lunes, 29 de diciembre de 2014

Las armas químicas y la Guerra del Rif



Cadáveres esparcidos tras el Desastre de Annual (la imagen es de 1922)


En su libro “Guerra química en España, 1921-1945”, José María Manrique García y Lucas Molina Franco, dejando aparte el tema central –el del título del libro-, se plantean por qué se prohíben determinadas armas en los tratados internacionales y otras no.

En realidad la respuesta es simple: para favorecer la supremacía de los más poderosos. Esto ya quedó claro la primera vez que se estableció una prohibición internacional de un arma: la ballesta, auténtica antecesora del arma de fuego, cuyo uso fue proscrito en el Segundo Concilio de Letrán (año 1139) por el papa Inocencio II. Para el Papa las ballestas eran “mortíferas y odiosas a Dios”. La prohibición no sirvió de mucho, pero pretendía mantener la superioridad de las naciones y estamentos que podían permitirse la caballería pesada frente a los más débiles, que podían procurarse arcos y ballestas.


Al hijo que no he tenido



El pequeño MiG con su papá (maqueta de un MiG-29 Fulcrum sobre uno real; la foto la he sacado de aquí)


Ni idea de cómo te podrías llamar. Me da igual que seas niño o niña, o el color de tu pelo. Lo que sí sé es que me gustaría que existieras.

Dicen que la gente no cambia, pero ya lo creo que he cambiado. Me sorprendo a mí mismo una barbaridad escribiendo esto, de hecho. Si me hubieran dicho que yo iba a considerar seriamente tener un hijo, no sé, hace un par de años, habría pensado que me estaban tomando el poco pelo que ya por entonces me quedaba.

Pues sí, resulta que quiero tenerte, hijo mío. A mis cuarenta y dos tacos. Hombre, podrías haberte decidido antes, te aventurarías quizá a decirme. Bueno, pues no me he decidido antes, qué le vamos a hacer. No he sentido la necesidad hasta no hace mucho, así que no me podía decidir antes. Uno debe tener hijos cuando sienta muy claramente el deseo de tenerlos, pienso yo. Y por qué ahora, sería la siguiente cuestión. Pues veamos, había escrito un ladrillaco explicando detalladamente los motivos que se han conjugado en los últimos tiempos para que yo haya tomado esta trascendental decisión, pero en el fondo no importan.

Lo importante es que he cambiado.




sábado, 27 de diciembre de 2014

"When a man loves a woman"





When a man loves a woman 
Can't keep his mind on nothin' else
He'd trade the world
For a good thing he's found
If she is bad, he can't see it
She can do no wrong
Turn his back on his best friend
If he puts her down

"When a man loves a woman", de Calvin Lewis y Andrew Wright


Aquella mañana, Leo se despidió de su mujer dándole un beso con cuidado de no despertarla. Ella a veces se quejaba de estar cansada y era sumamente importante que descansara, ya que se trataba de una mujer con múltiples quehaceres diarios.

Salió duchado y afeitado. Fue al gimnasio antes de trabajar, ya que todo hombre del siglo XXI tiene que hacer deporte y cuidarse, sobre todo para su pareja, aunque sin que ella note que es por eso. A mediodía, durante la comida, le preguntó a su mujer que si estaba bien, puesto que llevaba un tiempo notándola extraña, pero ella le respondió que sí, que todo estaba bien y que no le diera vueltas. Él supo inmediatamente que en realidad no todo estaba bien para su mujer y que él no podría evitar darle vueltas, pero tendría que hacerlo sin que ella lo notara, o al menos sin que lo notara demasiado, ya que su anterior mujer le había abandonado precisamente por eso, por darle demasiadas vueltas a las cosas habiéndose dado cuenta ella (claro que entonces él aún no había evolucionado lo suficiente como para darse cuenta a su vez de estas cosas también). Así que aunque la mujer de uno tuviera un comportamiento extraño, si decía que no le pasaba nada no había que agobiarla a preguntas. A menos que ella indicara lo contrario, claro. O no. Pero todo eso ya lo tenía muy controlado Leo, que para eso era un tipo maduro y seguro de sí mismo. Lo importante era no agobiarla.

Por la tarde, al salir de su bien remunerado trabajo (que le llenaba de orgullo y satisfacción, y que jamás le causaba el menor estrés), Leo acudió a su coach personal. Esto lo hacía porque su mujer le había dicho que no estaría de más que tuviera un coach personal que controlara su vida y así no salirse del camino correcto, aunque a la vez él fuera un tipo maduro y seguro de sí mismo. El coach evitaría que pudiera cometer el menor fallo, que en un hombre lo de cometer fallos y errores es inadmisible de cara a una mujer.

Después Leo quedó un rato a tomar unas cervezas con los amigos (que no amigas), ya que todo hombre tiene que demostrar que es independiente aunque, eso sí, sin hacer que su mujer se sienta sola, celosa o triste por ello.

Más tarde preparó la cena (el hombre moderno tiene que saber cocinar de maravilla), y luego hizo el amor con su mujer (no follaron, hicieron el amor), como siempre que a ella le apetecía.

Tenían un par de hijos, concebidos exactamente cuando había querido su mujer, ni antes ni después. Y dos, el número deseado por ella. Leo era un padre ejemplar, huelga decirlo.

Leo no se enfadaba jamás con su mujer ni la presionaba con nada para no agobiarla -que bastante tenía ella con ocuparse de los asuntos verdaderamente importantes-, pero no por ello dejaba de tener su propia personalidad. Eso sí, le daba la razón a ella cada vez que esta percibía que él podía salirse del camino correcto y le llamaba la atención (a veces de forma enérgica, lógicamente).

Leo se llevaba fenomenal con las amigas de su mujer (recordemos que él amigas no tenía), con los amigos de su mujer y con la familia de su mujer.

Era detallista y cariñoso con su mujer, aunque sin pasarse. Y solo tenía ojos para ella, pero esto se lo tenía que hacer ver de forma moderada y en los momentos oportunos, para no agobiarla o molestarla con estupideces.

Cuando su mujer estaba preocupada por algo, él siempre sabía escucharla y ser paciente. Aunque ella se pusiera algo nerviosilla.

Hombre ingenioso, positivo y con gran sentido del humor, a menudo tenía ideas y planes para entretener o divertir a su mujer, incluyendo escapadas románticas que ella podía anular en el último momento por lo que fuera, cosa que a él nunca le sentaba mal.

Y así de perfecta y feliz transcurría la vida de Leo, entre el gimnasio, el trabajo, el coaching, las cervezas con los amigos (que no amigas), los planes con su mujer y la vida familiar.

Hasta que ella le dejó, claro.


viernes, 26 de diciembre de 2014

Los excesos



Terry Jones en El sentido de la vida (1983), dirigida por él mismo


La medida del amor es amar sin medida

San Agustín


Sentía un amor tan inmenso por su pareja que no le cabía en el cuerpo, así que explotó. Entonces su amor se desparramó por todas partes hasta que se quedó sin nada. Y claro, tuvo que romper la relación.




jueves, 18 de diciembre de 2014

lunes, 15 de diciembre de 2014

Las enseñanzas de Múnich



Chamberlain, Daladier, Hitler, Mussolini y Ciano durante los Acuerdos de Múnich, en septiembre de 1938


Mecachis en la mar. Tanto que me gustan el cine y la historia contemporánea desde pequeño y no aprendo. Y eso que ambos ofrecen grandes enseñanzas, aunque claro, hay que saber verlas.

En la primera peli de la saga de El Padrino, el personaje de Peter Clemenza dice algo fundamental: "A Hitler había que pararlo en Múnich".

Cuánta verdad en una sola frase y qué poco nos damos cuenta de ello. O al menos eso me ha pasado a mí.

Como cualquiera sabe, Clemenza se refería al momento en que las democracias (o sea, el Reino Unido y Francia) se bajaron los pantalones ante las pretensiones de Hitler de quedarse con la región de los Sudetes, por entonces perteneciente a Checoslovaquia. Es cierto que aquella región estaba poblada mayoritariamente por personas de origen germano, muchas de las cuales soñaban con que sus tierras formasen parte de Alemania, pero hombre, las cosas se hicieron fatal. En primer lugar no se invitó a la conferencia al principal gobierno interesado, esto es, el checoslovaco. En segundo lugar, no se celebró ningún plebiscito previo en la región, dando por supuesto que sus habitantes iban a estar de acuerdo con Hitler (hubo elecciones después de la anexión en las que los nazis obtuvieron más del 97% de los votos, como no podía ser menos). En tercer lugar, aunque efectivamente una mayoría aplastante hubiese estado de acuerdo con ser ciudadanos alemanes, no se tuvo en cuenta la suerte que, con toda probabilidad, correrían las minorías de la zona, como los judíos, sin ir más lejos. Y en cuarto lugar, y lo más importante, se cedió a las pretensiones de un extremista expansionista (el Anschluss ya había tenido lugar) sin ponerle objeción alguna. Las democracias se pusieron del lado de una dictadura -Alemania- en lugar de apoyar a otra democracia -Checoslovaquia-.

Hitler prometió a cambio que frenaría sus exigencias territoriales, y los dirigentes demócratas se lo creyeron y se felicitaron a sí mismos alardeando de haber salvaguardado la paz.


Chamberlain haciendo el ridículo


Creyeron unas palabras que se llevó el viento, claro.

En marzo del año siguiente Hitler se comió el resto de Checoslovaquia. Meses después se alió con Stalin e invadió Polonia. Entonces el Reino Unido y Francia declararon la guerra a Alemania dando lugar precisamente a aquello que se había pretendido evitar el año anterior, cuando la capacidad militar de los nazis era bastante más débil. Y para colmo, la guerra que comenzó entonces fue la peor de la historia.

Bien, aun a riesgo de que se me pueda acusar de violar la ley de Godwin, afirmo que la enseñanza que hay que sacar de todo esto es obvia: cuando alguien te empieza a joder la vida hay que pararlo al principio, al primer síntoma, como se hace con una enfermedad, porque si no lo haces, si crees sus palabras y cedes a sus pretensiones, te la joderá más aún. Desterremos a los Hitleres de nuestra vida antes de que nos provoquen algún tipo de holocausto.

Claro, has descubierto la pólvora, me dirá alguien. Y sin embargo, ¿cuántos de nosotros no hemos sido unos auténticos Chamberlaines en algún momento de nuestra existencia?


sábado, 13 de diciembre de 2014

El totalitarismo democrático y los crímenes del capitalismo



Censorship, de Eric Drooker


Los totalitarismos clásicos (el nazismo y el estalinismo) afortunadamente desaparecieron hace tiempo, aunque queden supervivencias residuales. Pero, como afirma Alain de Benoist en su interesantísimo libro Comunismo y nazismo“la caída de los sistemas totalitarios del siglo XX no aleja el espectro del totalitarismo. Invita más bien a interrogarnos sobre las nuevas formas que éste podría revestir en el futuro”.

Añade Benoist que “las democracias liberales no están en absoluto inmunizadas, por su propia naturaleza, contra el totalitarismo”.

Explicaré un poco esto.