Es madrugada y estamos en la cama. Afuera llueve y sopla el viento, señal inequívoca de que el verano se ha ido y con él las vacaciones, por desgracia. Sueño que navego en un frágil esquife sin más compañía que las olas, haciendo frente a los elementos que amenazan con echarme al agua y que me ahogue irremediablemente. Suena un ruido estridente y pienso que el cielo ha caído sobre mi cabeza, como si fuera un galo de la aldea de Astérix, pero no es más que la alarma de tu móvil, que me despierta sin ninguna consideración. La cosa me fastidia bastante, porque me cuesta mucho conciliar el sueño últimamente. Bueno, digamos que me cuesta mucho conciliar el sueño en general. Siento el impulso de decirte que hagas el maldito favor de no dejar la alarma puesta a esas horas nunca jamás, al menos cuando duermas conmigo, pero entonces abro los ojos y te veo. Te veo cómo te incorporas con tu carita de dormida y apagas tranquilamente ese molesto sonido, y cómo luego te acercas y me abrazas. Sin pronunciar una palabra nos besamos, nos tocamos por todas partes y, claro, terminamos follando como si no hubiera un mañana. Después seguimos abrazados y nos volvemos a dormir. Y así, sin querer, evitamos una discusión absurda transformando el hastío y la tensión en sexo y ternura. Sin darnos cuenta conseguimos que los roces sean caricias y no peleas.
Y al día siguiente pienso, como otras veces, en la suerte que tengo de estar contigo.