Seamos hoy revolucionarios conscientes, hagamos la acción eficaz y coordinémosla de modo que sea un ejemplo de entusiasmo, de inteligencia y de capacitación.
Ramón J. Sénder
Siempre me han llamado la atención esos políticos republicanos
españoles que huyeron a Francia en 1939, sólo para ser capturados allí por los
nazis no mucho tiempo después, devueltos a España, y finalmente encarcelados o ejecutados. Su historia
me parece terrible, por la múltiple crueldad que supone tener que dejar tu
casa, tu país, para tratar de ponerte a salvo y, una vez que crees que ya lo
estás, ser devuelto a las garras de los que te persiguen para matarte.
Fueron unos cuantos los que corrieron esa suerte, aunque
de todos, el caso más conocido, y con diferencia, es el de Lluís Companys,
presidente de la Generalitat catalana durante la Guerra Civil. El nombre de
Companys ha sido profusamente utilizado por el nacionalismo catalán, en
ocasiones de forma harto demagógica (desde
ciertos sectores políticos catalanes se ha exigido reiteradamente que el Estado español pidiese perdón por su fusilamiento). Además, se ha pedido la revocación de su consejo de
guerra, y se le han realizado durante mucho tiempo múltiples homenajes desde
diferentes instituciones, no sólo catalanas. Nada que objetar por mi parte a
esto último, al contrario más bien. Creo que toda víctima de la barbarie merece, aparte de justicia, un recuerdo, un homenaje. Por eso
precisamente me parece injusto que otros que corrieron la misma suerte que
Companys hayan caído en el olvido excepto para unos pocos, como los
socialistas Julián Zugazagoitia y Francisco Cruz Salido, o el anarquista Joan
Peiró.
El caso de Peiró es especialmente sangrante, dado que fue
un hombre honesto y trabajador que dedicó su vida tanto a luchar por los más
desfavorecidos, como a enfrentarse a la violencia. No hay un solo punto oscuro
en su biografía.
Joan Peiró i Belis nació en Barcelona en 1887, en
el barrio obrero de Sants, una zona que contrastaba con la, en palabras del
historiador García de Cortázar, Barcelona burguesa cuyo escenario embellecen
Gaudí, Doménech i Montaner, o Puig i Cadafalch. Es la Barcelona obrera, la
Barcelona de las huelgas, manifestaciones y motines, la ciudad atravesada de
atentados, bombas, barricadas y represiones militares, la urbe de Salvador
Seguí, Ángel Pestaña y Teresa Claramunt, la urbe de la CNT, que aquí tuvo su
feudo natural, y que aquí creó su leyenda.
Hijo de un carretero del puerto, a los ocho años Peiró
entró a trabajar en una fábrica de vidrio barcelonesa, en el barrio que le
había visto nacer. Según un viejo amigo de la infancia, en aquellos tiempos
este trabajo era realmente una infamia para los niños, a los que veías moverse
entre oscuridades y fuegos cegadores... allí dentro los pobres aprendices eran
vapuleados a gritos por mayores desaprensivos. Otro cuenta que los niños
trabajaban de cinco de la mañana a siete de la tarde, y que al salir se
divertían organizando guerras a pedradas con compañeros de otras fábricas: Los
trabajadores éramos como bestias... sólo nos habían educado para la violencia.
Dice García de Cortázar:
Como en las
fábricas de Dickens, las fábricas en las que trabajan los hombres y mujeres de
estos suburbios también son sucias y crueles. Cuando Peiró abre los ojos al
mundo en 1887, el dinamismo industrial de Barcelona se debe a un conjunto
disperso de pequeñas factorías y talleres cuya supervivencia se basa en la
sobreexplotación de la mano de obra. Hacinados, los obreros se extenúan en
locales oscuros y sin ventilación, encorvados bajo viejas máquinas que a veces
los aferran y no les dejan marchar, y en medio de un ruido ensordecedor,
constante. La experiencia los ha hecho sabios, y les ha enseñado a no confiar
en la piedad. Las jornadas de trabajo parecen infinitas.
A la larga jornada laboral que sufre no sólo el padre
de familia, sino por regla general también su mujer y a veces algunos de sus
hijos, se suma la angostura de los sueldos, insuficientes para hacer frente a
las necesidades básicas.
Miseria, analfabetismo, explotación, y también cólera,
tifus y tuberculosis. Eso es lo que rodeaba a Peiró en su infancia.
Peiró inició su militancia sindical en los años situados
entre la huelga general de 1902 y la Semana Trágica de 1909. En 1908, viviendo
en Badalona, participó por primera vez en una huelga. Al año siguiente fue
detenido y encarcelado. Mientras tanto, en 1907, siendo todavía analfabeto, se
había casado con Mercè Olives, con la que tendría cinco hijos.
Decía Federica Montseny que la cárcel era para muchos
el único lugar donde podía leerse con provecho. Allí, con veintidós años,
aprendió Peiró a leer (hasta entonces, solía pasearse con un periódico en el bolsillo para disimular su analfabetismo), y leyó todo lo que pudo, que fue mucho. Escribe García
de Cortázar que desde entonces la
lectura acompañó a Peiró igual que el asma: signos de identidad, signos de
diferencia.
En Badalona Peiró conoció a Salvador Seguí, a quien se
unió para lograr el proyecto de revolucionar la sociedad desde una
confederación de sindicatos anarquistas. En 1916 era secretario general de la
Federación Española de Vidrieros y Cristaleros, y se afilió a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), fundada en 1910. Al poco tiempo ya era uno de los
mayores ideólogos del sindicalismo revolucionario.
Por entonces la CNT
era el único sindicato revolucionario del mundo. Sus miembros no se
consideraban parte de un partido político, renegaban de las elecciones
parlamentarias y de los puestos gubernamentales, y sus dirigentes vivían de su
propio trabajo o de la ayuda directa de los grupos de base para los cuales
actuaban. Aún en 1936 la CNT tenía un solo funcionario a sueldo y un millón de
afiliados. Los anarquistas no querían apoderarse del Estado, sino abolirlo. No
buscaban aumentos de salario, ni reformas a las que otorgaban un carácter
burgués, querían un sistema de democracia directa en el que la sociedad fuese
administrada a través de los sindicatos organizados por oficios y profesiones.
Peiró vivió con Salvador Seguí las huelgas que se
sucedieron entre 1917 y 1920. Escribe García de Cortázar:
La huelga general es
para Juan Peiró la culminación de una militancia y violencia crecientes, cuando
los trabajadores, en un acto de voluntad colectiva y de forma concertada,
abandonan sus fábricas y talleres y se alzan como un solo hombre para infligir
una derrota total, aplastante, permanente, al sistema que los distribuye en
compartimentos y jerarquías, que les despoja de la esencia humana y los
aniquila.
Los ecos de la revolución rusa impulsaron a los
anarquistas, los socialistas y los republicanos españoles a ir a la huelga
general en 1917. Una huelga que, según Víctor Serge, “tendría al mismo tiempo
carácter de rebelión”. La huelga estalló con virulencia en Madrid, Cataluña,
Asturias, Vizcaya y Levante, y fue duramente reprimida por el Ejército. Sin
embargo la derrota extendió todavía más el grito anarquista por España. En
1919, la huelga de La Canadiense –empresa de capital extranjero que
monopolizaba la producción hidroeléctrica en Cataluña- dejó Barcelona durante
más de cuarenta días a oscuras, obligando a cerrar fábricas y reuniendo a
multitud de trabajadores en las calles. Aquello representó el breve reinado de
la CNT en Barcelona.
Se acordó la amnistía para los presos anarquistas, la
readmisión de los trabajadores en sus puestos de trabajo con un aumento de
sueldo, la jornada de ocho horas… Sin embargo, finalmente las autoridades se
negaron a liberar a los presos, y los patronos clausuraron las empresas dejando
a decenas de miles de obreros en la calle. Con todo, gracias a la huelga general de 1919 España fue el primer país del mundo en
aprobar por ley la jornada laboral de ocho horas diarias. Sin embargo, la reacción de
la patronal catalana, favorecida por las autoridades, creó un campo de batalla
que supuso un verdadero preámbulo lejano de la Guerra Civil. En las calles de
Barcelona estalló una sangrienta guerra entre pistoleros de la CNT y de la
patronal. Peiró fue víctima de aquella lucha entre bandas asesinas, pues sólo
en 1920 sufrió dos atentados y varias prisiones. Él compartía las palabras de
Ángel Pestaña, según las cuales la CNT “perdió el control sobre sí misma” y
“llegó a caer tan bajo en el crédito público, que decirse sindicalista era sinónimo,
y es aún hoy, desgraciadamente, de pistolero, de malhechor, de forajido, de
delincuente ya habitual”.
De izquierda a derecha, Salvador Quemades,
Salvador Seguí y Ángel Pestaña hacia 1920.
En 1922 Joan Peiró fue elegido secretario general
de la CNT. Dos años antes la organización había decidido ingresar
provisionalmente en la Tercera Internacional, la Komintern. El propio
Peiró había alabado por entonces a Lenin y Trotsky. Sin embargo, en
1922 Peiró se oponía al comunismo, y los informes con respecto a lo
que estaba ocurriendo en Rusia de, entre otros, Ángel Pestaña, cada
vez mostraban más las incompatibilidades entre el nuevo régimen
bolchevique y el anarquismo, así que el 11 de junio de aquel año la
CNT celebró la conferencia de Zaragoza, en la que se revocó la
adhesión a la Internacional Comunista a la vez que se decidía su
afiliación a la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT)
o Primera Internacional.
Con la dictadura de Primo de Rivera, en 1923 la CNT
fue ilegalizada. Mucho de sus dirigentes fueron detenidos, entre
ellos por supuesto Peiró, que pasó por la cárcel en 1925, 1927 y
1928 (año en que de nuevo fue elegido secretario general de la CNT).
Entretanto, se dedicó a escribir y dejar claro que huía de
dogmatismos, y que para él el sindicalismo tenía que ser la escuela
de los obreros:
“Queremos la anarquización del sindicalismo y
de las multitudes proletarias, pero mediante el previo consentimiento
voluntario de éstas y manteniendo intangible la independencia de la
personalidad colectiva del sindicalismo”.
En un tiempo de persecuciones y derrotas, de
sectarismos y radicalización de posturas, él era un libertario en
contacto con la realidad. Las místicas visiones de una Arcadia feliz
no le interesaban. Decía que le rebelaba la ingenuidad de los
místicos, y que las bellas frases acerca de la humanidad futura le
daban risa. Defendía un sindicalismo libre de dogmatismos y del
control de los “hombres de acción”, como los del grupo Los
Solidarios de Durruti, Francisco Ascaso y García Oliver. Sus
escritos eran los de un rebelde que sabía que la revolución era una
aventura muy seria, los de un sindicalista consciente de las
deficiencias propias y que, al igual que Pestaña, quizá percibía
ya las señales de la futura derrota en sus propias filas.
En 1927 se creó en Valencia la Federación Anarquista Ibérica (FAI), una organización encargada de controlar a
los anarquistas “moderados” como Peiró o Pestaña.
En 1930 Peiró llegó a ser director del periódico
más influyente del anarcosindicalismo, Solidaridad Obrera.
La llegada de la Segunda República fue muy bien
vista por Peiró, que pensaba que con ella se abrirían muchas
puertas al sindicalismo revolucionario. En el Congreso Extraordinario
de la CNT -ya legalizada-, en 1931, apoyó la ponencia “Posición de
la CNT frente a las Cortes Constituyentes”, que encauzaba la
organización por una línea compatible con el nuevo régimen
político. Los planteamientos expuestos y aprobados allí confirmaban
el antiparlamentarismo y la acción directa, pero también añadían
la formación de federaciones de industria, la necesidad de estar en
la República para fortalecer la base de los sindicatos, la
elaboración de un programa de mínimos y su difusión por toda
España, de tal forma que no hubiese un solo obrero que no supiera
adónde ir y por qué camino. Estas tesis llevaban años siendo
reivindicadas por Peiró, entre otros, como solución para que la CNT
saliera del atolladero en que la habían colocado “los desmanes de
los grupitos ultramontanos en 1922-1923”.
Los anarquistas ortodoxos, desde sectores faístas,
veían en estos planteamientos una traición a la ideología y un
apoyo al sistema burgués. Pensaban que había que ir al comunismo
libertario por la vía de la insurrección nacional, y que había que
ir ya. Con respecto a los sectores extremistas, dijo Pestaña:
“Estoy desesperado. Yo he dedicado toda mi vida
a las ideas, a la lucha obrera; toda, toda mi vida, y ahora que
esperaba los frutos, ya lo veis. Eso no es sindicalismo, eso es el
caos. Esos hombres están locos o son unos malvados”.
Era la teoría del sindicalismo progresivo
(apoyada incluso por algunos miembros de la FAI, como el propio
Peiró, que estaba afiliado a ella) contra la de la insurrección
continua. Peiró se enfrentaba con sus escritos a una épica que
convertía al obrero catalán y al campesino andaluz en carne de
cañón. Se enfrentaba a la imagen de Buenaventura Durruti asaltando
bancos, arrojando bombas, secuestrando jueces y cruzando fronteras.
Al inicio del texto he comentado que la figura de
Peiró fue eclipsada por la de Lluís Companys. Desgraciadamente,
como anarquista de organización también fue borrado por el
anarquista de acción. La novelería del movimiento libertario
español ha preferido dar brillo a personajes violentos y espartanos
como Durruti o Francisco Ascaso. Ambos murieron en 1936 luchando
contra el fascismo y subieron a los altares, pero los hombres como
Peiró nunca han ocupado un puesto de honor en la historia del
anarquismo.
Volviendo a 1931, también en aquel año los
dirigentes sindicalistas firmaron el "Manifiesto de los Treinta". Peiró
estaba entre ellos. Ofrecían una alternativa al “concepto
simplista, clásico y un tanto peliculero, de la revolución”. La
revolución no podía dejarse en manos de “minorías más o menos
audaces”. Emanaría de “un movimiento arrollador del pueblo en
masa, de la clase trabajadora caminando hacia su liberación
definitiva, de los sindicatos y de la Confederación”. “La
algarada, el motín”, la “preparación rudimentaria”, “el
culto de la violencia por la violencia”, debían dejar paso a la
previsión, la disciplina y la organización. Proponían pues
consolidar una organización obrera fuerte y permanente,
independiente de los partidos políticos, alejada de las actividades
incontroladas de grupos de acción y con el objetivo siempre de
abolir el capitalismo y el Estado por medio de una revolución
“nacida de un hondo sentir del pueblo”. No querían “la
revolución que se nos ofrece, que pretenden traer unos cuantos
individuos, que si a ella llegaran, llámense como quieran,
fatalmente se convertirían en dictadores al día siguiente de su
triunfo”. Era la razón frente al azar, frente a “lo imprevisto”
y “los milagros de la santa revolución”.
Estas ideas siempre figuraron en los escritos de
Joan Peiró. Él, como los otros, fue acusado de “colaboración
burguesa”. Acosado por la FAI, Peiró dimitió como director
de Solidaridad Obrera junto con el consejo de redacción.
Salvo un breve periodo de colaboración en 1932, Peiró ya no
volvería al periódico que lo vio crecer como dirigente hasta
después del estallido de la Guerra Civil.
A partir de entonces, se conoció a los firmantes
del manifiesto, y a los miles de militantes que representaban, como
“treintistas”, un estigma con el que tuvieron que cargar durante
toda la República.
Todo un conjunto de acontecimientos favoreció el
anarquismo ortodoxo frente al sindicalista: la crisis económica, el
paro, el trato de favor concedido a la UGT desde el Ministerio de
Trabajo, la firme oposición de la patronal y los latifundistas a la
anhelada distribución de la tierra, la brutalidad de las fuerzas del
orden, el desencanto campesino ante la lentitud de las reformas
sociales… Los dirigentes “treintistas” (a quienes García Oliver tildó de “obreristas cansados”) fueron alejados de los
órganos de poder. Peiró se fue a los sindicatos de oposición (la
Federación Sindicalista Libertaria, una escisión de la CNT que se
reintegraría en la misma en 1936), y Ángel Pestaña fundó el
Partido Sindicalista en 1932. Sólo unos cuantos le siguieron. Los que se hicieron con el control de la CNT no
consiguieron triunfo alguno. La organización empezó a perder
afiliados y huelgas con la misma rapidez con la que ganaba mártires y presos.
Huelgas, insurreciones, intervenciones de la
Guardia Civil, la Guardia de Asalto, el Ejército… Escribía Peiró:
“Es una ingenuidad, algo que hace reír y
llorar a la vez, el creer que un plan insurreccional consiste en la
consigna de tomar posesión de la tierra, fábricas, talleres y demás
centros de producción y tráfico… ¿Quién de los revolucionarios
a ultranza ha hablado de cómo habrá de organizarse, nada más que
en principio, el conjunto de la vida social en España al estallar la
revolución y, sobre todo, después de destruido el sistema
capitalista?”
En vísperas de la Revolución de Octubre de 1934
la Confederación estaba rota, desarticulada. “Las revoluciones se
hacen sumando fuerzas, no dividiéndolas -escribía Peiró-. El
pueblo tiene sobrados motivos para no sentirse satisfecho de la
República y para emprender aventuras revolucionarias, pero no basta
que un pueblo crea en la revolución social; ese pueblo necesita
saber el cómo y para qué de la revolución social”.
Cuando todos los principales militantes que habían
abandonado la CNT regresaban –salvo los incondicionales de
Pestaña-, estalló la Guerra Civil. Como dice el título de un libro
de Julián Casanova, los anarquistas pasaron entonces “de la calle
al frente”. Lo que a finales de 1935 era incertidumbre, volver a
empezar, se tornó en el verano de 1936 en frenesí revolucionario.
La sublevación derechista favoreció el ascenso fulminante de la
CNT, que tras las jornadas de julio era dueña de Cataluña y la
mitad oriental de Aragón. Edificios adornados con banderas rojas y
negras, iglesias saqueadas, tiendas y cafés colectivizados, el tú
por el usted, el salud por el adiós (“era la primera vez que
estaba en una ciudad en la que la clase obrera ocupaba el poder”,
escribiría George Orwell).
Pero también era la “caza de fascistas” y los
asesinatos en retaguardia (6.400 sólo en Cataluña al finalizar
1936). Peiró, en una serie de artículos que fueron publicados en
forma de libro bajo el título “Perill a la reraguarda” ("Peligro en la retaguardia"), condenó
duramente lo que llamaba “actos de terrorismo individual”, que
sólo cesaron casi por completo después de los Sucesos de Mayo de
1937.
Con la guerra, Peiró y los demás “treintistas”
vieron imposibilitada su estrategia sindical de consolidación
gradual. La mayoría de los dirigentes anarquistas creyeron que,
además de derrotar al enemigo en el frente, podrían también
revolucionar la sociedad en la que vivían, saltar con las armas al
reino de la libertad y hacer desaparecer el Estado, la Iglesia y la
propiedad. Pero se equivocaron, y no tardaron en comprobar que no
podían ganar la guerra y la revolución por sí mismos. Cuando
empezaron a pensar en tácticas y disciplinas, ya habían sido
desplazados de los verdaderos centros de decisión.
Peiró apoyó la entrada de los anarquistas en el
Gobierno de la Generalitat (“Consejo de la Generalidad”, decían
ellos) en septiembre de 1936, y el último acto de la escalada de la
CNT se produjo el 4 de noviembre, cuando cuatro anarquistas ocuparon
carteras ministeriales en el gobierno del socialista Largo Caballero.
Era la primera vez que unos anarquistas formaban parte del Gobierno
de un Estado. El Comité Nacional de la CNT eligió cuidadosamente a
los cuatro personajes para que con ellos quedasen representados los
dos principales sectores del anarcosindicalismo español en los años
que habían precedido a la guerra: los sindicalistas y la FAI.
Representando al sector sindicalista estaban Juan López y el propio
Peiró, en Comercio e Industria, respectivamente. Y por la FAI,
García Oliver (en Justicia) y Federica Montseny (Sanidad). Montseny
fue además la primera ministra de la historia de España.
Según relató Largo Caballero en “Mis
recuerdos”, Azaña “se negó a firmar los decretos porque le
repugnaba tener en el Gobierno a cuatro anarquistas”. Como Largo le
anunció la dimisión si no firmaba, Azaña “aunque con reservas,
los firmó”. El propio Azaña relataría en sus “Memorias
políticas y de guerra” “que no solamente contra mi opinión,
sino con mi protesta más airada, se impuso la modificación
ministerial de noviembre, con la entrada de la CNT y los
anarquistas”.
La verdad es que aquellos cuatro ministerios poco
tenían que decir a esas alturas en los grandes problemas que
afectaban al Estado, a la revolución y a la guerra. Los libertarios
tuvieron que tolerar una política agraria que no compartían, no
decidían nada en materia militar y, para la aplicación de su
política industrial, Peiró encontró serios obstáculos en los
gobiernos autónomos de Cataluña y País Vasco, precisamente las
zonas donde estaban localizadas las principales industrias (la
Generalitat no permitía al Gobierno central contratar empresas
catalanas, por ejemplo). Ahí, y no tanto en la decisión de
participar en el Gobierno, residen los motivos de lo que después
sería calificado como “fracaso”. Los anarquistas chocaron con la
dura realidad del poder y la guerra y tuvieron que abandonar su
retórica y extremismos revolucionarios. Y sin ellos, la CNT se quedaría
en nada.
Siendo ministro, Peiró consiguió que el Gobierno
reconociera el Consejo de Aragón, aunque éste sólo existiría
durante unos meses. Y tuvo serias tensiones con su colega Juan
Negrín, por entonces ministro de Hacienda, quien se opuso con todas
sus fuerzas a las propuestas de López y Peiró para extender la
colectivización de industrias y otras medidas revolucionarias (como
la incautación y entrega a los mineros de las minas de sales
potásicas de Cataluña).
Las bases sindicales no mostraron apenas
resistencia a la presencia de sus dirigentes en el Gobierno mientras
ésta se produjo. En realidad la ruptura de ese equilibrio llegó con
los Sucesos de Mayo de 1937, que sacaron a los anarquistas del
Gobierno. Fue entonces cuando comenzó a considerarse la
colaboración como el mayor “error” histórico de la CNT y a los
“colaboracionistas” sus principales responsables. Sin embargo,
Peiró siempre sostuvo una opinión muy diferente. Para empezar,
acusó a los comunistas –muy acertadamente- de haber provocado la
crisis de mayo de 1937 (a pesar de que el Gobierno prohibiese las
críticas al comunismo y a la URSS en la prensa anarquista), y denunció
la persecución contra el POUM. Y para seguir, sólo unos meses antes
del final de la guerra, escribió que la consecución del anarquismo,
“más que de sus principios”, dependía “de la Historia y de
las tácticas que se emplean para realizarlo”. La “naturaleza de
la guerra” impedía “todo movimiento contra el Estado, a menos de
contraer la más enorme de las responsabilidades ante el mundo y ante
nosotros mismos: cuando la Historia no se pone de acuerdo con el
anarquismo, que sea el anarquismo el que se ponga de acuerdo con la
Historia”.
Ya fuera del Gobierno, Peiró regresó a la
cooperativa vidriera de Mataró que había dejado para ser ministro,
y se dedicó a escribir artículos como director de “Catalunya”,
periódico de la CNT catalana. En abril de 1938 fue nombrado comisario general de Energía Eléctrica, pero en enero de 1939 tuvo que dejar su casa y
partir con su familia hacia Francia ante la llegada de las tropas
franquistas. El 5 de febrero cruzó la frontera.
En Francia representó a la CNT en la Junta de
Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE), que competía con el
Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE), organizado
por Juan Negrín, y del que se diferenciaba por no tener
representación comunista. Peiró se dedicó a sacar de los campos de
concentración franceses a miembros de la CNT y a facilitarles su
traslado a México.
Cuando los alemanes invadieron Francia, Peiró
decidió quedarse allí pues debía reunirse con su familia. Cuando
trató de huir, fue devuelto por los alemanes a París, aunque éstos
no lo identificaron. El 31 de octubre de 1940 las autoridades
francesas le enviaron una orden de expulsión por la que debía
abandonar Francia antes del 2 de diciembre. No era más que una forma
de evitar su caída en manos de los nazis y su entrega a Franco, como
había pasado con Lluís Companys, que quince días antes había sido
fusilado en Barcelona tras ser detenido en la zona francesa ocupada
el 13 de agosto. Si Peiró lograba llegar a la zona no ocupada,
podría acogerse al convenio franco-mexicano y marcharse a América con
su familia. Sin embargo lo atraparon los alemanes, que
informaron de ello a las autoridades españolas.
En enero de 1941 el Ministerio de Asuntos
Exteriores, que ocupaba Ramón Serrano Suñer, solicitó su
extradición, y mientras, la Dirección General de Seguridad pedía a
la policía de Barcelona los antecedentes de Peiró. Según el
informe aportado por la policía, Peiró había trabajado "por
la organización de sindicatos ácratas, coaccionando siempre que
pudo a los obreros, para que éstos ingresaran en ellos, mostrándose
en toda ocasión como agitador profesional de cuidado". Se
añadía el dato de que había sido detenido ya dieciséis veces
antes de 1924. Se le acusaba de aprovechar el "Glorioso
Movimiento Nacional" para erigirse en director del horno de
vidrio en que trabajaba, ignorando que era una cooperativa y que por
lo tanto no había sido colectivizada. También se le presentaba como
presidente del comité revolucionario de Mataró "siendo en esta
localidad el responsable máximo y principal de cuantos asesinatos se
cometieron hasta mayo de 1937, ya que los ejecutores materiales de
los crímenes no eran más que simples agentes de la autoridad
emanada del referido Peiró". Finalmente, el haber pertenecido
al sector “moderado” de la CNT no le eximía de nada, pues “en
la práctica demostró mayor ensañamiento que los más fanáticos de
la FAI".
Es decir, una sarta de mentiras.
Peiró fue entregado a las autoridades españolas
en febrero, incumpliendo las leyes francesas e internacionales.
Estuvo en la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol de
Madrid, hasta abril, donde fue interrogado y torturado. En los
interrogatorios, pudo dar una lista de personas perseguidas en la
zona republicana a las que había ayudado durante la guerra. La
policía investigó los hechos relatados por Peiró y elaboró un
informe que decía: "Todos los individuos interrogados han
coincidido en asegurar que es verdad que Peiró hizo campañas en sus
escritos contra los asesinatos y desmanes que se realizaron, aunque
siempre defendiendo sus ideales anarquistas, siendo prueba de ello
los artículos que figuran en el periódico Libertad y en el
libro Peligro en la retaguardia". Es decir, que desde un
primer momento sus captores fueron conscientes de la calidad humana
del personaje.
El 9 de abril fue trasladado a Valencia. Parece
bastante seguro que se ofreció a Peiró la colaboración con el
falangismo a cambio de salvar su vida, cosa a la que él se
negó. Recibió las visitas, entre otras, de los jefes falangistas
Juan Gil Senís y Luis Gutiérrez Santa Marina.
Luis Gutiérrez Santa Marina fue un literato
falangista (firmaba como “Luys Santa Marina”) nacido en Santander
y afincado en Barcelona desde 1927. “Camisa vieja”, tras la
contienda fue el único jefe superviviente del falangismo barcelonés
de preguerra. Se había salvado de dos condenas a muerte por
conmutaciones de forma sorprendente, dado el contexto y su categoría
política. En su salvación intervinieron ciertos escritores
catalanistas, por lo que Santa Marina ayudaría más tarde a algunos autores condenados como Agustí Esclasans, y eso explicaría que
al entierro del falangista acudiesen personas de cierto relieve en
la vida cultural barcelonesa cuya presencia en aquel acto resultó
chocante. Santa Marina fue director de Solidaridad Nacional
durante veinticuatro años. El diario del régimen utilizaba la
maquinaria y el local que había tenido Solidaridad Obrera. Se
decía que había sacado de la cárcel a antiguos cenetistas que
habían trabajado en la imprenta del diario para volver a emplearlos
allí.
Acerca de las visitas de los jefes falangistas a
Peiró, escribe García de Cortázar:
Juan Gil Senís y Luis Gutiérrez Santa Marina
le ofrecieron salvar la vida a cambio de su colaboración con el
nacionalsindicalismo, lo que no debe extrañarle, ya que los
falangistas de primera hora siempre habían admirado el anticomunismo
anarquista de la CNT y la visión organizativa y nacional de sus
líderes, con los que compartían antiparlamentarismo y fantasías
revolucionarias. Estrafalarios o no, los jóvenes falangistas se
acercaron al veterano sindicalista con su oferta: conversión y vida.
Ya no había tañido de esperanzas. Había
callado el ruido de los camiones, el griterío de las milicias, el
eco de los obuses, para dar paso al transcurso de las horas bajo cuyo
imperceptible oleaje se sumerge el podría haber sido. Ya no había
tampoco escapatorias y tal vez aquella mano podía librarle de una
ejecución ya anunciada en su traslado a la cárcel de Valencia,
donde había sido ministro. Tal vez, de aceptar esa mano también él,
habría podido hallar refugio en el seno de Falange, como
consiguieron muchos otros anarcosindicalistas que regresaron de
Francia en 1941. Tal vez, de haber luchado contra sí mismo, de
haberse obligado a vivir con otra casaca, habría podido construirse
un futuro en medio del franquismo. Pero las posibilidades, además de
infinitas, son gratuitas, porque Juan Peiró rechazó la oferta.
Quizá porque resignarse a interpretar un papel
que condenaba su pasado era incompatible con su carácter, quizá
porque no quiso resignarse a dejar de ser lo que había sido, porque
estaba en un callejón sin salida, contra el muro, y no tenía escape
y sabía que a un hombre como él, y en la España que había ganado
la guerra, después de lo que había sido y vivido y fantaseado, no
le quedaba otra salida que entregarse por fin a las aguas,
reconciliarse con la muerte y aguardar sin moverse el zarpazo del
verdugo. Hay una reclusión y una renuncia y un abandono de todo
menos de la paz consigo mismo que no están dictados por el orgullo
ni la valentía sino por la coherencia.
El periodo sumarial no se abrió hasta el 31 de
diciembre de 1941, y la sentencia no se dictó hasta el 21 de julio
de 1942. Declararon en favor de Peiró militares,
religiosos, jueces, empresarios, diferentes personas de derechas y el
falangista Santa Marina. Entre los jueces destacaba Francisco Ruiz
Jarabo, futuro ministro de Franco. Veintiocho declaraciones en su
favor, juradas y certificadas. Gente a la que Peiró en su día había
ayudado. Durante el juicio, Santa Marina se enfrentó al presidente
del Tribunal, el coronel Loygorri, y calificó a Peiró de luchador
íntegro, anarquista utópico, hombre honesto y valiente.
A pesar de todo, fue condenado a muerte.
A la salida del juicio, el coronel Loygorri
comentó: "Efectivamente, a este hombre yo le elevo una
estatua por todo el bien que ha hecho a mucha gente, y luego lo
fusilo por haber sido ministro".
Antes de ser fusilado, Peiró pasó unos minutos
con su abogado. Cuando se despedía, el viejo sindicalista notó su
desolación y le dijo: “Váyase, no sufra. No ha podido hacer nada
más…” Y añadió: “No se preocupe. Me gano a mí mismo.”
Joan Peiró fue fusilado a las ocho y media del
atardecer del 24 de julio de 1942 en el campo de tiro de Paterna
junto a otros seis cenetistas. El único privilegio de que había
gozado era haber sido juzgado él solo cuando era normal juzgar y
condenar a grupos enteros, algunos numerosos. Un amigo recogió el
cadáver para que no fuese a parar a la fosa común como el resto y
lo depositó en un nicho que acababa de comprar. Hoy sus restos
reposan en el cementerio de Mataró.
Paradójicamente le fue bastante mejor a otro
destacado líder anarquista, Cipriano Mera. En la guerra fue el más
importante jefe militar anarquista, consiguió un gran prestigio y
llegó a comandar un cuerpo de ejército. Fue detenido en 1942 en el
Marruecos francés y condenado a muerte (lo cual celebraron con una
“chocolatada” los presos comunistas, según contó en sus
memorias). Sin embargo, en 1946 se le concedió la libertad
provisional y pasó clandestinamente a Francia al cabo de algún
tiempo. El hecho de que participase en el golpe del coronel Casado
contra el gobierno de Negrín al final de la guerra no parece
atenuante suficiente, pues Julián Besteiro también formó parte de
aquella sublevación y fue condenado a cadena perpetua muriendo en la
cárcel.
Refiriéndose a los fusilamientos de Julián
Zugazagoitia y Joan Peiró, que tanto hicieron por salvar vidas de
derechistas, escribe Ángel Viñas:
Siempre atento a realzar los valores
cristianos, el régimen los fusiló sin la menor compunción, a pesar
de los múltiples testimonios a su favor.
Y sobre la muerte de Peiró, dice García de
Cortázar:
Juan Peiró murió como los personajes de los
cuentos de Jack London, entre los chacales y el frío, como aquel que
tumbado contra el tronco de un árbol se dispone a entregar su vida
al saberse condenado a una muerte por congelación en los paisajes
helados de Alaska. Las palabras “Me gano a mí mismo”, que al
igual que las palabras de Maeztu frente a los fusiles milicianos
(“¡Vosotros no sabéis por qué me matáis, yo sí sé por qué
muero, porque vuestros hijos sean mejores que vosotros!”),
pertenecen a la tradición oral y no retroceden ante la leyenda,
recuerdan la frase final de London:
“Cuando hubo recobrado el aliento y el
control, se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar
la muerte con dignidad”.
O mejor, recuerdan a un personaje de una novela de Baroja perdido en la historia. Tiempo después de su ejecución, el falangista y ministro de Trabajo José Girón diría: “Bien sabe Dios que hice todo lo posible para salvar a ese hombre, pero no fue posible.”
O mejor, recuerdan a un personaje de una novela de Baroja perdido en la historia. Tiempo después de su ejecución, el falangista y ministro de Trabajo José Girón diría: “Bien sabe Dios que hice todo lo posible para salvar a ese hombre, pero no fue posible.”
Más información:
-AAVV, “La Guerra Civil Española mes a mes”,
vol. 16, Biblioteca El Mundo, 2005.
-Casanova, Julián, “De la calle al frente. El
anarcosindicalismo en España (1931-1939)”, Crítica, 1997.
-Elorza, Antonio y Bizcarondo,
Marta, “Queridos camaradas. La Internacional Comunista y
España, 1919-1939”, Planeta, 1999.
-García de Cortázar, Fernando, “Los perdedores
de la Historia de España”, Planeta, 2006.
-Moradiellos, Enrique, “Negrín”, Península,
2006.
-Viñas, Ángel, “La soledad de la República”,
Crítica, 2006.
-Viñas, Ángel, “El escudo de la República”,
Crítica, 2007.
Qué buen artículo, Pedro.
ResponderEliminarEs una verdadera pena que este tipo de personas, por su integridad y trayectoria vital, no sean más conocidas y valoradas.
Un abrazo
ResponderEliminarIgualmente, Javier :)