-Bueno, y para el colesterol. Y luego la de la tensión. Y para la próstata. Y la del ácido úrico.
-¿Fuma?
-No. Seis o siete cigarrillos al día, como mucho.
-¿Bebe?
-No.
-¿Nada?
-Bueno,
lo normal: un poco de vino con las comidas. Algún carajillo por las
mañanas. Y alguna cerveza antes de comer, o por la tarde. Pero vamos,
nada. Y luego el fin de semana sí bebo algo más. Pero poca cosa.
Tenemos a un paciente polimedicado, fumador y alcohólico crónico que padece un serio trastrono de negación de la realidad.
Tratar de ser un empresario de éxito -de forma honrada y legal- es fascinante. Te da poderes sobrenaturales, como por ejemplo la capacidad de tener sudores fríos a pesar de que haga un calor asfixiante. Uno se siente como Alfredo Linguini, el inexperto chaval de la peli Ratatouille, aunque sin una rata en la cabeza que le diga lo que tiene que hacer.
Tratar de ser un empresario de éxito de momento me está suponiendo un montón de queyaesdecires, a saber:
-Dormir menos (que ya es decir).
-Más estrés (que ya es decir).
-Muchos más gastos (que ya es decir) sin que aumenten las ganancias (que ya es decir).
-Darle más vueltas aún a todo lo que tengo en la cabeza (que ya es decir).
-Y hablando de la cabeza, que se me caiga más el pelo (que ya es decir).
El otro día, cuando volvía a casa, me encontré con una cucaracha en el rellano del ascensor. Me planté frente a ella. El animal trataba de huir desesperado empotrándose contra el friso, escarbando en un rincón, intentando trepar inútilmente por la pared. Por un momento me dio lástima, pero cedí a esa idea con la que nos criamos desde pequeños: las cucarachas son lo peor, son asquerosas y merecen la muerte. De modo que la pisé. Pero entonces ocurrió algo tremendo: no murió al primer golpe. Se quedó ahí, herida, moviendo sus patas en el aire como si tratara de agarrar la vida que se le escapaba. La pisé más veces, tres, cuatro, no recuerdo cuántas, hasta que expiró.
Este hecho aparentemente insignificante, tan habitual, me inquietó: ¿era realmente necesario matarla? ¿Me había hecho algo malo? ¿El mundo es mejor sin esa cucaracha? Quizá alguien opine que es muy ridículo todo esto, pero hay algo innegable, y es que la maté porque me creía infinitamente superior a ella, porque la despreciaba, vaya. No es algo de lo que sentirse precisamente orgulloso. Es más, el hecho de que solo consiguiera matarla tras varios intentos, mi torpeza para acabar con ella, hizo que me viniera de inmediato a la mente la imagen de (ATENCIÓN, LO QUE SIGUE ES UN DESTRIPE DE LA SEGUNDA TEMPORADA DE "JUEGO DE TRONOS") la desastrosa decapitación de Ser Rodrik Cassel por parte del inútil y lamentable Theon Greyjoy.
Recordé también la muerte del zarévich Alekséi a manos de los bolcheviques, un chaval de trece años, hemofílico, al que tuvieron que disparar varias veces porque se resistía a irse al otro barrio.
Qué fácil es acabar con la vida de los seres indefensos. Y qué brutal. Qué sádico. Aunque la víctima sea una cucaracha. Se me dirá que las cucarachas son plagas, que suponen un riesgo para nuestra salud, pero son excusas: las matamos porque nos dan asco, porque nos sentimos superiores y porque podemos hacerlo. Las matamos de forma masiva, como a las ratas y a otros seres "inferiores", y para ello empleamos venenos, gases tóxicos, lo que haga falta. Incluso echamos mano de profesionales para que lo hagan en nuestro lugar. Entonces las matamos a distancia porque es más cómodo, pero también porque en el fondo nos desagrada hacerlo, porque la distancia evita que eso de exterminar nos afecte. Algo así ocurre cuando se bombardea una ciudad, se mata fácilmente a mucha gente sin que los verdugos queden tocados psicológicamente porque no ven lo que están haciendo, no ven los cadáveres. Por ese motivo los nazis empezaron a asesinar a la gente en cámaras de gas, y eran algunos prisioneros los encargados de encerrar allí a las víctimas y luego de sacar los cuerpos. "Ojos que no ven...".
Se me alegará ahora que estoy desbarrando mucho, que las cucarachas no son personas. Ya, pero cuando los criminales asesinan en masa sienten exactamente lo mismo que cualquiera que decida acabar con estos insectos: asco y superioridad. Cuando aplasté a aquella cucaracha, lo hice con todo el peso del darwinismo social. Esto es lo turbador del asunto.
Matar al débil es cruel siempre, todos lo sabemos. No es más que abuso de poder, tiranía de los más fuertes, desprecio hacia los indefensos. Otra cosa es que a veces nos parezca aceptable, o dónde queramos colocar el límite de nuestra supuesta superioridad.
De pequeño creía que la vida era un viaje hacia el infinito. Una excursión por el espacio y por el tiempo que nunca se detendría, que solo iría de un mundo a otro. Fantasías infantiles, la certeza de los sueños, la épica de los niños. Ahora pensaba en cambio que la vida estaba hecha de finales: el final de la niñez, el final de las películas, el final de las relaciones, el final del amor, el final de las vacaciones, el final de mes, el final del trabajo, el final de la propia vida. Bobadas de adulto.
Vi la última peli de Pixar, Del revés (Inside out), una fábula sobre lo mucho que las emociones influyen en el comportamiento y en las decisiones de la gente. Me gustó, aunque eché de menos alguna referencia a las hormonas, esas reguladoras del funcionamiento de nuestro organismo, por un lado, pero también de las emociones, como todo el mundo sabe. Las hormonas son las auténticas artífices no solo de nuestras apetencias, sino también de nuestra alegría, de nuestra tristeza, de cómo va nuestro humor, vaya. Así, si estamos simpáticos, deprimidos, excitados, estresados, irascibles, histéricos, insoportables, de un humor de perros, si no hay dios que nos aguante, en definitiva, es responsabilidad de las hormonas, nunca nuestra. De ellas dependerían entonces en gran medida las relaciones interpersonales, los encuentros y desencuentros, los amores y los odios, las amistades y las rupturas, los polvos y los lodos. Toda esa locura.
Poderosa fuerza la de las hormonas es, que diría Yoda.
Después de varias sesiones de yoga y de leer veinte libros de autoayuda, descubrió que era una gran persona, que tenía que luchar por cumplir sus sueños, que la vida merece la pena y que no se puede vivir con rencor. Así, mientras afilaba un cuchillo, decidió que en lugar de suicidarse abriéndose el vientre era mucho mejor abrir el de todas las personas que le habían decepcionado.