Antes de nada, hay que tener en cuenta que existe una primera parte.
El Mau Mau (un término cuyo
origen etimológico es incierto) se marcó como objetivo expulsar a los ingleses
de Kenia, pero no por medios constitucionales, como habían intentado hasta
entonces Kenyatta y otros políticos, sino de forma violenta.
El movimiento comenzó en las White Highlands, a finales de los años
cuarenta, pero en 1950 se había extendido a Nairobi. En aquel año fue prohibido
por el Gobierno colonial.
Al Mau Mau pertenecieron no sólo hombres adultos, sino también mujeres
y niños. Los miembros del Mau Mau ingresaban en la organización mediante una
ceremonia en la que, desnudos, a menudo entraban en trance y prestaban uno o
varios juramentos (había siete juramentos en total). Durante el ritual se bebía
sangre animal (a veces humana) y se comía carne cruda.
El juramento suponía un contrato moral, para los kĩkũyũ era algo sagrado, y violarlo significaba
romper la lealtad al Mau Mau y sufrir la cólera del dios creador, Ngai, que los
castigaría con enfermedades o incluso la muerte.
Todavía hoy, muchos antiguos miembros de Mau Mau creen en el poder del
juramento y en las fatales consecuencias de divulgar sus secretos.
Para el Gobierno y los colonos, el juramento representó un claro
ejemplo del primitivismo y el salvajismo de los kĩkũyũ; para éstos fue la respuesta lógica ante
las injusticias políticas y socioeconómicas que sufrían.
Hubo cientos de miles de kĩkũyũ que pasaron a formar parte del Mau Mau; luchaban por ithaka na
wiyathi, es decir, “la tierra y la libertad” (de hecho, el auténtico nombre
del Mau Mau era Ejército de la Tierra y la Libertad de Kenia). Este concepto
era algo ambiguo: para algunos representaba el fin del trabajo forzado, para
otros era la esperanza de poder recuperar las tierras que los blancos les
habían arrebatado y así alimentar a sus hijos.
En cualquier caso, los enemigos eran los británicos y los nativos que
habían medrado en la sociedad colonial; estos últimos, conocidos como loyalists
–“leales”-, eran muy poderosos y poseían varias porciones de las reservas
kĩkũyũ. Incluso contaban con el
estatus especial de senior chief.
Había otro grupo, el de los kĩkũyũ completamente convertidos al cristianismo, que sufrirían la
persecución tanto del Mau Mau como de los “leales”.
Para la mayoría de los kĩkũyũ estos “leales” representaban lo más corrupto de la civilización
británica y el Mau Mau decidió que debían ser eliminados.
La tarde del 9 de octubre de 1952, el más famoso de los “leales”, el senior
chief Waruhiu, fue asesinado a tiros en el interior de su coche en Nairobi
por hombres del Mau Mau disfrazados de policías.
Para entonces, el Mau Mau ya contaba en su historial con varios
asesinatos (incluido el de un blanco el 3 de octubre) y destrozos en
propiedades de los colonos; éstos, presas del pánico, apremiaron al nuevo
gobernador de Kenia, Sir Evelyn Baring,
para que tomase medidas contra los kĩkũyũ.
Baring decretó el estado de emergencia
mientras muchos kĩkũyũ celebraban
la muerte de Waruhiu con cantos y bailes que todavía hoy se recuerdan.
El 21 de octubre, Jomo Kenyatta fue detenido (a pesar de que no tenía
relación con el Mau Mau y había asistido al funeral de Waruhiu), junto a otros
180 líderes kĩkũyũ. Permanecería
preso hasta 1961. Se convirtió así en un mártir. Estas medidas no sólo no acabaron con el Mau Mau sino que lo pusieron
en manos de líderes jóvenes y radicales, dispuestos a todo.
Comenzaron a llegar soldados británicos a Kenia. Comenzaba a prepararse
la guerra.
En los días siguientes, el Mau Mau se dedicó a asesinar a varios
colonos en sus granjas; los cadáveres de hombres y mujeres aparecían
terriblemente mutilados por los machetes (pangas) de los asesinos.
El 24 de enero de 1953 tuvo lugar una acción del Mau Mau que provocó un
tremendo impacto en Europa: el asesinato de la familia Ruck (Roger, Esme y su
hijo de seis años Michael). Los asesinos fueron los sirvientes de la familia. Se publicaron fotos del niño mutilado y rodeado de sangre por todas
partes.
Al día siguiente, 1500 colonos marcharon hacia la sede del Gobierno en
Nairobi clamando por medidas radicales. Muchos pedían el exterminio de la
población kĩkũyũ.
El 26 de marzo el Mau Mau llevó a cabo dos importantes acciones. Por un
lado, unos ochenta de sus hombres asaltaron la central de policía de Naivasha,
donde se apoderaron de gran cantidad de armas y municiones y liberaron a cerca
de 200 de sus miembros que estaban allí presos. Horas después, el Mau Mau atacó
las granjas del senior chief Luka (un importante “leal”), en Lari, cerca
de Nairobi. Los guerrilleros quemaron las casas con sus habitantes dentro, y si
alguno trataba de escapar era golpeado hasta la muerte. Hombres, mujeres y niños fueron mutilados y asesinados. En total hubo
97 asesinatos.
El Gobierno llevó la prensa a Lari para que informase de todo con
detalle. Lo que no se dijo es que después, como represalia, unos 400 miembros
del Mau Mau fueron ejecutados por los militares y la policía.
Pero las masacres realizadas por los británicos ya habían comenzado
antes. Así, el 23 de noviembre de 1952 varios cientos de kĩkũyũ se congregaron en una plaza de la pequeña
población de Kiruara porque querían escuchar las profecías de un hombre joven
que estaba proclamando el fin del colonialismo. Aparecieron varios oficiales blancos junto a unas decenas de policías
negros y algunos “leales” locales. Éstos exigieron a la multitud que se
dispersara. Como no fue así, los oficiales ordenaron abrir fuego sobre los
kĩkũyũ.
Cerca de 100 personas desarmadas fueron asesinadas y enterradas en una
fosa común cercana, aunque las autoridades sólo reconocieron haber causado 15
muertos y 27 heridos.
El estallido de la guerra en Kenia y la aparición del Mau Mau tuvieron
un gran impacto en todo el mundo a comienzos de los años cincuenta. La propaganda británica se esforzó en mostrar la lucha como un
enfrentamiento entre la civilización y una secta de bárbaros criminales antieuropeos
y anticristianos. Pocas personas en Europa se preocuparon por las demandas de
los “salvajes”, como se conocía a los miembros del Mau Mau.
En mayo de 1953 se encargó al general Sir George “Bobby” Erskine, veterano de la Segunda Guerra Mundial y
amigo personal de Winston Churchill (por entonces de nuevo primer ministro),
que dirigiese las operaciones militares contra el Mau Mau en las selvas de
Kenia. Cerca de 10.000 británicos, apoyados por la Royal Air Force y 25.000
hombres de las fuerzas leales, se enfrentaron a varias decenas de miles de
hombres del Mau Mau.
Sir “Bobby” Erskine
Entre los británicos había un grupo conocido como los “pseudogangsters”,
unos jóvenes colonos dirigidos por el criminal Ian Henderson, que se distinguieron por su brutalidad y su afición
a las torturas. Henderson consiguió atrapar en 1956 a uno de los líderes del Mau
Mau, el mariscal Dedan Kimathi, que
fue ahorcado.
Dedan Kimathi
Por estas acciones Henderson fue condecorado. Más tarde se haría famoso
como jefe de la Seguridad del Estado de Baréin, puesto que ocupó entre 1966 y
1998 y desde el que siguió torturando a la gente de forma sistemática. Henderson murió el 13 de abril de este año, como ya contamos aquí.
Hay que decir que más de 1.000 personas fueron ahorcadas públicamente
en Kenia acusadas de pertenecer al Mau Mau, a pesar de que en el Reino Unido
las ejecuciones públicas estaban prohibidas desde hacía un siglo.
A finales de 1954 el Ejército Británico prácticamente había derrotado
al Mau Mau en la selva (aunque hubo grupos que continuaron la lucha algún
tiempo más), algo lógico teniendo en cuenta que sus hombres no contaban con
apoyo externo y muchas de sus armas eran artesanales. De hecho, resulta de lo
más sorprendente que aguantaran tanto frente a un ejército moderno.
Pero otra guerra se estaba librando en el resto de Kenia.
El estado de emergencia se mantuvo en el país hasta 1960, a pesar de
que el Mau Mau ya había sido derrotado hacía años. ¿Por qué?
Paralelamente a la guerra librada por Erskine en las selvas, el
gobernador Baring llevó a cabo otra en el resto de la colonia contra los kĩkũyũ
sospechosos de pertenecer al Mau Mau. Es decir, contra un enemigo civil. El estado de emergencia fue la excusa perfecta para que Baring y el
Gobierno colonial británico (con la colaboración de los secretarios para las colonias
Oliver Lyttelton y Alan Lennox-Boyd) promulgasen docenas de leyes arbitrarias y
opresivas (conocidas como “Emergency Regulations”), extendiesen el terror por
Kenia y provocasen uno de los mayores y
más desconocidos genocidios del siglo XX.
Las medidas tomadas por los británicos incluían castigos, toques de
queda, controles, confiscaciones de propiedades y tierras, censura,
ilegalización de organizaciones políticas, detenciones sin juicio, imposición
de nuevos impuestos y, finalmente, la creación de una vasta red de campos de concentración denominada
Pipeline.
Entre 1995 y 2005, la historiadora estadounidense Caroline Elkins, de
la Universidad de Harvard, se dedicó a investigar lo sucedido en Kenia durante
los años cincuenta. Los resultados de su gigantesco trabajo se publicaron en el
libro Imperial Reckoning: The Untold Story of Britain's Gulag in Kenya,
que en 2006 ganó el premio Pulitzer.
Caroline Elkins
Elkins comenzó sus investigaciones consultando los archivos oficiales
en Londres. Según la historiografía británica, los campos de concentración en
Kenia no tenían la misión de castigar a los kĩkũyũ, sino de civilizarlos.
Tradicionalmente se ha dado la única versión de que los británicos en realidad
se dedicaron a enseñar a los nativos a ser buenos ciudadanos y así poder
ser capaces de hacerse con el control del país más tarde. Según dicha versión,
a los británicos tan sólo se les podría culpar de paternalistas. Se admitió,
eso sí, la existencia de algunos “incidentes” no exentos de brutalidad, aunque
no habrían sido sino hechos aislados. Los archivos de Londres corroboraban esta
versión. Entonces Elkins decidió ir a Kenia, y una vez allí en seguida comenzó a
observar algunos detalles que llamaron su atención: en los Archivos Nacionales
de Kenia faltaban documentos referentes a los campos de concentración
británicos, o permanecían clasificados como confidenciales casi cincuenta años
después de la aparición del Mau Mau.
Oficialmente, 80.000 kĩkũyũ habían sido detenidos por los británicos y
sus colaboradores en los años cincuenta, pero Elkins descubrió que el Gobierno
colonial había destruido incontables archivos referentes a dichas detenciones
en 1963, el año en que los ingleses se marcharon de Kenia. Para que nos hagamos una idea: considerando que existieron en su
momento documentos de cada persona detenida, Elkins se dio cuenta de que el
número de archivos destruidos era del orden de 240.000. Pero ella no cejó en su
empeño y desarrolló una exhaustiva investigación por Kenia. A lo largo de los años
consiguió reunir algunos cientos de documentos incriminatorios en Nairobi. Afortunadamente
los británicos no lo habían destruido todo, pero Elkins tuvo que realizar una
tarea tediosa, durante la cual la mayoría de las veces no encontraba nada. Poco
a poco, durante meses y meses, fue reuniendo las piezas de un puzzle,
averiguando los nombres y el número de los campos de concentración (no existía
ningún listado), juntando cartas de detenidos, consultando documentos privados,
archivos de periódicos y de las misiones, y llegando a la conclusión de que los
documentos que encontraba invalidaban completamente la famosa cifra de los
80.000 detenidos.
Primero pensó en 160.000, después se dio cuenta de que no pudieron ser
menos de 320.000. Entonces Elkins descubrió que los británicos no sólo detuvieron a los
hombres, sino también a las mujeres. Y a los niños. Y descubrió igualmente que no sólo se
encerró a los kĩkũyũ en campos de concentración tras deportarlos: también se
rodeó sus aldeas de alambre de espino, torres de vigilancia y guardias,
transformándolas así también en campos. Hubo ciento cincuenta campos por todo el
país, aunque Elkins señala que nunca se podrá conocer el número exacto.
Todo el país era un inmenso campo
de concentración.
Y esto fue así porque los
británicos consideraron durante años que la práctica totalidad de la población kĩkũyũ
(excepto los colaboracionistas) era sospechosa de pertenecer al Mau Mau.
De esa forma, encerraron a un millón y medio de personas, hombres,
mujeres y niños.
Elkins pensó en entrevistar a
supervivientes. Encontró a trescientos. Entrevistarlos no fue fácil, porque se
mostraban reticentes a hablar hasta estar seguros de que ella era estadounidense
y no británica. Muchos de sus escalofriantes testimonios aparecen en el libro. También
consiguió entrevistar a algunos antiguos “leales” (más difícil todavía) e
incluso a viejos oficiales y misioneros.
Se encontró con que los culpables
admitían los crímenes.
Elkins llegó a la conclusión tras
sus investigaciones de que efectivamente el Mau Mau fue una organización
sangrienta y brutal, como siempre se ha dicho, pero que los británicos fueron
muchísimo peores, tanto en proporción como en número de víctimas.
Oficialmente el Mau Mau asesinó a
menos de 100 blancos y cerca de 1800 “leales”. Por su parte los británicos
reconocieron haberse llevado por delante a 11.000 miembros de Mau Mau.
Elkins descubrió que en realidad
el número de víctimas mortales de los británicos pudo haber llegado a las 300.000 personas.
Las muertes en los campos se producían por
agotamiento, enfermedades e inanición. Pero también por malos tratos
sistemáticos y torturas que, huelga decir, vulneraban lo acordado en la
Convención Europea de Derechos Humanos así como en la Declaración Universal de
Derechos Humanos de la ONU, ambas firmadas por el Reino Unido.
Las deportaciones en masa comenzaron a
principios de 1953, acompañadas del screening.
En teoría, screening era la palabra
para designar los interrogatorios de los sospechosos de pertenecer al Mau Mau.
En la práctica significó torturar a los detenidos para hacerles hablar. Los kĩkũyũ adoptaron la palabra, ellos no
tenían en su idioma ninguna que significase lo mismo.
Screening era sinónimo de terror.
Durante el cribado
era habitual que se golpease a los detenidos o se les apagasen cigarrillos
en la piel. Se les practicaban electrochoques, se les quemaba, se les cortaba
con cuchillos o botellas rotas, se les amenazaba con serpientes o se les
introducían objetos por el recto o la vagina. A las mujeres se les aplastaba
los pechos, y a los hombres los testículos. Se les mutilaba sólo por ser
sospechosos. En el Valle del Rift un hombre conocido como Dr. Bunny dirigía un centro de interrogatorios.
Se le apodaba “el Josef Mengele de Kenia”, entre otras cosas porque obligaba a
los detenidos a tragarse sus propios testículos.
Todas estas salvajadas (miles) se mantenían en
secreto, aunque el gobernador Baring estaba muy al tanto de ellas.
Las deportaciones se recrudecieron a partir de
la denominada Operación Anvil, el 24
de abril de 1954, cuando casi todos los kĩkũyũ de Nairobi fueron detenidos y
deportados.
En los campos de concentración las torturas y
los malos tratos eran habituales. Lo más frecuente eran los golpes. A los
detenidos se les golpeaba siempre: cuando llegaban, mientras trabajaban, por la
mañana, por la tarde y por la noche. Se les golpeaba hasta que la sangre les
chorreaba por los oídos.
Los campos eran dirigidos por oficiales blancos
y custodiados por guardias negros, que a veces eran tan bestias como los
blancos.
En el campo de Manyani había un oficial blanco
cuya madre había sido asesinada por el Mau Mau. Tenía un ayudante negro llamado
Wagithundia. Ambos torturaban como si tal cosa. Obligaban a los detenidos a realizar marchas
durante las cuales les golpeaban sin parar. En ocasiones les ataban los
tobillos y les obligaban a saltar mientras les seguían golpeando hasta que a
los desgraciados les colgaban jirones de piel. Despertaban a los prisioneros a cualquier hora
de la noche, les obligaban a permanecer de pie indefinidamente, y si hacían
amago de sentarse eran golpeados una y otra vez por los guardianes. Los dejaban
sin comer durante días, y después les obligaban a tragar grandes cantidades de
cereales, lo que les producía dolores insoportables. Entonces Wagithundia se
ponía a saltar sobre el estómago de algún detenido mientras hacía que otros le
sujetasen. Las víctimas gritaban sin parar y, en ocasiones, morían.
En su libro, Caroline Elkins compara a menudo
la situación de los presos del Gulag soviético con los del Pipeline británico. Tras pasar por los campos de concentración de
la URSS, Gustaw Herling-Grudziński
(autor de Un mundo aparte) concluyó
que “no hay nada… a lo que un hombre no pueda ser obligado por el hambre y el
dolor”. Phillip Macharia, prisionero del Pipeline, comentó que “es mucho lo que
un hombre puede soportar”, aunque él acabó confesando su juramento. Según sus
palabras, sintió que su vida no daba más de sí tras ser repetidamente golpeado
y ver a sus compañeros torturados y asesinados. Decidió confesar cierto día en
que los guardianes le obligaron a él y otros a correr con cubos llenos de
mierda encima de las cabezas:
“Teníamos excrementos y orina chorreando por la
cara y la espalda; los guardias blancos nos golpeaban con sus porras para
hacernos ir más rápido. Unos días después me interrogaron, y entonces confesé
mi juramento para salir de ese infierno en que estaba viviendo”.
Existía la posibilidad de rehabilitarse para
los que confesaban y repudiaban al Mau Mau. Éstos se convertían en
colaboradores de los blancos, denunciaban a sus antiguos compañeros e incluso
podían llegar a ser guardias y participar en castigos y torturas. Algunos kĩkũyũ se convirtieron en cristianos
fanáticos y conminaban a los presos a “aceptar la sangre de Cristo y vomitar el
veneno del Mau Mau”.
En la entrada del campo de concentración de
Aguthi se leía: “Quien se ayude a sí mismo será también ayudado”. En la del
campo de Fort Hall el cartel de bienvenida decía: “Abandonad la esperanza todos
los que entréis aquí”, como si fuese el Infierno de Dante. Y en la del campo de
Ngenya se decía: “Trabajo y libertad”. Como señala Elkins, estos eslóganes recuerdan
por ejemplo al que figuraba en el campo soviético de las islas Solovky (“¡A
través del trabajo – libertad!”), o al de Auschwitz (“El trabajo os hará
libres”).
Las torturas sexuales eran muy frecuentes. Se
sodomizaba a los presos con objetos, animales, insectos o directamente se les
violaba sin más. Una tortura preferida por Wagithundia era
colocar al preso boca abajo y meterle la cabeza en un cubo lleno de agua.
Entonces, en esa posición, se le metía arena por el ano empujándola con un
palo. Después se le introducía por el mismo sitio agua, y después arena otra
vez. De vez en cuando se sacaba del cubo la cabeza del desgraciado para que
pudiese respirar.
Las mujeres tampoco escapaban a las torturas:
se les golpeaba, azotaba o violaba con botellas o cualquier otro objeto.
Sufrían violaciones de forma habitual. Una de las torturas practicadas a las mujeres
era la siguiente: después de desnudarlas y golpearlas, se les introducía por la
vagina una pasta que contenía pimienta y agua en algunos casos, o pimienta y
petróleo en otros. Para que toda la pasta quedase bien dentro los guardias se
ayudaban del tacón de las botas. Entonces las desgraciadas sentían que les
ardía todo además de la vagina: los oídos, los ojos, la nariz, la boca…
Y se pasaban días vomitando y agonizando.
La mortalidad entre los niños prisioneros era
muy elevada, sobre todo a causa de la falta de comida y las enfermedades (como
la tuberculosis o el tifus). Cuando los niños caían enfermos eran desatendidos
y morían.
Casi todas las atrocidades cometidas por los
británicos en Kenia permanecieron en secreto mucho tiempo, aunque algunas
fueron denunciadas entonces.
Los primeros que clamaron contra los crímenes
fueron misioneros, pero sus voces fueron rápidamente acalladas. No obstante, a
finales de 1955 la magnitud de los crímenes británicos era tal que el Partido
Laborista, en la oposición, decidió pasar a la carga. Líderes de dicho partido,
como Barbara Castle, arremetieron en la Cámara de los Comunes contra el
secretario para las colonias, Lennox-Boyd,
que condenaba los crímenes que salían a la luz para a continuación afirmar que
se trataba de hechos aislados. Castle decidió investigar por su cuenta, se fue
a Kenia y cuando regresó al Reino Unido llevaba varios casos de torturas bajo
el brazo. Tras nuevos debates en los Comunes, Lennox-Boyd prometió investigar los casos que denunciaba Castle. Pero
todo quedó en agua de borrajas.
En el corazón del Imperio Británico hay un
estado policial donde el funcionamiento de la ley se ha quebrado, donde los
asesinatos y torturas de africanos tienen impunidad y donde las autoridades
comprometidas en hacer cumplir la justicia regularmente son cómplices de su
violación.
Barbara Castle
El 12 diciembre de 1963 el Reino
Unido tuvo que conceder la independencia a Kenia.
Jomo Kenyatta, puesto en libertad dos años antes y primer ministro desde hacía unos meses, se convirtió en presidente de la nueva república en 1964. Decidió seguir una política conciliadora y, por tanto, no hubo castigos contra los crímenes cometidos por los británicos y sus colaboradores.
Durante medio siglo pareció que
nunca se iba a hacer justicia, pero en 2011 salieron a la luz cientos de
documentos que probaban los crímenes británicos en Kenia.
El año pasado por fin un juez del
Tribunal Supremo británico dio luz verde a las demandas que algunos
supervivientes del genocidio vienen pleiteando desde 2009 contra el Gobierno.
Y por lo visto, este año el
Gobierno británico ha decidido pagarles indemnizaciones, lo que supone el
reconocimiento de los crímenes.
Tarde, muy tarde, pero algo es
algo.
Escalofriante historia, incomprensible, por el cómo se produjo como por la falta de crítica internacional al respecto, parece mentira que esto viniera por parte de una de las democracias más consolidadas de Europa y del mundo.
ResponderEliminarSaludos.
Bueno, ten en cuenta que hablamos de un imperio, y el comportamiento de los imperios hacia los pueblos sometidos es siempre igual, aunque los habitantes de la metrópoli disfruten de democracia.
ResponderEliminarPor otro lado, desde la época del Terror en Francia, es decir, desde sus orígenes modernos, la democracia no es inmune de caer en el lado oscuro de los crímenes de masas.
Un saludo.