Aquella pareja decidió no hablarse nunca más: se querían mucho pero no se entendían nada, a pesar de que discutían en el mismo idioma. Fue la primera vez en que estuvieron de acuerdo en algo, y se quisieron para siempre.
viernes, 6 de diciembre de 2013
domingo, 1 de diciembre de 2013
sábado, 30 de noviembre de 2013
Es cuestión de creencias (I)
Napoleón en su trono imperial, de Jean-Auguste-Dominique Ingres
-Buenos días, soy Napoleón y vengo a reclutarle para conquistar Europa.
-¿Napoleón? ¿Qué Napoleón?
-Napoleón Bonaparte.
-Sí, claro. No me creo que usted sea Napoleón. Demuéstremelo.
-Debería usted demostrar que no lo soy, más bien.
martes, 12 de noviembre de 2013
Apolonia
Santa Apolonia, de Zurbarán
Este relato está dedicado a los dentistas y a los catalanes. Está, por tanto, especialmente dedicado a los dentistas catalanes.
Se cuenta que Santa Apolonia, patrona de los dentistas, fue una virgen convertida en mártir cristiana tras morir a manos de los paganos egipcios, allá por el siglo III. Pero la verdadera protectora de los sacamuelas fue otra. He aquí su historia.
La Apolonia de la que hablamos tomó su nombre de una antigua y legendaria ciudad, y fue una joven siciliana que vivió en la segunda mitad del siglo XIII. Culta y educada, llegó a ser amante del mismísimo Carlos de Anjou, hermano del rey de Francia, que por entonces dominaba la isla. Apolonia era una mujer libre, autónoma, y como tal se ganaba la vida bregando en una actividad liberal: era dentista.
De espiritu rebelde e inquieto, Apolonia no fue inmune al hecho de que su amante dominara a los sicilianos a sangre, hierro y fuego. Incapaz de permanecer impasible ante las felonías que los franceses cometían contra su pueblo, respondió al grito de Sicilia abandonando a su amante y echándose al monte al frente de un grupo de insumisos. A la vez que se ocupaba de la salud bucodental de sus hombres, Apolonia lanzaba audaces golpes de mano contra las huestes de Carlos que, herido terriblemente en su orgullo, juró acabar si era preciso con todos los sicilianos hasta dar con la valerosa joven que a sus ojos le había traicionado.
La situación para los insurrectos sicilianos se tornó difícil. La crueldad de los franceses extendió un manto de terror sobre la isla que hacía que muy pocos se atrevieran a unirse a Apolonia. Hasta que, a través de un emisario, el rey Pedro III de Aragón devolvió las esperanzas a los insumisos y a todo el pueblo de Sicilia al ofrecerles su apoyo.
De espiritu rebelde e inquieto, Apolonia no fue inmune al hecho de que su amante dominara a los sicilianos a sangre, hierro y fuego. Incapaz de permanecer impasible ante las felonías que los franceses cometían contra su pueblo, respondió al grito de Sicilia abandonando a su amante y echándose al monte al frente de un grupo de insumisos. A la vez que se ocupaba de la salud bucodental de sus hombres, Apolonia lanzaba audaces golpes de mano contra las huestes de Carlos que, herido terriblemente en su orgullo, juró acabar si era preciso con todos los sicilianos hasta dar con la valerosa joven que a sus ojos le había traicionado.
La situación para los insurrectos sicilianos se tornó difícil. La crueldad de los franceses extendió un manto de terror sobre la isla que hacía que muy pocos se atrevieran a unirse a Apolonia. Hasta que, a través de un emisario, el rey Pedro III de Aragón devolvió las esperanzas a los insumisos y a todo el pueblo de Sicilia al ofrecerles su apoyo.
La alianza entre Apolonia y Pedro desembocó en las famosas Vísperas Sicilianas: una vendetta en la que los sicilianos llevaron a cabo una masacre contra los franceses que terminó con el fin del dominio de Carlos de Anjou en la isla. El propio Carlos, hundido en la desesperación por haberlo perdido todo, no tardó en morir tras una sobreingesta compulsiva de arancini.
Es necesario señalar que estos hechos produjeron una rivalidad terrible entre Aragón y la casa de Anjou que perduró a través de los siglos. Así, cuando Felipe de Borbón, duque de Anjou, se convirtió en rey de España a principios del siglo XVIII, los nobles de la Corona de Aragón, temiendo una posible revancha por parte del francés, se rebelaron contra él dando lugar a una sangrienta guerra civil en el seno de una no menos sangrienta guerra europea. Como ganó Felipe, aún hoy persiste un fuerte sentimiento de honor ultrajado contra sus descendientes y quienes les apoyan en el territorio de la antigua Corona aragonesa que más resistencia ofreció: Cataluña.
Pero volvamos tras este inciso a nuestra heroína, Apolonia. En agradecimiento por su ayuda militar, la joven dentista se ofreció a arreglarle la boca sin cobro alguno a Pedro de Aragón, que al verla quedó prendado por la luz de sus ojos, por su blanca sonrisa, por sus labios carnosos, por sus sinuosas formas. O sea, por lo rebuena que estaba. Como el rey de Aragón, a pesar de ser entrado ya en la cuarentena, se mantenía recio y atractivo, Apolonia accedió a iniciar un romance con él. A partir de entonces, a Pedro se le conocería como el polaco, por aquello de que se estaba trajinando a (A)polonia. Incluso sus habituales acompañantes, casi todos de origen catalán, empezaron a ser motejados de igual forma: los polacos.
Pero el romance, ay, sería tan breve como el anterior. Pedro, coronado nuevo rey de Sicilia, embriagado por sus triunfos y no menos ambicioso y brutal que su antiguo rival Carlos, no tardó en desengañar a nuestra protagonista. Los nuevos señores de la isla perpetraron allí prontamente tal cantidad de perfidias e infamias que dieron origen nada menos que a la leyenda negra española.
Ante semejantes hechos, Apolonia, rota en su interior, se juró a sí misma no volver a besar ni tan siquiera sonreir a un hombre, y para asegurarse de cumplir tal voto se arrancó a sí misma todos y cada uno de sus dientes. Se cuenta que el dolor de su corazón herido le impidió percibir ningún otro, incluyendo el de sus automutilaciones bucales, pero el gesto fue malinterpretado durante siglos en los que se han venido practicando extracciones dentarias sin ningún tipo de anestesia, e incluso de forma doméstica con ayuda de cordeles atados a puertas que se cerraban bruscamente. Tal ha sido la trascendencia de aquellos acontecimientos.
Ante semejantes hechos, Apolonia, rota en su interior, se juró a sí misma no volver a besar ni tan siquiera sonreir a un hombre, y para asegurarse de cumplir tal voto se arrancó a sí misma todos y cada uno de sus dientes. Se cuenta que el dolor de su corazón herido le impidió percibir ningún otro, incluyendo el de sus automutilaciones bucales, pero el gesto fue malinterpretado durante siglos en los que se han venido practicando extracciones dentarias sin ningún tipo de anestesia, e incluso de forma doméstica con ayuda de cordeles atados a puertas que se cerraban bruscamente. Tal ha sido la trascendencia de aquellos acontecimientos.
Después, Apolonia se escapó decidida a luchar por la libertad y el derecho de autodeterminación de los sicilianos, causando esto último una honda impresión en los acompañantes catalanes de Pedro, quienes asombrados por no haber visto jamás un hecho semejante, lo recordarían siempre como el fet diferencial.
Pero la situación había cambiado, los sicilianos estaban cansados de revueltas y Apolonia se encontró sola. Pedro la persiguió al frente de una mesnada y la acorraló nada menos que en la cima del Etna. Allí, frente a Pedro, se despojó de sus ropas y se lanzó desnuda a la lava ardiente derritiéndose cual calcinable en autoclave.
Y así terminó sus días Apolonia, la valiente dentista siciliana, la guerrillera que hizo frente a la tiranía de unos y otros, la mujer que prefirió desdentarse e incluso suicidarse antes que seguir soportando la estupidez de los hombres. Murió igual que vivió: libre.
(Pedro, sumido en una profunda depresión, murió poco después igual que Carlos: tras un atracón de arancini).
Nota: Esta historia es ficticia, aunque todo parecido entre ella y la realidad es bastante. De hecho, para escribirla me he inspirado en algunos hechos reales y además en un cómic: Bois-Maury (11) - Assunta, de Hermann (Norma Editorial).
miércoles, 6 de noviembre de 2013
Publicidad
Érase una vez un tipo al que sus parejas habían abandonado tantas veces, que salió en el anuncio de Él nunca lo haría.
viernes, 1 de noviembre de 2013
Mis novias
-Buenos días, queria comprar una cama grande y me ha encantado ésa.
-Buenos días. Si quiere le puedo enseñar más, que las hay aún mayores.
-No, no hace falta, gracias, le aseguro que esta es la cama de mis sueños. Por cierto, yo vivo lejos. ¿Cuánto me costaría el transporte de la cama hasta mi casa?
-Pues es gratis.
-Ah, muy bien. Oiga, me chifla todo en esta tienda, incluido usted, ji, ji, ji. Creo que conmigo ya tiene una cliente segura.
-Muchas gracias, usted parece la cliente perfecta, je, je.
-Bueno, y a todo esto, ¿qué vale la cama?
-Pues quinientos.
-Mmm... ¿Y podría llevármela hoy y pagar la semana que viene? Es que gastarme ese dinero ahora mismo me viene fatal.
-Me temo que eso no es posible, lo siento.
-Vaya. ¿Y alguna rebaja me podría hacer?
-Sí, claro. Mire, se la dejo rebajada al 50%.
-Vaya. ¿No podría ser al 99%?
-De nuevo me temo que eso tampoco es posible, lo siento.
-Pues qué fastidio.
-Perdone pero, ¿seguro que le interesa a usted la cama?
-Mire, la verdad es que me voy porque necesito estar sola y pensar sobre esto. Y no me mire así, que me agobia.
-Perdone pero, ¿seguro que le interesa a usted la cama?
-Mire, la verdad es que me voy porque necesito estar sola y pensar sobre esto. Y no me mire así, que me agobia.
Y así son siempre mis relaciones con mis sucesivas novias.
jueves, 24 de octubre de 2013
Deseo concedido
Justo Enmedio era una de esas personas que procuran ponerse delante de la puerta del vagón del metro cuando éste llega a la parada, entorpeciendo todo lo posible el paso de los demás viajeros. Como se sentía superior al resto de la humanidad, permanecía impasible ante los ruegos y miradas de reproche de quienes querían bajar o subir al tren y apenas podían por estar él estorbando. "Perdone, ¿me deja pasar?", escuchaba una y otra vez mientras, sin moverse ni un milímetro, pensaba que si esa chusma quería pasar sería por encima de su cadáver.
Cuando esperaba la llegada del metro, se colocaba siempre lo más cerca que podía de las vías, casi en el borde del andén, para que le resultara más fácil su pertinaz tarea obstructiva. Lo tenía todo calculado. Todo salvo que aquel día coincidió en el mismo lugar con una señora que se comportaba de forma similar a él aunque de un modo más violento. El afán de aquella mujer, que atendía al nombre de Becerra Empellón y que por su edad podía ser la madre de Justo, era entrar siempre la primera nada más se abriera la puerta del vagón y así poder ocupar un asiento antes que nadie. Para lograr su propósito, no dudaba en embestir como un miura desbocado a todo el que se le pusiera por delante.
La casualidad quiso que Becerra apareciera en el andén en el momento en que el metro entraba en la estación, y que Justo estuviera exactamente en el punto al que ella se dirigía. La mujer avanzó con paso firme y veloz, apartando a todo el mundo a empujones. Ni frenó ella a tiempo, ni pudo hacerlo el conductor: Justo cayó a la vía y le pasó por encima el metro con toda la chusma dentro.
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