El Tío Sam mandando callar durante la Segunda Guerra Mundial (por León Helguera)
Hay miles de cosas que se dicen muy a la ligera. Como "te quiero" o "tengo mi propio negocio", por ejemplo. Antes de abrir la boca uno debería asegurarse de que son ciertas, o de lo contrario puede dar lugar a tremendas confusiones, engañándose a sí mismo y, lo que es peor, a los demás.
Querer a alguien o llevar un negocio no son tareas fáciles ni baladíes. Ilusionarse con ello sí. Pero recordemos la primera definición que nos da la Real Academia Española de la palabra ilusión:
Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos.
Qué tentador es dejarse querer a cambio solo de bonitas palabras, preocupándonos mucho más de cuánto recibimos que de lo que damos. Qué sugerente es pensar que uno puede forrarse de pasta sin depender de nadie, compatibilizando sin problemas la vida personal y la profesional, teniendo libertad de horarios, dedicándole un mínimo esfuerzo, incluso trabajando desde casa. Qué fácil es vivir en el mundo de las ilusiones, es decir, el de la fantasía y las mentiras. Por un tiempo, eso sí, porque los engaños no suele durar para siempre.
Si en la guerra hay que callar para no revelar la verdad al enemigo, en muchas ocasiones conviene mantener la boca cerrada para no mentirnos a nosotros mismos ni estafar a los que tenemos al lado.
PD: Otro día hablaré del negocio del amor, que es un tema con mucha enjundia.
-Bueno, y para el colesterol. Y luego la de la tensión. Y para la próstata. Y la del ácido úrico.
-¿Fuma?
-No. Seis o siete cigarrillos al día, como mucho.
-¿Bebe?
-No.
-¿Nada?
-Bueno,
lo normal: un poco de vino con las comidas. Algún carajillo por las
mañanas. Y alguna cerveza antes de comer, o por la tarde. Pero vamos,
nada. Y luego el fin de semana sí bebo algo más. Pero poca cosa.
Tenemos a un paciente polimedicado, fumador y alcohólico crónico que padece un serio trastrono de negación de la realidad.
Tratar de ser un empresario de éxito -de forma honrada y legal- es fascinante. Te da poderes sobrenaturales, como por ejemplo la capacidad de tener sudores fríos a pesar de que haga un calor asfixiante. Uno se siente como Alfredo Linguini, el inexperto chaval de la peli Ratatouille, aunque sin una rata en la cabeza que le diga lo que tiene que hacer.
Tratar de ser un empresario de éxito de momento me está suponiendo un montón de queyaesdecires, a saber:
-Dormir menos (que ya es decir).
-Más estrés (que ya es decir).
-Muchos más gastos (que ya es decir) sin que aumenten las ganancias (que ya es decir).
-Darle más vueltas aún a todo lo que tengo en la cabeza (que ya es decir).
-Y hablando de la cabeza, que se me caiga más el pelo (que ya es decir).
El otro día, cuando volvía a casa, me encontré con una cucaracha en el rellano del ascensor. Me planté frente a ella. El animal trataba de huir desesperado empotrándose contra el friso, escarbando en un rincón, intentando trepar inútilmente por la pared. Por un momento me dio lástima, pero cedí a esa idea con la que nos criamos desde pequeños: las cucarachas son lo peor, son asquerosas y merecen la muerte. De modo que la pisé. Pero entonces ocurrió algo tremendo: no murió al primer golpe. Se quedó ahí, herida, moviendo sus patas en el aire como si tratara de agarrar la vida que se le escapaba. La pisé más veces, tres, cuatro, no recuerdo cuántas, hasta que expiró.
Este hecho aparentemente insignificante, tan habitual, me inquietó: ¿era realmente necesario matarla? ¿Me había hecho algo malo? ¿El mundo es mejor sin esa cucaracha? Quizá alguien opine que es muy ridículo todo esto, pero hay algo innegable, y es que la maté porque me creía infinitamente superior a ella, porque la despreciaba, vaya. No es algo de lo que sentirse precisamente orgulloso. Es más, el hecho de que solo consiguiera matarla tras varios intentos, mi torpeza para acabar con ella, hizo que me viniera de inmediato a la mente la imagen de (ATENCIÓN, LO QUE SIGUE ES UN DESTRIPE DE LA SEGUNDA TEMPORADA DE "JUEGO DE TRONOS") la desastrosa decapitación de Ser Rodrik Cassel por parte del inútil y lamentable Theon Greyjoy.
Recordé también la muerte del zarévich Alekséi a manos de los bolcheviques, un chaval de trece años, hemofílico, al que tuvieron que disparar varias veces porque se resistía a irse al otro barrio.
Qué fácil es acabar con la vida de los seres indefensos. Y qué brutal. Qué sádico. Aunque la víctima sea una cucaracha. Se me dirá que las cucarachas son plagas, que suponen un riesgo para nuestra salud, pero son excusas: las matamos porque nos dan asco, porque nos sentimos superiores y porque podemos hacerlo. Las matamos de forma masiva, como a las ratas y a otros seres "inferiores", y para ello empleamos venenos, gases tóxicos, lo que haga falta. Incluso echamos mano de profesionales para que lo hagan en nuestro lugar. Entonces las matamos a distancia porque es más cómodo, pero también porque en el fondo nos desagrada hacerlo, porque la distancia evita que eso de exterminar nos afecte. Algo así ocurre cuando se bombardea una ciudad, se mata fácilmente a mucha gente sin que los verdugos queden tocados psicológicamente porque no ven lo que están haciendo, no ven los cadáveres. Por ese motivo los nazis empezaron a asesinar a la gente en cámaras de gas, y eran algunos prisioneros los encargados de encerrar allí a las víctimas y luego de sacar los cuerpos. "Ojos que no ven...".
Se me alegará ahora que estoy desbarrando mucho, que las cucarachas no son personas. Ya, pero cuando los criminales asesinan en masa sienten exactamente lo mismo que cualquiera que decida acabar con estos insectos: asco y superioridad. Cuando aplasté a aquella cucaracha, lo hice con todo el peso del darwinismo social. Esto es lo turbador del asunto.
Matar al débil es cruel siempre, todos lo sabemos. No es más que abuso de poder, tiranía de los más fuertes, desprecio hacia los indefensos. Otra cosa es que a veces nos parezca aceptable, o dónde queramos colocar el límite de nuestra supuesta superioridad.
De pequeño creía que la vida era un viaje hacia el infinito. Una excursión por el espacio y por el tiempo que nunca se detendría, que solo iría de un mundo a otro. Fantasías infantiles, la certeza de los sueños, la épica de los niños. Ahora pensaba en cambio que la vida estaba hecha de finales: el final de la niñez, el final de las películas, el final de las relaciones, el final del amor, el final de las vacaciones, el final de mes, el final del trabajo, el final de la propia vida. Bobadas de adulto.
Vi la última peli de Pixar, Del revés (Inside out), una fábula sobre lo mucho que las emociones influyen en el comportamiento y en las decisiones de la gente. Me gustó, aunque eché de menos alguna referencia a las hormonas, esas reguladoras del funcionamiento de nuestro organismo, por un lado, pero también de las emociones, como todo el mundo sabe. Las hormonas son las auténticas artífices no solo de nuestras apetencias, sino también de nuestra alegría, de nuestra tristeza, de cómo va nuestro humor, vaya. Así, si estamos simpáticos, deprimidos, excitados, estresados, irascibles, histéricos, insoportables, de un humor de perros, si no hay dios que nos aguante, en definitiva, es responsabilidad de las hormonas, nunca nuestra. De ellas dependerían entonces en gran medida las relaciones interpersonales, los encuentros y desencuentros, los amores y los odios, las amistades y las rupturas, los polvos y los lodos. Toda esa locura.
Poderosa fuerza la de las hormonas es, que diría Yoda.
Después de varias sesiones de yoga y de leer veinte libros de autoayuda, descubrió que era una gran persona, que tenía que luchar por cumplir sus sueños, que la vida merece la pena y que no se puede vivir con rencor. Así, mientras afilaba un cuchillo, decidió que en lugar de suicidarse abriéndose el vientre era mucho mejor abrir el de todas las personas que le habían decepcionado.
Estoy viéndole la boca a una mujer. Sarro a toneladas, muelas podridas, halitosis pestilente. "Es que soy muy marrana", reconoce. Y por si hiciera falta más confirmación, mientras contemplo el panorama se saca tranquilamente un moco, lo hace bolita y lo arroja a un lado. Me digo que menos mal que llevo gafas y mascarilla, porque le podría haber dado por tirármelo a la cara, situada a escasos centímetros de la suya.
Hay personas que dicen tener pánico al dentista. Yo tengo auténtico terror a algunos pacientes.
-Llamaba porque quiero deshacerme de mis malos recuerdos, que me están volviendo loco. No sé, venderlos como si fueran acciones o algo así. Estoy harto de que me atormenten cada poco tiempo.
-Me temo que eso no es posible, caballero. Para lo que usted pretende tendría que cancelar su Cuenta Memoria, y esto podría tener consecuencias trágicas.
-¿Qué consecuencias?
-Bueno, perdería toda su memoria. Tendría una demencia, vaya, y seguramente acabaría usted vegetando en una residencia hasta su muerte.
-¿Y no hay otra forma de borrar tantos recuerdos desagradables que me vienen a la cabeza cada dos por tres? Es que son insoportables.
-No. Verá, si usted quiere tener un hogar tiene que pagar una hipoteca. Del mismo modo, si quiere tener memoria tiene que soportar malos recuerdos. Así es el sistema. Y que conste que no le cobramos comisiones ni nada.
-Así es el sistema que tienen montado ustedes, querrá decir. Que los bancos son lo peor. Tendrían que nacionalizarlos todos.
-Nuestro banco ya ha sufrido intentos de nacionalización en unas cuantas ocasiones. En las dictaduras, concretamente. No querrá usted que el Gobierno controle su mente, ¿verdad? Tendría que estarnos muy agradecido por guardar tan celosamente sus recuerdos. Por otro lado, el Banco de los Recuerdos es una entidad milenaria que siempre ha cumplido su labor sin tacha alguna. Al ocuparnos asimismo de la memoria colectiva de los pueblos, realizamos una importante obra social, que es algo que está muy de moda entre los bancos en los últimos tiempos. Hemos llegado a acuerdos con distintos gobiernos en asuntos referidos a la memoria histórica, contribuyendo a que se haga justicia con el pasado y a que este no se repita. Así que fíjese. Fíjese, sea positivo y aprenda de la experiencia.
-Cuando vuelvas me habré ido.
-No es así. Es: "cuando tú vas, yo vuelvo".
-No pretendía decir frases hechas. Es que te estoy dejando.
-Ah. ¿Y por qué?
-Verás, no es por ti, es por mí.
-Vaya, y eso que no pretendías decir frases hechas...
Este artículo no pretende ser político, o al menos no defender una ideología concreta. Pretende más bien atacar la mojigatería que nos invade otra vez. O que nunca se ha terminado de ir.
Tras la llegada de Manuela Carmena a la alcaldía de Madrid el pasado 13 de junio estalló el escándalo:
Guillermo Zapata, recién nombrado concejal de Cultura y Deportes, fue acusado de haber publicado varios tuits ofensivos hace cuatro años, cuando no era ni conocido. Se trataba de ciertos chistes sobre Irene Villa, Marta del Castillo y el Holocausto. No han importado ni los motivos por los que pudo hacer tal cosa -la defensa del humor negro-, ni que él no fuese autor de algunos de los chistes -motivo por el que los publicó entrecomillados-, y ni siquiera que la propia Irene Villa o el padre de Marta del Castillo hayan restado importancia a los famosos tuits: Zapata ha tenido que dimitir después de pedir disculpas a todo el mundo. Eso sí, continúa en el Ayuntamiento como concejal del distrito Fuencarral-El Pardo.
Obviamente todo esto ha formado parte de una campaña apoyada por varios partidos y medios de comunicación con claros objetivos políticos: atacar a Carmena y a su equipo de Ahora Madrid justo desde el inicio de su gestión en el Ayuntamiento. Pero el resultado ha sido desastroso más allá del punto de vista político. Me explico.
Según se ha sabido, otros miembros del equipo de Ahora Madrid tienen en su haber comentarios en redes sociales bastante peores, ya puestos y a mi modo de ver, que los de Zapata: por ejemplo los de Pablo Soto y Jorge García Castaño, concejales de Participación Ciudadana y del distrito Centro, respectivamente. O los de Alba López Mendiola. Pero ninguno de ellos ha sido apartado de su puesto como Zapata. Y si empezamos a tirar de hemeroteca nos encontramos que muchos cargos políticos, en especial del PP, tienen una buena colección de chistes, publicaciones, declaraciones y actos lamentables por los que nadie ha dimitido. Como aquello que escribió hace más de tres décadas un tal Mariano Rajoy, sin ir más lejos. Pero dejemos la hemeroteca, que sería un no parar, y vayamos al grano: ¿por qué se ha obligado a Zapata a dejar su cargo? Ya hemos visto que los mensajes con gracietas que aluden a una persona en concreto no parecen ser motivo suficiente para hacer renunciar a nadie: ni Irene Villa ni el padre de Marta del Castillo pidieron la dimisión del concejal. Sí lo hizo en cambio la Federación de Comunidades Judías de España, y por ahí ya empieza a asomar la patita el quid de la cuestión: el Holocausto.
No creo que haya nadie que desprecie más que yo a quienes niegan el Holocausto. Con la información de que se dispone hoy, cualquier persona mínimamente interesada en el tema que se empeñe en negar o disculpar aquel genocidio está claro de qué pie cojea: del mismo que Goebbels. Ahora bien, si por defender la verdad o los valores democráticos censuramos a quienes expresan una opinión, por muy repugnante que nos parezca, nos estaremos acercando precisamente a los que odian la libertad, a aquellos de los que pretendemos distanciarnos. Los argumentos absurdos hay que rebatirlos con argumentos fundados e inteligentes para dejar los primeros en evidencia, no prohibirlos, porque de hacerlo estaremos victimizando a sus autores, que es justo lo que buscan. Peor aún es que, llevados por una suerte de mesianismo democrático, prohibamos incluso hacer chistes sobre el genocidio judío, convirtiendo así la realidad del Holocausto en un dogma de fe. En una religión, vaya. Un hecho histórico que, como cualquier otro, está sujeto a debates entre investigadores e historiadores, revisiones y nuevos descubrimientos, pasa de esa forma no solo a ser una doctrina incontestable, sino incluso algo sagrado que no admite ni bromas. Un tabú.
Un tabú, por cierto, que puede volverse fácilmente contra quienes más lo instrumentalizan últimamente. Y en especial contra el PP, cuyos orígenes franquistas son muy serios y nadie puede negar. Pero dejemos la hemeroteca, sí.
Recuerdo que en mi infancia mis amigos y yo nos contábamos chistes sobre el Holocausto (¿por qué se suicidó Hitler?, porque le pasaron la factura del gas) y no ocurría nada, nadie se llevaba las manos a la cabeza. Eso no significaba que fuéramos furibundos antisemitas, claro: solo nos reíamos de un simple chiste. Parece ser que la mojigatería de nuevo campa a sus anchas en nuestra sociedad y que la ha tomado con este tema. Hemos ido hacia atrás y me parece preocupante: por lo visto a Zapata incluso le va a investigar la policía. Las consecuencias de todo este asunto pueden ser graves. La censura no solo parece avanzar en el terreno político, sino también en el cultural y en el social.
Incluso la propia Manuela Carmena ha defendido unos supuestos límites del humor. Cuando se estrenó La vita è bella -una comedia ambientada en el Holocausto- recuerdo haber leído en una entrevista a Roberto Benigni algo así como que el humor es el antídoto del fascismo. Es posible que lo sea. La censura desde luego no lo es.
Habitan entre nosotros. Creen en cosas absurdas como los chemtrails, la homeopatía, los gurús del desarrollo personal ("autoayuda", lo llaman), los guías espirituales, el éxito económico rápido y fácil, las conspiraciones mundiales, que las vacunas son perniciosas o que las limpiezas bucales dañan los dientes. Creen también en los extraterrestres, lo cual tiene mucha lógica porque ellos mismos lo son: su cuerpo está en la Tierra, pero su mente suele estar en la Luna, o incluso más lejos aún.
No, esto no tiene nada que ver con la canción de Los Planetas. Un buen día sería por ejemplo aquel en que abriera los ojos sin despertador y me levantara tranquilamente. En el que no oyera a los vecinos de arriba. En el que no hubiera atascos. En el que los conductores de las furgonetas no trataran de imitar al Equipo A y fueran a una velocidad normal, respetando las reglas de tráfico. En el que no me topara con ninguna persona maleducada. Un día sin discusiones, sin malas caras y sin prisas, sin malas noticias, en el que no hiciera ni frío ni calor. Un día en el que incluso me durmiera apaciblemente.
Podréis decir que soy un soñador, que cantaba John Lennon, pero qué bonito sería.