Aquella mañana, Boyle
fue al encuentro de su nueva novia, Marietta. “Quiero que me prometas amor
eterno”, le espetó ella de pronto. “Pero si casi no nos conocemos. No te puedo
prometer algo que no sé si se va a cumplir, ni por mi parte ni por la tuya”, contestó
él intentando ser sincero. Ella insistía. Él entonces trató de explicarle que
el amor rara vez dura eternamente, que lo sabía por experiencia, y que además
estaba de acuerdo con Platón cuando decía aquello de que la mayor declaración de amor es la que no se hace. Marietta se puso
a llorar. Él la abrazó, la besó y trató de hacerle ver que no tenía sentido
perder el tiempo con discusiones absurdas, que debían disfrutar de cada
momento, que ella le gustaba mucho, que quería seguirla viendo y conociendo, y
hacer todo lo que estuviera en su mano para que fueran muy felices juntos.
Viendo que a pesar de todo ella no parecía satisfecha, Boyle empezó a sudar
como un pollo asado, cosa que le extrañó ya que la temperatura permanecía
constante. Cuando más tarde llegó a su casa notó que la ropa le quedaba algo más grande,
pero no le dio importancia.
Poco tiempo después,
Marietta, en un ataque de celos, le hizo saber que no le gustaba que él tuviera
amistades femeninas. “Pero son eso, amigas. Y ya las tenía cuando me
conociste”, dijo él honestamente. Ella se enfadaba con frecuencia por ese
motivo, y cuanto más le presionaba al respecto, más pequeño se sentía Boyle. De
hecho, tuvo que comprarse ropa nueva de una talla menor.
Unas semanas más tarde,
ella le anunció su intención de irse a vivir con él a su casa. “¿Ya? No sé, yo
te quiero pero ahora tenemos demasiadas discusiones, la convivencia es
complicada y podría empeorar la situación, te lo digo por experiencia; creo que
deberíamos esperar un poco”, respondió él. De nuevo se repitió el mismo trance:
ella lloraba y él se sentía presionado. Al cabo de un rato se levantaron y él
comprobó asombrado que ya no era más alto que su novia. Y además se le cayeron
los pantalones.
Un día en que estaban
en casa de la familia de Marietta, el padre, que era como Robert de Niro pero
calvo y con bigote, lanzó a Boyle la siguiente pregunta delante de todos: “Y tú
en qué plan vas con mi hija, a ver”. “Bueno, yo la quiero, claro”, acertó a
decir Boyle empapado en sudor mientras se sujetaba los pantalones. No olvidaba
que su suegro tenía una escopeta de caza en casa y que la usaba a menudo.
Marietta vivía sola en
una casa alquilada. Bueno, exactamente sola no: la casa tenía cucarachas y le
daban un asco terrible. Una mañana, encontró uno de esos repugnantes bichos en
su brazo, por dentro de la manga de su pijama, lo que la sumió en un ataque de
pánico. “¡Dicen mis amigas que por qué no haces algo!”, le gritó a Boyle en
cuanto le vio. “¿Y qué quieres que haga?”, contestó él mientras empezaba a
sudar. “¡Se supone que eres mi novio, tú sabrás!”, continuó gritando ella. “¿Tengo
cara de plaguicida? Quéjate a los dueños de la casa y que se ocupen ellos de que desaparezcan las cucarachas, que
para eso les pagas”. Boyle sabía que Marietta esperaba que la rescatara de los
temibles insectos llevándola a vivir con él, pero seguía pensando que era
demasiado pronto para dar ese paso. De nuevo tuvo que comprarse ropa nueva. Más
pequeña aún.
Hay que decir que, a pesar
de que tenían problemas, en general se sentían bien juntos. En cierta ocasión
dieron un paseo en un globo aerostático conducido por un tal señor Arquímedes.
Así las cosas, al cabo
de pocos meses Boyle accedió a que Marietta viviera con él. Durante un tiempo observó satisfecho
cómo recuperaba su estatura, hasta el día en que ella le dijo que se veía muy
bien con un bebé en brazos y que quería que tuvieran un hijo. “Ahora no, más
adelante, no te preocupes”, añadió. “Ah, vale”, respondió él aliviado. “¿Pero
tú quieres tener un hijo conmigo?”, preguntó ella de repente. “Pues no sé,
nos tenemos que conocer más, cuando llegue el momento ya veremos”, se defendió él. Aunque Boyle había sido
sincero, a Marietta no le gustó su respuesta, y él de nuevo empezó a notar que
la ropa le quedaba enorme. Boyle pensó que si seguía así no tendrían necesidad
de tener ningún hijo: él mismo podría hacer de bebé.
Un tiempo después,
Marietta le anunció una nueva propuesta: “Mi padre quiere que esta casa sea de
los dos, que esté a nombre de ti y de mí, así que ha pensado en pagarte la
mitad de su valor”. En ese momento Boyle ya tenía que mirar hacia arriba para
ver la cara de su novia. “Mira, no creo que tu padre tenga que meterse en
nuestros asuntos, la verdad”, fue la respuesta que acertó a dar mientras ella
ponía cara de decepción.
Después de aquello,
Boyle empequeñeció aún más. Usaba tallas de niño, y aunque acudió al médico
varias veces, nadie supo explicarle lo que le ocurría.
No mucho más tarde,
Marietta rompió la relación. Él era demasiada poca cosa para ella y ya no lo
quería, así que se perdieron de vista.
Boyle recuperó rápidamente
su tamaño normal.
Y bien que hizo. Al pobre lo estaban consumiendo. Pero Boyle debería pensar que en el fondo Marietta le hizo un favor.
ResponderEliminarBesos piscineros
Todo sea por la ciencia.
EliminarBesos sudorosos (por el calor, claro).