 1864 un conflicto contra Paraguay que se saldó con la devastación de este país y un genocidio: el de casi todos sus varones mayores de doce años, un desastre demográfico del que tardaría en recuperarse. Ya en el siglo XX, los británicos tuvieron un papel estelar en los orígenes del conflicto árabe-israelí. En plena descolonización, los británicos llevaron a cabo un genocidio en Kenia que se saldó con cientos de miles de personas asesinadas después de que se encerrara a un millón y medio en campos de concentración. Y en tiempos más recientes, el Reino Unido participó muy activamente en la absurda invasión de Irak liderada por el presidente de EEUU, George W. Bush, que contribuyó notablemente al auge del islamismo radical en la zona.
Pero vamos con Irlanda. Tras una tenaz resistencia que duró centenares de años, a mediados del siglo XVII las tropas inglesas comandadas por Oliver Cromwell consumaron la conquista de aquel país, que fue despiadada y sangrienta a más no poder. Las consecuencias de estos hechos fueron absolutamente criminales. Hasta el siglo XIX, y a través de las Leyes Penales (también vigentes en Gran Bretaña, aunque menos duras que en Irlanda), los católicos irlandeses -que eran más del 80% de la población- tuvieron prohibido estudiar, votar, ocupar cargos políticos o puestos de funcionarios, ingresar en un gremio profesional o en el Ejército, vivir en una ciudad o a menos de ocho kilómetros de alguna, y poseer tierras. Los irlandeses eran parias en su propia tierra.
Al llegar el siglo XIX la situación mejoró, pero la gran mayoría de los católicos irlandeses vivían en condiciones de pobreza y tres cuartas partes de los trabajadores estaban en paro, mientras la población crecía de forma exagerada. Casi todos los representantes de Irlanda en el Parlamento británico eran terratenientes ingleses o de origen inglés, y a su vez, la mayor parte de las tierras eran de estos terratenientes. Muchos campesinos irlandeses trabajaban en esas tierras, cuyos propietarios en no pocos casos vivían en Inglaterra. Los alimentos y las rentas obtenidas de las tierras se enviaban entonces a Inglaterra, en un prolongado saqueo inhumano, organizado e institucionalizado. Los campesinos subsistían casi exclusivamente a base de patatas obtenidas en la huerta familiar. Las bases para una catástrofe estaban bien asentadas y solo era cuestión de tiempo que esta ocurriera.
Y el cataclismo llegó en 1845 en forma de organismo microscópico: un protista, similar a un hongo, llamado Phytophthora infestans y más conocido como tizón tardío, que destruyó tanto las plantas de la patata como los tubérculos almacenados. Parece ser que el microorganismo iba en el guano que transportaban los barcos desde Sudamérica al resto del mundo para ser utilizado como fertilizante. Precisamente el guano era el producto más importante del comercio entre la costa sudamericana e Irlanda. Hay que decir que la penuria de la patata no afectó solo a Irlanda, sino a toda Europa. Esto significó que todo el Reino Unido se vio perjudicado, pero curiosamente solo Escocia y sobre todo Irlanda padecieron hambruna. Como es obvio, una hambruna se produce no por falta de patatas, sino de alimentos. La patata no es lo único que se puede comer. La crisis alimentaria que afligió a Europa a mediados de la década de 1840 no provocó una catástrofe humana como la de Irlanda en ningún otro lugar.
Escribe el catedrático de Biología Celular José Ramón Alonso que "Phytophthora podía haber causado un daño menor pero las políticas de los dirigentes ingleses se movieron en un rango que va de la crueldad a la ineptitud pasando por la arrogancia, el desprecio y la codicia". Según escribió en 1860 el periodista y activista irlandés John Mitchel: "El Todopoderoso, de hecho, envió la plaga de la patata, pero los ingleses crearon la hambruna".
La respuesta de las autoridades británicas ante el hambre que comenzó a asolar Irlanda fue criminal. Las patatas se pudrían, pero los trigales no se veían afectados. No obstante, los irlandeses no podían acceder al trigo, pues pertenecía a los ingleses y se continuaba exportando desde Irlanda a pesar de la hambruna. Los barcos con víveres tardaban meses en llegar y muchos terratenientes expulsaban a sus aparceros para no tener que ayudarlos o porque estos no podían pagar el arriendo.
La Triple Alianza de la Hambruna, el Desahucio y la Coerción
El Gobierno británico, dirigido desde 1846 por John Russell, y sobre todo Sir Charles Trevelyan, encargado de administrar la ayuda a Irlanda, decidieron aprovechar la hambruna para poner en práctica las ideas sobre el libre mercado, el laissez faire y las teorías malthusianas sobre la superpoblación. De esa forma se limitó severamente la asistencia a Irlanda, puesto que las autoridades británicas estaban en contra de cualquier intervención del Estado y opinaban que debían ser los propios irlandeses quienes costeasen las ayudas que necesitaran gracias a la iniciativa privada. Vaya, que tenían que apañárselas solitos para salir del entuerto. Como los campesinos que poseían alguna tierra dejaron de recibir ayudas, tuvieron que malvenderlas a los grandes señores para que sus familias no murieran de hambre. En palabras de Trevelyan, la hambruna era "una calamidad enviada por Dios para enseñar a los irlandeses una lección" a la vez que "un mecanismo efectivo para reducir la población excedente". Añadió que "el verdadero mal con el que tenemos que lidiar no es el mal físico de la hambruna, sino el mal moral del carácter egoísta, perverso y turbulento del pueblo".
Sir Charles Trevelyan
Nada como unos seres inferiores -en este caso los irlandeses, desde el punto de vista inglés- para experimentar con ellos. Nassau William Senior, economista, profesor en la Universidad de Oxford y asesor del Gobierno británico, lamentó sin embargo que la hambruna irlandesa "would not kill more than one million people, and that would scarcely be enough to do any good" ("no mataría más que un millón de personas, y eso apenas sería suficiente para hacer algo bueno"). Parece bastante claro que las autoridades británicas decidieron llevar a cabo una limpieza étnica como Dios manda en Irlanda por motivos racistas. La hambruna se prolongó hasta 1852, mató a un millón de personas en Irlanda e hizo emigrar a otros dos millones, la mayor parte a EEUU y Canadá. El país perdió así más de la cuarta parte de su población.
La Gran Hambruna irlandesa fue el culmen de la colonización inglesa de la isla. Resultó ser la consecuencia lógica de la larga y brutal explotación de Irlanda en todos los terrenos: económico, social, político y biológico. Recordemos, por cierto, que antes de la colonización Irlanda estaba poblada de bosques que fueron diezmados por los ingleses para construir barcos y por el uso de la madera como carbón vegetal durante la Revolución Industrial. Esta masiva deforestación alteró radicalmente el ecosistema y la apariencia física de Irlanda. Además, muchas de sus especies animales, como el lobo, fueron cazadas hasta su extinción.
La hambruna supuso un punto de inflexión en la historia de Irlanda. Sus efectos cambiaron para siempre el panorama demográfico, político y cultural de la isla. Quedó grabada a fuego en la memoria colectiva de los irlandeses y potenció su nacionalismo (hago un inciso para resaltar la extrema demagogia de quienes igualan las motivaciones de ciertos nacionalismos españoles con la del irlandés: ni el País Vasco, ni Cataluña, ni Galicia han recibido jamás un trato ni remotamente similar al de Irlanda).
Monumento conmemorativo en Dublín
En 1997, con motivo del 150º aniversario del desastre y en el marco del conflicto norirlandés, el primer ministro Tony Blair reconoció tímidamente la inacción del Gobierno británico durante la hambruna de la patata. Tony Blair, que seis años más tarde participaría de forma entusiasta en la invasión de Irak, y por lo que a su vez también pediría disculpas en 2015. En fin. Por fortuna, en esta aterradora historia también hay algún espacio para la bondad. Cuando tuvo noticias de la hambruna, el sultán turco Abdülmecid I mostró su intención de enviar 10.000 libras de ayuda a los campesinos irlandeses, pero la reina Victoria le pidió que mandara solo 1.000, pues ella no había donado más que 2.000. El sultán así lo hizo, pero envió a escondidas tres barcos llenos de comida. Los tribunales británicos trataron de bloquearlos, pero los marineros turcos se saltaron las normas, llevaron la comida al puerto de Drogheda y la descargaron, jugándose una posible estancia en la cárcel. Este relato viene muy a cuento en una época como la actual, en la que desde el Occidente cristiano se criminaliza todo lo que provenga de los incivilizados países musulmanes. Y hubo también por entonces otro pueblo de salvajes que mostró bastante más humanidad que los supuestamente civilizados británicos. Los choctaws son unos indios norteamericanos que en 1831 fueron obligados por el Gobierno estadounidense a abandonar sus tierras ancestrales, cruzar el Misisipi y establecerse en el oeste. Las condiciones del viaje fueron terribles, de forma que de los 17.000 hombres, mujeres y niños que iniciaron el viaje, entre 2.500 y 6.000 murieron de agotamiento, hambre, enfermedades y frío. Hay que decir que en esos años hubo otras tribus que corrieron la misma suerte que los choctaws, en lo que se conoce como el Sendero de Lágrimas (Trail of Tears). Pues bien, dieciséis años después, los choctaws se enteraron de la hambruna en Irlanda, se identificaron con aquellos campesinos que estaban muriéndose de inanición y juntaron todo lo que pudieron para ayudarlos. Reunieron en total 710 dólares (casi 20.000 dólares actuales). En 1995, Mary Robinson, por entonces presidenta de Irlanda, rindió homenaje en agradecimiento a la nación Choctaw.
Mary Robinson saluda al líder de la nación Choctaw, Hollis E. Roberts
Choctaw Give Aid to the Irish, por America Meredith
Kindred Spirits ("almas gemelas"), una escultura de Alex Pentek inaugurada en junio de este año en Midleton, Irlanda, como agradecimiento a la nación Choctaw Termino recogiendo de nuevo unas palabras del catedrático José Ramón Alonso: "Phytophthora infestans sigue causando un daño a las cosechas de patata estimado en unos 5.000 millones de euros anuales y es necesario seguir buscando medios para hacer a las patatas más resistentes o para tratar la infección pero es que además, a veces, la estupidez, la avaricia o el racismo, hacen que el daño sea aún mayor".
Revisado y ampliado el 6 de diciembre de 2017. Más información: -Alonso, José Ramón y González, Yolanda, "Botánica insólita", Next Door Publishers, 2016. -Roca Barea, María Elvira, "Imperiofobia y leyenda negra", Siruela, 2017. https://es.wikipedia.org/wiki/Gran_hambruna_irlandesa
Andrea Levy Soler es una joven abogada y política española, diputada en el Parlamento de Cataluña por el Partido Popular. A raíz del reciente atentado en Berlín, que ha dejado doce muertos y decenas de heridos, resulta que Levy ha responsabilizado nada menos que a toda la civilización islámica de este tipo de ataques terroristas. Su compañera de partido Lola Merino ha ido más lejos y ha aprovechado para arremeter contra los refugiados. Según el escritor Jorge M. Reverte, Levy no anda muy lejos de la verdad.
En fin, me parece muy preocupante que esta clase de juicios de valor sea cada vez más habitual entre los políticos y analistas varios, sobre todo teniendo en cuenta el auge generalizado de la xenofobia que vivimos últimamente. Por desgracia es muy cierto eso de que la historia se repite, no sé si por ignorancia de la gente, como apuntaba Santayana, por estupidez o por ambas. En su día se criminalizó a los armenios, a los burgueses, a los enemigos del pueblo, a los judíos, a los comunistas, a los tutsis y a tantos otros. Ahora toca hacerlo con los musulmanes, los refugiados, los inmigrantes, y ya se está empezando a identificar a todos ellos con el fanatismo y el terrorismo, igual que hace no mucho se identificaba a los judíos con los temibles comunistas. El resultado siempre es el mismo: cientos de miles o millones de inocentes que vienen muy bien como chivos expiatorios, una masa de desgraciados a los que responsabilizar de los problemas del mundo y así quedarnos tranquilas y satisfechas las personas de bien.
Luego las generaciones venideras se preguntarán cómo fuimos capaces de cometer semejante barbaridad y bla, bla, bla... hasta que la caguen igual con otro enorme grupo de gente.
Dejo un enlace por si interesa, aunque bueno, ahora no conviene recordar por ejemplo que el concepto de "guerra santa" lo inventó el papa Urbano II, promotor de la Primera Cruzada:
Si el líder dice de tal evento esto no ocurrió, pues no ocurrió. Si dice que dos y dos son cinco, pues dos y dos son cinco. Esta perspectiva me preocupa mucho más que las bombas.
"1984", de George Orwell
El otro día supimos que hace cuarenta años el por entonces presidente del Gobierno español, Adolfo Suárez, no sometió a referéndum la monarquía porque las encuestas decían que perdería. Se lo confesó a la periodista Victoria Prego en 1995, eso sí, tapándose el micrófono para que no se le oyera. Pero se le oyó.
Resulta que Felipe González y los líderes extranjeros presionaban al presidente del Gobierno para que hiciera un referéndum sobre monarquía o república, pero como las encuestas decían que la monarquía perdía, Suárez decidió colarla en la Ley para la Reforma Política de 1977 y así evitar tener que hacer la consulta. Aquella ley, que supuso la transformación de la dictadura franquista en un régimen democrático, sí se sometió a referéndum, claro, porque la alternativa era que las cosas siguieran como estaban, y se aprobó. Y con ella se aprobó de forma implícita la monarquía metida con calzador. Hecha la ley, hecha la trampa, como se suele decir. La noticia no es que en la Transición hubiera reforma en lugar de ruptura, algo harto conocido, ni que llevemos cuarenta años con una monarquía que al fin y al cabo restauró Franco, no, la noticia es que por lo visto y según las encuestas, si le hubieran dado a elegir la gente habría preferido ruptura, es decir, república. Y entonces se optó por no preguntar a la gente no fuera que las encuestas acertaran y se votara lo que no se debía votar. Al menos esto es lo que dijo Suárez hace veintiún años.
Y bueno, no ha pasado nada. Los medios en general han reaccionado quitándole importancia al asunto. Victoria Prego ha defendido que no se emitieran las declaraciones de Suárez en su momento y, aunque reconoce que sí, que tras la muerte de Franco un referéndum le habría dado el triunfo a la república, a la vez justifica la monarquía porque está en la Constitución. Y punto. Pedro G. Cuartango, director de El Mundo, despacha las palabras de Suárez alegando que en 1995 el hombre ya estaba demenciado y por tanto no sabía lo que decía, y achaca el revuelo al "revisionismo en las redes". Pero quiero detenerme en este artículo, "Larga vida a la monarquía", de Víctor Lapuente Giné, aparecido en El País, porque creo que no tiene desperdicio. El autor se pregunta si los españoles estaríamos mejor con una república, añadiendo que los países mejor gobernados del mundo están encabezados por monarquías constitucionales. Dejando aparte que es una afirmación harto discutible de por sí, confunde además el término constitucional con parlamentaria, pues los ejemplos que pone (de las antípodas a Canadá, pasando por los países nórdicos) son más bien monarquías parlamentarias, es decir, aquellas en que los reyes no gobiernan y a los que por tanto difícilmente se les pueden adjudicar los méritos de sus administraciones. Al final se contradice y da a entender que precisamente lo bueno de estos reyes es eso, que no gobiernan. Según pone, las repúblicas entrañan más riesgos que las monarquías constitucionales. Los jefes de Estado elegidos en las urnas pueden caer en la tentación de extralimitarse en sus funciones, dice. Menos mal que un rey constitucional solo puede vivir a cuerpo de sí mismo (junto a su familia, amantes y amiguetes varios), con varios palacios a su disposición y organizando cacerías de osos y elefantes por el mundo. Todo ello pagado con el dinero de los contribuyentes, claro. Supongo que esas son sus funciones, aunque de todas formas un rey constitucional puede hacer lo que le venga en gana porque, total, tiene inmunidad jurídica, tal y como recoge la sacrosanta Carta Magna. Y el último argumento que esgrime contra la república es sacar a colación las actuales Italia y Grecia, que le parecen al autor poco ejemplares. Seguramente sus ciudadanos no sabían lo que hacían cuando eligieron en sendos referéndums echar a sus respectivos reyes. Con lo felices que vivían los italianos con su rey constitucional Víctor Manuel III, que aceptó que el país se convirtiera en una dictadura fascista que los acabó metiendo en la Segunda Guerra Mundial del lado de los nazis. En 1946, con todo el país arrasado por la guerra, los italianos estaban mucho mejor que ahora, hombre, dónde va a parar. Los monarcas constitucionales griegos, por su parte, también aceptaron la instauración de dictaduras, faltaría más. Como hizo Alfonso XIII en España, sin ir más lejos.
Un artículo para enmarcar, vaya.
Me parece muy probable que una consulta celebrada en 1976 le hubiese dado la victoria a la opción republicana, no solo por lo que dijeran las encuestas, sino por los propios resultados de las elecciones generales de 1977. Si nos fijamos, la suma de votos de UCD y AP -los partidos que presuntamente defendían la monarquía- es inferior a la de los del PSOE -hasta entonces rupturista- más los del PCE, del partido socialista de Tierno Galván y de los nacionalistas catalanes y vascos. Incluso si añadimos al lado monárquico a los democristianos de Ruiz-Giménez y Antón Cañellas, la mayoría sigue estando de parte de los republicanos.
Parece bastante claro que la tan ensalzada Transición resulta cada vez menos modélica. Volviendo al ejemplo de Italia, en 1946 el fascismo había sido derrotado en aquel país, pero en la España de finales de los setenta definitivamente no. Lo que ha salido a la luz es la prueba definitiva de que hace cuarenta años hubo en España un nuevo despotismo ilustrado, un pasarse por el forro la voluntad de la gente porque es boba y no sabe lo que le conviene. Suárez, el jefe de gobierno modelo de nuestra democracia, actuó de forma completamente injustificable desde el punto de vista democrático. Es, en definitiva, un problema ético de dimensión nacional. Pero no pasa nada. Es más, el tono dominante es defender a Suárez y al rey. Luego todos nos llevamos las manos a la cabeza cada vez que aflora un nuevo caso de corrupción, pero claro, si nos parece aceptable olvidarnos de la ética en un caso tan obvio y tan grave como el que nos ocupa... pues no sé de qué nos quejamos. Dejemos a los políticos que sigan haciendo lo que les salga de las narices y ya está.
Habla, pueblo, se decía por entonces, cuando el lema honesto habría sido Habla, pueblo... pero hasta cierto punto, no te pases. Y en esas seguimos.
Parece ser que en estos tiempos modernos e informatizados es habitual que la gente acuda a los hospitales pidiendo que se borren determinados episodios y datos de sus historiales clínicos, como si la vida fuera un vulgar buscador de internet. Vivimos en una época en que la información, por lo general, está más disponible que nunca, pareciera que al alcance de cualquiera, lo que creo que potencia ciertos comportamientos obsesivos la mar de interesantes. Están los que tratan de ocultarse desesperadamente, los celosos de su intimidad, los desconfiados, los paranoicos, los neuróticos. También están los cotillas, los morbosos, los que exploran sin descanso la vida de los demás, los que husmean incluso donde no deben. Y finalmente están los exhibicionistas sin complejos, los que no pueden dejar de contar cada cosa que hacen y enseñar cada lugar que visitan al instante. Yo, como en otros aspectos, siento que vivo desubicado, porque acostumbro a exponer mi vida impúdicamente ante todo el mundo y de mil formas distintas, pero en diferido. Hablo de mi pasado y lo destapo sin tapujos, el lejano y el reciente, mis pocas grandezas y mis muchas miserias. Quizá como catarsis, quizá como forma de superar los daños, quizá porque pienso que no tengo nada que esconder, quizá porque sea un completo sinvergüenza (y sin duda un egocéntrico), quizá por reírme de mí mismo, quizá porque no quiero arrepentirme de nada. No solo no borro mi historial, sino que lo cuento.