lunes, 26 de enero de 2015

Dos años




Dos años ya desde que abrí este blog y parece que fuera ayer, como se suele decir.

Lo comencé sin muchas ganas, con la intención de ir publicando artículos sobre historia -los cuales, en su gran mayoría, ya tenía escritos desde años atrás-, y sobre mis historias personales, de forma más o menos explícita. Me he dado cuenta de que todos ellos son deprimentes: los de historia se refieren a diversos desastres de la humanidad -básicamente guerras y crímenes de masas-, y los otros se centran sobre todo en los frecuentes desastres y bandazos de mi vida sentimental. Sí, aunque en ocasiones trate torpemente de revestir mis escritos con humor e ironía, reconozco que en conjunto resultan desoladores. Pero me temo que van a seguir siendo así, pues este blog no es más que un reflejo de mí mismo, de mi interés por la historia de la humanidad -tremendamente deprimente- y de mi necesidad de desahogarme con respecto a mis fracasos emocionales. Espero, al menos, que estos últimos se tomen un largo descanso, eso sí.

En cualquier caso también tengo que felicitarme por haber aguantado dos años publicando aquí y por tener ganas de seguir haciéndolo, qué diablos. Y lo más importante: quiero dar las gracias a todos los que se han tomado la molestia de leerme e incluso de comentar los artículos. Mil gracias, en serio, sin vosotros habría dejado esto hace tiempo.

A por el siguiente aniversario.


jueves, 8 de enero de 2015

Es cuestión de creencias (II)




El reciente atentado en el que unos fanáticos islamistas han asesinado a varias personas en la sede de la revista satírica Charlie Hebdo, en París, para mí es un nuevo ejemplo de lo peligrosa que es la estupidez.

De hecho es que no hay nada peor que la estupidez, como bien apuntó en su día el historiador Carlo Cipolla, el cual incluso estableció unas leyes sobre la misma:

1. Siempre e inevitablemente cualquiera de nosotros subestima el número de individuos estúpidos en circulación.
2. La probabilidad de que una persona dada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona.
3. Una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener ella ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso.
4. Las personas no-estúpidas siempre subestiman el potencial dañino de la gente estúpida; constantemente olvidan que en cualquier momento, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, asociarse con individuos estúpidos constituye invariablemente un error costoso.
5. Una persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que puede existir.


Con frecuencia, como en el caso que nos ocupa, la estupidez va a asociada al fanatismo, a la intolerancia, a la cerrazón, al fervor, a la exaltación, y entonces estamos perdidos. Pero de esto también nos han advertido las personas sabias, como la novelista P. D. James:

Se puede combatir la estupidez, la intolerancia y el fanatismo cuando vienen por separado. Cuando te enfrentas a los tres juntos lo mejor es escapar, aunque solo sea por preservar el propio equilibrio.


miércoles, 31 de diciembre de 2014

lunes, 29 de diciembre de 2014

Las armas químicas y la Guerra del Rif



Cadáveres esparcidos tras el Desastre de Annual (la imagen es de 1922)


En su libro “Guerra química en España, 1921-1945”, José María Manrique García y Lucas Molina Franco, dejando aparte el tema central –el del título del libro-, se plantean por qué se prohíben determinadas armas en los tratados internacionales y otras no.

En realidad la respuesta es simple: para favorecer la supremacía de los más poderosos. Esto ya quedó claro la primera vez que se estableció una prohibición internacional de un arma: la ballesta, auténtica antecesora del arma de fuego, cuyo uso fue proscrito en el Segundo Concilio de Letrán (año 1139) por el papa Inocencio II. Para el Papa las ballestas eran “mortíferas y odiosas a Dios”. La prohibición no sirvió de mucho, pero pretendía mantener la superioridad de las naciones y estamentos que podían permitirse la caballería pesada frente a los más débiles, que podían procurarse arcos y ballestas.


Al hijo que no he tenido



El pequeño MiG con su papá (maqueta de un MiG-29 Fulcrum sobre uno real; la foto la he sacado de aquí)


Ni idea de cómo te podrías llamar. Me da igual que seas niño o niña, o el color de tu pelo. Lo que sí sé es que me gustaría que existieras.

Dicen que la gente no cambia, pero ya lo creo que he cambiado. Me sorprendo a mí mismo una barbaridad escribiendo esto, de hecho. Si me hubieran dicho que yo iba a considerar seriamente tener un hijo, no sé, hace un par de años, habría pensado que me estaban tomando el poco pelo que ya por entonces me quedaba.

Pues sí, resulta que quiero tenerte, hijo mío. A mis cuarenta y dos tacos. Hombre, podrías haberte decidido antes, te aventurarías quizá a decirme. Bueno, pues no me he decidido antes, qué le vamos a hacer. No he sentido la necesidad hasta no hace mucho, así que no me podía decidir antes. Uno debe tener hijos cuando sienta muy claramente el deseo de tenerlos, pienso yo. Y por qué ahora, sería la siguiente cuestión. Pues veamos, había escrito un ladrillaco explicando detalladamente los motivos que se han conjugado en los últimos tiempos para que yo haya tomado esta trascendental decisión, pero en el fondo no importan.

Lo importante es que he cambiado.




sábado, 27 de diciembre de 2014

"When a man loves a woman"





When a man loves a woman 
Can't keep his mind on nothin' else
He'd trade the world
For a good thing he's found
If she is bad, he can't see it
She can do no wrong
Turn his back on his best friend
If he puts her down

"When a man loves a woman", de Calvin Lewis y Andrew Wright


Aquella mañana, Leo se despidió de su mujer dándole un beso con cuidado de no despertarla. Ella a veces se quejaba de estar cansada y era sumamente importante que descansara, ya que se trataba de una mujer con múltiples quehaceres diarios.

Salió duchado y afeitado. Fue al gimnasio antes de trabajar, ya que todo hombre del siglo XXI tiene que hacer deporte y cuidarse, sobre todo para su pareja, aunque sin que ella note que es por eso. A mediodía, durante la comida, le preguntó a su mujer que si estaba bien, puesto que llevaba un tiempo notándola extraña, pero ella le respondió que sí, que todo estaba bien y que no le diera vueltas. Él supo inmediatamente que en realidad no todo estaba bien para su mujer y que él no podría evitar darle vueltas, pero tendría que hacerlo sin que ella lo notara, o al menos sin que lo notara demasiado, ya que su anterior mujer le había abandonado precisamente por eso, por darle demasiadas vueltas a las cosas habiéndose dado cuenta ella (claro que entonces él aún no había evolucionado lo suficiente como para darse cuenta a su vez de estas cosas también). Así que aunque la mujer de uno tuviera un comportamiento extraño, si decía que no le pasaba nada no había que agobiarla a preguntas. A menos que ella indicara lo contrario, claro. O no. Pero todo eso ya lo tenía muy controlado Leo, que para eso era un tipo maduro y seguro de sí mismo. Lo importante era no agobiarla.

Por la tarde, al salir de su bien remunerado trabajo (que le llenaba de orgullo y satisfacción, y que jamás le causaba el menor estrés), Leo acudió a su coach personal. Esto lo hacía porque su mujer le había dicho que no estaría de más que tuviera un coach personal que controlara su vida y así no salirse del camino correcto, aunque a la vez él fuera un tipo maduro y seguro de sí mismo. El coach evitaría que pudiera cometer el menor fallo, que en un hombre lo de cometer fallos y errores es inadmisible de cara a una mujer.

Después Leo quedó un rato a tomar unas cervezas con los amigos (que no amigas), ya que todo hombre tiene que demostrar que es independiente aunque, eso sí, sin hacer que su mujer se sienta sola, celosa o triste por ello.

Más tarde preparó la cena (el hombre moderno tiene que saber cocinar de maravilla), y luego hizo el amor con su mujer (no follaron, hicieron el amor), como siempre que a ella le apetecía.

Tenían un par de hijos, concebidos exactamente cuando había querido su mujer, ni antes ni después. Y dos, el número deseado por ella. Leo era un padre ejemplar, huelga decirlo.

Leo no se enfadaba jamás con su mujer ni la presionaba con nada para no agobiarla -que bastante tenía ella con ocuparse de los asuntos verdaderamente importantes-, pero no por ello dejaba de tener su propia personalidad. Eso sí, le daba la razón a ella cada vez que esta percibía que él podía salirse del camino correcto y le llamaba la atención (a veces de forma enérgica, lógicamente).

Leo se llevaba fenomenal con las amigas de su mujer (recordemos que él amigas no tenía), con los amigos de su mujer y con la familia de su mujer.

Era detallista y cariñoso con su mujer, aunque sin pasarse. Y solo tenía ojos para ella, pero esto se lo tenía que hacer ver de forma moderada y en los momentos oportunos, para no agobiarla o molestarla con estupideces.

Cuando su mujer estaba preocupada por algo, él siempre sabía escucharla y ser paciente. Aunque ella se pusiera algo nerviosilla.

Hombre ingenioso, positivo y con gran sentido del humor, a menudo tenía ideas y planes para entretener o divertir a su mujer, incluyendo escapadas románticas que ella podía anular en el último momento por lo que fuera, cosa que a él nunca le sentaba mal.

Y así de perfecta y feliz transcurría la vida de Leo, entre el gimnasio, el trabajo, el coaching, las cervezas con los amigos (que no amigas), los planes con su mujer y la vida familiar.

Hasta que ella le dejó, claro.


viernes, 26 de diciembre de 2014

Los excesos



Terry Jones en El sentido de la vida (1983), dirigida por él mismo


La medida del amor es amar sin medida

San Agustín


Sentía un amor tan inmenso por su pareja que no le cabía en el cuerpo, así que explotó. Entonces su amor se desparramó por todas partes hasta que se quedó sin nada. Y claro, tuvo que romper la relación.