viernes, 4 de septiembre de 2020

Asturias



Creo que cuando me llevaron por primera vez a Asturias tenía 13 años. Yo era un adolescente acostumbrado a veranear en las playas de levante, es decir, hecho al sol, el calor y las arenas ardientes, y de repente me encontré en un lugar inhóspito, habitado por gente que hablaba con un extraño acento, en el que en pleno agosto hacía un frío que pelaba y no solo estaba nublado un día sí y otro también, sino que encima llovía sin parar. Para mí aquella tierra resultó ser como Invernalia, o más bien como el norte del Muro, y en consecuencia me moría de ganas de volver a mi casa.

Al año siguiente mis padres adquirieron y rehabilitaron el caserón de la foto de arriba, un edificio de principios del siglo XX, situado a medio camino entre Llanes y Ribadesella, que se encontraba en un lamentable estado, el pobre. En lo que a mí respecta, ese momento significó que era mejor que me fuera acostumbrando al veraneo en Asturias, porque durante unos años no me iba a quedar otra.


Pero la naturaleza siguió su curso y el ir madurando -bueno, en mi caso de forma muy relativa- me hizo poco a poco comenzar a apreciar los tesoros harto conocidos por cualquiera que se haya acercado a esa parte del mundo: sus paisajes, el contacto con la naturaleza (siempre satisfactorio, salvo cuando tuve un encuentro con una víbora en la playa: cosas de ser un urbanita), la gastronomía, el carácter afable de su gente, el clima (sí, me gusta) y un larguísimo etcétera. Digamos que me enamoré perdidamente de aquellos parajes a los que he procurado volver cada vez que he podido, aprovechando la suerte de disponer de una casa familiar en la zona, para recorrerlos de punta a punta. Así, año tras año y cual explorador de poca monta, he ido organizando expediciones y peregrinando por cada rincón de Asturias (en especial del Oriente) y también por unos cuantos de Galicia, Cantabria y el País Vasco, dado que no quedan demasiado lejos. En realidad mi fortuna ha sido mayor, pues emprendí esa tarea ya en los años noventa, antes de internet, del auge del turismo rural y por tanto de que aquello se masificara, como ocurre actualmente.


Mis padres acaban de vender esa casa, justo al volver yo de pasar unos días allí en este pandémico verano. Bueno, porque no la disfrutaban como antes, porque ya no les compensa mantenerla o desplazarse hasta allí, o simplemente porque les ha dado la gana, sin más. Tengo sentimientos encontrados: por un lado me alegro de que hayan conseguido un propósito que perseguían desde hace dos años, pero por otro no puedo evitar que se me haga un pequeño nudo en la garganta al pensar en no volver a ese viejo caserón después de tantos años. A Asturias regresaré siempre, claro, pero sin la casa ya no será lo mismo. En cualquier caso, solo puedo agradecer a mis papás que compraran y arreglaran aquel vetusto edificio y que me llevaran para allá con determinación prusiana en cada verano de mi adolescencia, pues eso me permitió conocer el que es sin duda el lugar más bonito y acogedor de España (y lo siento por los demás, pero es así). También les mando un abrazo a mis vecinos asturianos, que con tanto cariño me han tratado siempre, y en general a toda la gente de allí, pues da gusto la amabilidad y la simpatía con la que se comportan en cualquier momento.

Todo llega a su fin, pero que me quiten lo bailao, lo viajao, lo vivido, lo comido y lo bebido. ¡Puxa Asturies!



Actualización del 16-09-20: Los compradores se han echado atrás. Aunque la casa sigue en venta, al menos tengo una prórroga.

Actualización del 17-07-21: La casa está vendida desde hace dos días, pero me pude despedir de ella.


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