Censorship, de Eric Drooker
Los totalitarismos
clásicos (el nazismo y el estalinismo) afortunadamente desaparecieron hace
tiempo, aunque queden supervivencias residuales. Pero, como afirma Alain de
Benoist en su interesantísimo libro Comunismo
y nazismo, “la caída de los sistemas
totalitarios del siglo XX no aleja el espectro del totalitarismo. Invita más
bien a interrogarnos sobre las nuevas formas que éste podría revestir en el
futuro”.
Añade Benoist
que “las democracias liberales no están
en absoluto inmunizadas, por su propia naturaleza, contra el totalitarismo”.
Explicaré un
poco esto.
La modernidad -la Edad Contemporánea- comenzó con la Revolución francesa, en 1789, una revolución que, recordemos, degeneró en el Terror de 1793. En 1794, en la región francesa de la Vandea, tuvo lugar lo que es considerado cada vez por más historiadores como el primer genocidio de nuestra era: 180.000 personas, hombres, mujeres y niños, fueron asesinadas por “contrarrevolucionarias”. Más tarde Lenin reivindicaría ese mismo terror.
De igual manera
que la Revolución francesa, sus herederos directos, los regímenes democráticos,
no han estado exentos de crímenes de masas y rasgos totalitarios.
El Reino Unido
organizó en 1847 la Gran hambruna
que provocó la muerte de uno de cada cinco irlandeses. Las hambrunas que asolaron la India a finales del siglo XIX resultaron ser aun peores. También fueron los
británicos –junto a los españoles en Cuba- de los primeros en emplear campos de concentración, concretamente
durante las Guerras de los Bóeres.
Como ya conté aquí, en los años cincuenta, en Kenia, los británicos encerraron a un millón y
medio de personas en campos de concentración con la excusa de la lucha contra el Mau Mau. Murieron
cientos de miles y muchas más fueron torturadas.
El Estado Independiente del Congo fue, pese de su nombre, una colonia privada del rey Leopoldo II, soberano de la democrática
Bélgica entre 1865 y 1909. Durante más de veinte años, Leopoldo II se dedicó a
explotar de forma brutal los recursos naturales del Congo utilizando para ello
a los indígenas como esclavos, sometiéndoles a un régimen de terror. Como
resultado murieron millones de ellos.
De sobra es
conocido el genocidio llevado a cabo por los EEUU contra sus propios indígenas
en las llamadas Guerras Indias.
Unos EEUU que disfrazan su imperialismo de “defensa de la libertad y de la
democracia”. Unos EEUU que, sin ir más lejos, apoyaron por ejemplo a los
genocidas Jemeres Rojos en 1979 con
el objeto de debilitar a Vietnam.
Según Giles Perrault,
si se hace el balance de la expansión
colonial y “se pone en relación el número de sus víctimas con la cifra
–mediocre- de su población, Francia se sitúa en el grupo de los países que
mayores masacres han cometido en la segunda mitad de este siglo” (Le Monde diplomatique, diciembre de
1997, p. 22). Francia fue asimismo acusada no hace mucho de haber apoyado a los genocidas en Ruanda.
Y bueno, habría
que recordar que durante la Segunda Guerra Mundial los países democráticos,
además de aliarse con Stalin, no dudaron en provocar masacres entre los civiles
(bombardeos sobre las ciudades de la Europa ocupada por los nazis y sobre Japón, incluyendo los dos atómicos)
para obtener la victoria sobre sus adversarios. Unas masacres que no parece que
fueran muy necesarias para alcanzar tal objetivo.
Podría seguir
poniendo ejemplos y no terminaría nunca.
El totalitarismo
es en realidad la aspiración a la homogeneidad, a la eliminación de las
diferencias, al pensamiento único, a lo unitario. Los totalitarismos del siglo
XX reaccionaron igual que los revolucionarios franceses a finales del siglo
XVIII: con la voluntad de aniquilar al enemigo –real o supuesto- para salvar el
mundo. La Revolución francesa, que a su vez seguía el ejemplo de la estadounidense, fue la primera que movilizó a las masas y eliminó todo lo
que se interpusiera entre el poder central y los individuos. Como ya he apuntado, Lenin, fundador de la URSS, se declararía su heredero. Por otro lado,
la influencia en el nazismo del nacionalismo y del concepto de la unidad
nacional, ambos surgidos de la Ilustración
y propagados desde la Revolución francesa, parece innegable. Nazismo y
comunismo son hijos de la modernidad. Esto queda confirmado por François
Rouvillois cuando escribe con respecto al primero que “lo que le hace criminal no es lo que le distingue del marxismo, sino
muy precisamente lo que comparte con él”.
El racionalismo
y el cientifismo, la idea de que todo puede ser sometido a la razón, proviene de la Ilustración. Recordando el Holodomor,
la brutal colectivización soviética llevada a cabo a inicios de los años
treinta que provocó la muerte de millones de personas, Benoist nos dice que “la colectivización, con su obligado
corolario de industrialización, es en sí misma eminentemente moderna: la
aniquilación de los kulaks aspira ante todo a obligar a una clase campesina
“arcaica” a que acepte los principios de la modernidad”. Por otro lado, el
régimen nazi puso el mayor interés en modernizar Alemania: a la vez que
instrumentalizaba ciertos elementos de la tradición germánica otorgó una
importancia capital a la técnica, potenció el turismo masivo, el tráfico
automovilístico y el desarrollo de las ciudades.
Aunque de
primeras pueda parecer contradictorio, los totalitarismos fueron a la vez
religiones modernas y resultado del racionalismo propio de la modernidad. Las
masacres y los crímenes que perpetraron resultaron ser formas extremas de
racionalidad instrumentalizada.
Curiosamente, la
democracia liberal condena el totalitarismo soviético y a la vez se proclama, como
él, heredera de la Revolución francesa. De esta forma se pone en evidencia que
la democracia parlamentaria y el comunismo son dos corrientes diferentes de la
misma ideología de la Ilustración: la primera aspira al progreso respetando los
derechos humanos, mientras que el segundo pretende progresar a través de la
revolución. El ideal es el mismo, la diferencia está en la forma de realizarlo.
Según Claude Polin, “comprender el totalitarismo tal vez sea comprender que las
sociedades industriales, al igual que los regímenes democráticos, son
susceptibles de dos versiones: la liberal y la totalitaria”. O dicho de otra
manera: una misma inspiración puede desembocar en dos regímenes completamente
diferentes.
Ahora bien, como
señalé al principio, el liberalismo no es inmune al totalitarismo
precisamente por su parentesco con él. Cualquier democracia parlamentaria puede
caer en el totalitarismo de la misma forma que 1789 llevó a 1793. Ya he puesto unos cuantos ejemplos.
Si admitimos
además que el totalitarismo se caracteriza más que por sus métodos por sus
aspiraciones, tendremos que aceptar que podría adoptar formas muy diferentes de
las que ya conocemos. Los regímenes totalitarios no han sido dirigidos por
hombres que gozaban causando el mal y que mataban por placer, sino por tipos
que pensaban que esa era la forma más sencilla de conseguir sus objetivos. Es
decir, el totalitarismo no implica recurrir a tal medio en lugar de otro, y por
eso deberíamos estar alerta ante las nuevas formas que podría adoptar. La
historia siempre se repite, aunque no de la misma manera. La gracia consiste en
identificar esas nuevas formas de los horrores para así evitarlos. Alexis de
Tocqueville se refirió en su libro La
democracia en América a un sistema de opresión no basado en la violencia,
sino en una nueva forma de servidumbre en la que el hombre se vería
plácidamente despojado, incluso con su propio consentimiento, de su humanidad.
En 1984 George Orwell imaginó una
sociedad en la que el Gran Hermano
consigue no solo hacerse obedecer, sino también hacerse querer por aquellos a
quienes ha esclavizado. La erradicación de la diversidad puede lograrse tanto
con la violencia como con la persuasión y el condicionamiento. Hay autores que
ya han señalado rasgos totalitarios en nuestra sociedad: la constitución de
monopolios, la uniformización de las costumbres, la orientación conformista de
los pensamientos, la chocante conjunción del individualismo y del anonimato
masivo, la socialización de los individuos a través de los medios de comunicación,
la reducción del hombre al estado de objeto, la transformación de los
ciudadanos-consumidores en esclavos de la mercancía, la reducción de los
valores a los de la utilidad mercantil. Como señala Benoist: “Lo económico se ha adueñado hoy de la pretensión
de lo político a poseer la verdad última de los asuntos humanos. De ello se
deriva una progresiva “privatización” del espacio público que amenaza conducir
al mismo resultado que la “nacionalización” progresiva del espacio privado por
los sistemas totalitarios”.
Las democracias defienden teóricamente los derechos humanos, pero combatir o ejercer la violencia en nombre de los mismos puede ser una postura equívoca, puesto que transforma automáticamente en enemigos de la humanidad a quienes impugnen la legitimidad de esa lucha. Las sociedades liberales exhiben hoy, en muchas ocasiones, un pluralismo de fachada. Igual que las dictaduras, no están dispuestas a aceptar que sus normas no sean necesariamente asumidas y reconocidas por todo el mundo. Se reclaman de la ideología de los derechos, pero consideran que estos pueden fundarse sin tener en cuenta que los intereses, las aspiraciones y las concepciones humanas son no solo diversas, sino infinitas. Del mismo modo que los totalitarismos, las democracias también tienden a mostrarse como el único sistema universalmente posible, como si fueran una “evidencia” que debe imponerse a todos, y la vez criminalizan a quienes piensan diferente.
Citando de nuevo
a Benoist: “Aunque con otros métodos, el
mercado, la técnica y la comunicación afirman hoy lo que los Estados, las
ideologías y los ejércitos afirmaban ayer: la legitimidad de la dominación
completa del mundo”.
En las
sociedades liberales no ha desaparecido la normalización, sino que solo ha
cambiado de forma. La censura por el mercado ha sustituido a la censura
política. Ya no se deporta o fusila a los disidentes, sino que se les
margina, se les ningunea, se les silencia. La publicidad ha sustituido a la
propaganda y el conformismo ha tomado la forma del pensamiento único. El
consumismo moldea cada vez más los comportamientos sociales. Internet ha
supuesto un desafío a la autoridad de los gobiernos, pero cada vez son mayores
los intentos que se hacen de controlar o manipular las redes por parte de los
poderes. Vemos en nuestra sociedad que los grandes partidos políticos cada vez
se diferencian menos, lo que conduce, de hecho, a recrear un régimen de partido
único en el que ya no hay formaciones con distintos objetivos, sino tan solo
diferentes maneras de difundir los mismos valores y de lograr los mismos fines.
Se manipula el lenguaje, se sustituye por ejemplo el término capitalismo por el de liberalismo, que según la primera definición de la Real Academia Española es la actitud que propugna la libertad y la tolerancia en las relaciones
humanas. Si tenemos en cuenta, además, que en la web WordReference.com
aparecen en la lista de antónimos de liberal
términos tales como absolutista, dictatorial, intolerante e incluso tacaño
y miserable, tendremos que concluir
que obviamente resulta mucho más difícil definirse como antiliberal que como
anticapitalista.
El fracaso del
comunismo solo evidenció que el liberalismo era más capaz que él de conseguir
su ideal. Con el fin del comunismo, el capitalismo perdió a su mejor valedor.
Hoy los regímenes liberales tratan de atesorar el recuerdo de los
totalitarismos presentándose así como los únicos sistemas respetables, e
incluso como los únicos posibles. Y cuando se les hacen ver sus propias taras
vuelven a recurrir al fascismo o al comunismo a modo de espantapájaros. Sin
embargo, si la caída del comunismo fue sin duda una victoria del capitalismo,
queda aún por demostrar que haya significado también una victoria de la
democracia. En el pasado se utilizó el antifascismo para legitimar al comunismo
y el anticomunismo para legitimar al fascismo. Hoy es la evocación del
totalitarismo lo que se instrumentaliza para hacer aceptar el capitalismo o los
estragos del mercado. Se trata de que la gente no perciba ninguna alternativa
entre el capitalismo y el horror, lo cual es una forma de proceder obviamente
inaceptable. Otra vez citaré a Benoist: “De
igual modo que los logros positivos de un régimen totalitario no pueden
justificar sus crímenes, o que los crímenes de un régimen totalitario no pueden
justificar los de otro, el recuerdo de los sistemas totalitarios no puede hacer
aceptar la sociedad actual en lo que tiene de más destructivo y deshumanizante.
No se tiene el derecho de aceptar una suerte injusta, so pretexto de que se
podría sufrir otra peor. Los sistemas políticos tienen que ser juzgados por lo
que son, no mediante la comparación con otros, cuyos defectos atenuarían los
suyos. Cualquier comparación deja de ser válida cuando se convierte en excusa:
cada patología social tiene que ser estudiada por separado”.
El mundo actual, gracias a la
globalización, está
dominado por el capitalismo en su versión más extrema. Se le llame liberalismo o neoliberalismo, sigue siendo capitalismo. Y se nos hace creer que,
aunque no sea el sistema ideal, sí es satisfactorio y que no hay otro posible.
Este es un mantra repetido por los responsables económicos y políticos, así
como por multitud de tertulianos, intelectuales y periodistas con acceso a los
principales medios de comunicación. Y a los que disienten se les menosprecia y
se les tacha de totalitarios.
En Occidente, el
capitalismo se expandió en el siglo XIX gracias a la Revolución industrial y también a la brutal explotación de los
trabajadores. En las últimas décadas el capitalismo extremo ha causado la
práctica desaparición del pequeño campesino, engullido por las grandes explotaciones
agrícolas. Las consecuencias son conocidas: contaminación, destrucción del
medio ambiente y degradación de la calidad de los productos agrícolas, todo
ello a costa del contribuyente, pues la agricultura no ha dejado de estar
subvencionada. También va desapareciendo el pequeño comercio, sobre todo el de la alimentación, en beneficio de las grandes cadenas de distribución y de los
hipermercados. En el mundo moderno las industrias se concentran en grandes
firmas, primero nacionales y luego transnacionales, que alcanzan tales
magnitudes que poseen en ocasiones tesorerías más importantes que las de los
Estados y pretenden hacer la ley por encima de ellos para asegurar su
incontrolable poder.
La modernidad nos
ha traído la automatización y la informática, lo que ha hecho que después del
campo se vayan vaciando también las fábricas y las oficinas. Como el ultracapitalismo
ni sabe ni quiere repartir los beneficios del trabajo, y encima facilita el
despido (hay que “racionalizar” la producción para poder competir), ha
provocado por todo ello un aumento bestial del desempleo. Cuantos más parados hay, menos se les
indemniza y por menos tiempo. Cuantos menos trabajadores, más se prevé reducir
las pensiones de jubilación. Y esto después de que no hayan cesado de disminuir
los salarios mientras que los beneficios de las grandes compañías no han cesado de incrementarse. Se valora positivamente el aumento de la inversión extranjera, aunque
habría que preguntarse si no será el descenso de los salarios lo que atrae a
los inversores. Y lo peor está por llegar: los servicios públicos como la
educación, la salud, la protección del medio ambiente o las ayudas sociales no
estarán asegurados en el futuro, ya que no entrañan beneficios para el sector
privado
Los apologistas
de capitalismo, perdón, liberalismo, nos presentan a los EEUU como líder de la
prosperidad económica. En EEUU, paraíso
del capitalismo, el porcentaje de pobreza alcanzó en 2010 el 15,1%: 46,2
millones de personas, la mayoría de ellas negras.
Todo ello con
respecto a Occidente. Hablemos ahora del Tercer Mundo. No es posible calcular
los millones de muertos imputables a siglo y medio de colonialismo y
neocolonialismo, aunque sí podemos hacer una lista de los estragos cometidos a
lo largo de ese periodo: esclavitud, represión, torturas, robos de tierras y de
recursos naturales, creación o desmembración artificiosa de países, imposición
de dictaduras, monocultivos en sustitución de los cultivos tradicionales,
destrucción de modos de vida y de culturas ancestrales, deforestación y
desertificación, catástrofes ecológicas, hambrunas, migración de poblaciones
hacia las metrópolis, donde les esperan el paro y la miseria… Los organismos
internacionales que regulan el desarrollo de la industria y del comercio –el
Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la Organización Mundial
del Comercio (OMC)- solo han servido para endeudar a los países del Tercer
Mundo y para imponerles el credo del capitalismo a ultranza.
¿Cómo se expande
hoy el ultracapitalismo?
De varias
formas. A través de la explotación
de los recursos de distintos países por parte de las grandes compañías gracias
a la colaboración de dirigentes sumisos a los que se apoya; consolidando –y a
veces instalando- dictaduras, más
eficaces que las democracias para proteger los bienes de las empresas; con la venta de armas, creando una deuda
eterna (sin equis) que permite controlar la economía de los países compradores; reprimiendo las protestas y recortando los derechos; a través de la esclavitud
en el Tercer Mundo y de la servidumbre
de los inmigrantes ilegales; a través de la corrupción, ya que las multinacionales tienen tales influencias y
ejercen tales presiones financieras y políticas que terminan por convencer o comprar a muchos dirigentes; gracias a
la propaganda, la publicidad y la manipulación de la información: invocando siempre generosos ideales
como la defensa de la democracia, de la libertad, de los valores occidentales, etc.
Pero la forma
más brutal es a través de la guerra.
La guerra contra los países rebeldes que no respetan los intereses
occidentales. Desde hace unas décadas el principal papel en esto lo tiene
EEUU, para lo cual no ha cesado de practicar una política armamentística que a la
vez ha prohibido a otros países. En este punto tengo que referirme al “mesianismo democrático”, término
acuñado por Tzvetan Todorov en su libro La
experiencia totalitaria. El “mesianismo democrático” es aquel que, en nombre de la defensa de la
democracia y de los derechos humanos, pretende imponerse al mundo entero. Esta política imperialista ha sido ejercida
por los EEUU y sus aliados a lo largo del siglo XX por ejemplo en América Latina,
en Vietnam, en Indonesia o en Timor Oriental. En los últimos años, tras la caída del comunismo, se ha continuado
poniendo en práctica aún con más ímpetu en países como Afganistán e Irak, siempre
justificándose en la política hostil o retrógrada de sus gobiernos, pero bajo
intereses estratégicos o económicos evidentes. Para lograr sus objetivos, los
defensores de la democracia y de la libertad no han dudado en emplear cualquier
medio, como la guerra o la tortura. Los partidarios de esta estrategia
aparentemente tienen ideas políticas diversas: la invasión de Irak fue obra de
George W. Bush, pero el responsable de la intervención en Kosovo fue Bill Clinton,
mientras que la guerra de Afganistán es sostenida actualmente por Barack Obama.
La tarea parece no haber acabado, pues siguen existiendo claros candidatos a
ser víctimas de este “mesianismo democrático”, como Irán, sin ir más
lejos.
La ilegalización de partidos políticos en democracia -supuestamente por ser contrarios a esta- y la llamada “guerra sucia”, podrían encuadrarse también dentro del “mesianismo democrático”. La nueva utopía
de nuestro tiempo parece ser la instauración mundial de la democracia liberal y del
capitalismo.
Volviendo al
parentesco entre la democracia liberal y el comunismo, llama la atención que
muchos de los actuales gurús neocons
y ultraliberales sean antiguos comunistas o radicales de izquierdas. No es
extraño que algunos famosos neocons de
nuestros días fuesen defensores de la religión comunista hasta finales de los
años sesenta o setenta y que, ante la realidad del Gulag y las dictaduras
comunistas, quedasen desengañados y hayan evolucionado hasta ser hoy acérrimos
defensores del "derecho de injerencia" y de la "guerra
democrática". Es decir, de la exportación militar de la democracia y del
capitalismo. El cambio no ha sido muy grande. En realidad solo ha cambiado el
carácter de su mesianismo, pero siguen creyendo tener la razón absoluta y
defienden que se imponga el bien por
la fuerza. Como dice Todorov: "El
ultraliberalismo no es sólo enemigo del totalitarismo, sino que es además, al
menos en determinados rasgos, un hermano-enemigo, una imagen inversa, pero
también simétrica".
La defensa de
los derechos humanos puede acercarse al totalitarismo si toma un carácter
mesiánico. Y es que no deberíamos preocuparnos de defender los derechos del
hombre a toda costa, sino más bien de cómo lo hacemos. Cito de nuevo a Todorov:
"En lugar de constituir un ideal personal, un horizonte de acciones que
lleva a cabo la sociedad civil y un fundamento de la legislación en los países
democráticos, se presentan como el principio operativo de la política exterior
de un Estado, lo que legitima las guerras cuya finalidad es instaurar el
bien".
La democracia,
como todo lo que se muestra a sí mismo como máxima verdad y trata de imponerse
al mundo entero, también puede ser totalitaria. Entre otras cosas porque la libertad no siempre es el bien que los individuos prefieren a cualquier otro, y porque la negación absoluta de un radicalismo no deja de ser otro radicalismo.
Para terminar,
citaré una vez más a Todorov:
“¿Pueden aprender algo de la historia de los regímenes
totalitarios los actuales habitantes de los Estados liberales, que nunca los
han conocido y que no corren el peligro de conocerlos? Me empeño en creer que
sí. Hoy en día estos regímenes están muertos o moribundos, pero su historia
sigue siendo de actualidad, ya que permite entender mejor las luchas que han
forjado nuestra identidad política actual y, esperemos, ofrecer resistencia a
las prácticas que reaparecen en el propio seno de las democracias”.
Esas prácticas
existen. Pongámosles freno o el futuro pintará muy negro.
Más información:
-AAVV, “El libro
negro del capitalismo” (Txalaparta, 2008).
-Benoist, Alain
de, “Comunismo y nazismo” (Áltera, 2005).
-Ferro, Marc et
al., “El libro negro del colonialismo” (La Esfera de los Libros, 2005).
-Todorov, Tzvetan,
“La experiencia totalitaria” (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2010).
Este artículo debería ser portada de nuestra prensa.
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