miércoles, 1 de febrero de 2017

El Holocausto y el mito de la Gran Guerra Patria (IV)


Antes de nada, hay que tener en cuenta que existen una primera, una segunda y una tercera parte.



El judío eterno, de Fritz Hippler (1940)


Hitler no era un nacionalista alemán seguro de la victoria de su país que aspirara a ampliar el Estado alemán, sino un anarquista zoológico que creía que debía restaurar el orden natural de las cosas.

Timothy Snyder


La mayoría de los judíos del mundo se salvaron del Holocausto simplemente porque el poder germano no llegó a los lugares donde vivían y porque este no suponía ninguna amenaza para los Estados de los que eran ciudadanos. Los judíos con pasaporte polaco estuvieron a salvo en los países que reconocían el Estado polaco anterior a la guerra, mientras que fueron asesinados en los países que no lo reconocían. Los judíos estadounidenses y británicos estaban seguros, en principio, no solo en sus países, sino en todo el mundo. Los nazis no se plantearon asesinar a los judíos que disponían de pasaportes británicos o estadounidenses y, salvo contadas excepciones, no lo hicieron. La supervivencia judía dependía pues de la estatalidad. Como hemos visto, el genocidio se acercó al 100% de judíos asesinados en las zonas en las que el Estado fue doblemente destruido por los soviéticos y los nazis (Polonia y los países bálticos, que sufrieron una doble ocupación) y fue de un porcentaje muy elevado en las zonas de la URSS prebélica ocupadas por Alemania. El exterminio tendía a consumarse en el extremo de la destrucción del Estado y apenas ocurría en el otro extremo, el de la integridad del Estado, que fue el caso de Dinamarca. En el resto de países que fueron aliados de Alemania o que resultaron ocupados por ella (o ambas cosas), los nazis no lograron completar la Solución Final. Dichos países estaban en la zona intermedia entre los dos extremos que he mencionado, y la política alemana establecía que los judíos residentes allí tenían que ser extraídos, deportados y ejecutados. A pesar de que en esos países se exterminó a una cantidad espantosa de judíos y de que estos corrían una suerte mucho peor que sus conciudadanos, la tasa no fue tan alta como en la zona de no estatalidad. La escala del sufrimiento del pueblo judío -uno de cada dos fue asesinado- sobrepasa la de cualquier otro colectivo durante la Segunda Guerra Mundial. Con todo, la diferencia con la tasa de asesinatos en la zona de no estatalidad -aquí, de cada veinte judíos diecinueve fueron asesinados- es enorme y merece ser observada con atención.



Sin Estado no hay ciudadanía, no hay protección estatal. Los judíos fueron asesinados sobre todo en las zonas sin Estado, pero el resto de los crímenes masivos nazis -la muerte por inanición de los prisioneros de guerra y los asesinatos de la población civil- también ocurrió principalmente en esos lugares. En los Estados aliados de Alemania, o en los que fueron ocupados por esta de una forma más tradicional, los no judíos que protegieron a los judíos rara vez fueron castigados por ello. Para ilustrar esto, Snyder pone un ejemplo comparativo acerca de los destinos de tres famosos cronistas de la época. Victor Klemperer fue un escritor alemán, periodista y catedrático de filología, de origen judío, autor de un excelente estudio del lenguaje del Tercer Reich. Annelies Marie Frank, conocida en español como Ana Frank, fue una niña judía alemana que emigró a Ámsterdam con su familia antes de la guerra escapando del régimen nazi. En los Países Pajos, Frank escribió un diario que con el tiempo se convirtió en la obra más leída sobre el Holocausto. Emanuel Ringelblum fue un historiador de la vida judía en Polonia y un activista en favor de los judíos. Organizó todo un archivo dentro del Gueto de Varsovia que es una de las colecciones de documentos más importantes sobre el Holocuasto. "Hay que recoger todo lo que se pueda -decía Ringelblum-. Ya lo clasificarán después de la guerra". Klemperer, por ser cuidadano alemán casado con una mujer no judía, no estaba sujeto a la política de deportación y exterminio de los judíos alemanes. De ese modo, y al igual que otros muchos judíos de su país, sobrevivió, como también quienes lo protegieron. Ana Frank también era judía alemana, pero al huir a los Países Bajos perdió la posibilidad que le ofrecían las Leyes de Núremberg de pertenecer a un Estado residual. Ella y su familia fueron descubiertos y deportados a Auschwitz. Ana murió probablemente de tifus después de ser trasladada a Bergen-Belsen. Los ciudadanos holandeses que escondieron a Ana y su familia sobrevivieron, ya que lo que habían hecho no constituía delito en los Países Bajos. La historia de Ringelblum es bien diferente. Fue capturado y rescatado en muchas ocasiones, ayudado por polacos judíos y no judíos. Finalmente su escondite fue descubierto por los nazis y tanto él como los polacos que lo escondían fueron asesinados: no estaban protegidos por ningún Estado.



 

Victor Klemperer, Ana Frank y Emanuel Ringelblum


La existencia de un Estado equivalía para los judíos a ciudadanía, aunque fuera atenuada y humillante. Este estatus permitía la posibilidad legal de la emigración, y muchos judíos alemanes y austriacos la aprovecharon, aunque conllevara la pérdida de sus bienes y de cualquier vínculo con su vida anterior. La ciudadanía también incluía un código civil, por discriminatorio que fuera, que les posibilitaba reclamar sus propiedades, que podían ser intercambiadas, obviamente en condiciones muy injustas, por el derecho a marcharse.

A menudo se considera la explotación legal de los judíos como un paso hacia el exterminio, pero no fue exactamente así. La discriminación legal, por dolorosa y humillante que fuera, siempre conllevaba menos riesgo para la población judía que un cambio de régimen o que la desaparición de la autoridad estatal, situaciones que dejaban a los hebreos totalmente desprotegidos al perder el acceso al código civil y además a los derechos de propiedad. En lugar de intercambiar sus propiedades por la vida, perdían ambas. La discriminación legal en los Estados antisemitas no suponía un camino seguro hacia la muerte, pero la destrucción del Estado sí. La ciudadanía implica el acceso a una burocracia. La burocracia tiene fama de haber sido lo que mató a los judíos, pero lo cierto es que fue más bien su desaparición lo que propició su asesinato. En la mayoría de las administraciones el tiempo se detiene y los problemas se resuelven a base de solicitudes e incluso sobornos. Las burocracias, salvo la alemana, permitían presentar alegatos en favor de los judíos o denunciar su situación. Las burocracias de los países ocupados solían escurrir el bulto ante las pretensiones nazis, o tendían a esperar órdenes claras y documentación apropiada, lo que hacía ganar tiempo a los judíos. Muchas de las características que convierten la burocracia en algo exasperante en la vida diaria podían significar, y así fue de hecho, la supervivencia para los judíos. Incluso la burocracia alemana, a pesar de años de influencia nazi, fue incapaz de acabar con los judíos de su país. Los funcionarios germanos nunca recibieron instrucciones claras y tajantes sobre quiénes contaban como judíos dentro de los ciudadanos alemanes. En la tristemente célebre Conferencia de Wannsee, celebrada en enero de 1942, esta fue la cuestión que más tiempo acaparó y nunca se llegó a resolver, ni entonces ni después. No fue por falta de ganas: los nazis pretendían limpiar "el torrente sanguíneo de Alemania y de toda Europa" de la "sangre judía", y solo podían hacerlo invadiendo los países cercanos y destrozando sus gobiernos. Los judíos alemanes no murieron por culpa de la burocracia nazi, sino por la destrucción de las burocracias de otros países. Salvo excepciones, no fueron asesinados en Alemania, sino que fueron extraídos de allí y deportados al Este, a zonas libres de burocracia, donde antes de la guerra habrían estado a salvo.

Unos 170.000 judíos alemanes fueron asesinados en el Holocausto, aproximadamente un 55% de los que quedaban en el país al inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Los burócratas servían a Estados soberanos, por lo que se cuidaban de no comprometer la ciudadanía, ya que esto suponía debilitar al Estado. Si se ponían en marcha medidas antijudías, se tenía cuidado de que fueran el resultado de politicas locales y no impuestas desde fuera. La idea de "nuestros judíos, nuestra solución" no era muy noble, pero sí habitual. La soberanía representa la capacidad de dirigir la política exterior, cuyo primer objetivo es preservar el Estado. En la Segunda Guerra Mundial, la política exterior dependía del resultado más probable de la guerra. Por lo general, los Estados aliados de Alemania se inclinaron hacia las políticas nazis hasta 1942 o 1943 (aunque ninguno las siguió rigurosamente), y después fueron acercándose hacia las de los Aliados. Mientras los Estados fueran soberanos, las políticas podían cambiar y los judíos, a veces, sobrevivir. Si la soberanía desaparecía, no había ninguna política exterior.

La ciudadanía, la burocracia y la política exterior obstaculizaron el exterminio de los judíos europeos. Obviamente cada Estado afectado por el nazismo tiene una historia y unas particularidades propias. Entre los Estados que no fueron destruidos pero sí dominados por los nazis se distinguen tres grupos. El primero es el de los Estados títeres, como Eslovaquia o Croacia, creados sobre los escombros de otros Estados, Checoslovaquia y Yugoslavia. El segundo es el de los que existían antes de la guerra y se aliaron con Alemania: Italia, Rumanía, Hungría, Bulgaria y Finlandia. Y finalmente, queda el de los Estados que fueron derrotados por Alemania y cuyas instituciones fueron modificadas en distintos grados sin llegar a ser destruidas del todo: Francia, Bélgica, Países Bajos y Grecia. Las diferencias entre estos países no llegaron a ser tan grandes como entre Estonia y Dinamarca, pero conforman el espectro existente entre los dos extremos ya mencionados: desde una ocupación alemana moderada hasta la doble anulación de la soberanía. El destino de sus judíos confirma la conexión entre soberanía y supervivencia.

Los Estados títeres de los nazis eran los más parecidos a las zonas sin gobierno del Este donde comenzaron las matanzas del Holocausto. Provenían de la destrucción de otros Estados, en la transición todos sus ciudadanos perdían la protección, y los nuevos gobernantes podían decidir a qué habitantes otorgaban la nueva ciudadanía. Teniendo en cuenta el contexto, era poco probable que se concediera a los judíos la plena ciudadanía de los nuevos Estados. Eslovaquia y Croacia estuvieron gobernadas por nacionalistas que no habrían podido acceder al poder de no ser por la destrucción previa de sus respectivos Estados plurinacionales. No podían tener una política exterior normal ni ejercer una soberanía real, y su existencia dependía completamente de la Alemania nazi. Como no podían sobrevivir a una derrota nazi, sus líderes tampoco podían plantearse cambiar de bando ni tratar de salvar a los judíos que quedaban en el país.

En marzo de 1941 Yugoslavia se adhirió al Eje, pero a los dos días un golpe de Estado con apoyo británico derrocó al regente Pablo y provocó un cambio de gobierno. Esto hizo que Alemania decidiera invadirla en abril, en una operación relámpago en la que también participaron tropas italianas, húngaras y búlgaras. Yugoslavia había sido un Estado centralizado dominado por los serbios, y tras su invasión Serbia se convirtió en un territorio títere sin soberanía ninguna y ocupado por Alemania. Allí los nazis trasladaron a campos de trabajos forzados a todos los judíos varones capaces de trabajar, e igual que en la URSS, las fuerzas de ocupación alemanas eligieron el terror contra la población civil como principal método de control: cualquier acto de resistencia era respondido con brutales castigos sobre los judíos, sobre todo, y sobre los gitanos y los comunistas. Siguiendo esta estrategia, para finales de 1941 ya había muerto la gran mayoría de los judíos de Serbia, unos ocho mil. Tras los serbios, el grupo más numeroso de Yugoslavia eran los croatas. Debido al dominio serbio, mantenido gracias a la manipulación de los resultados electorales y la presión policial, entre otras cosas, los croatas habían estado sumamente incómodos en Yugoslavia. Sus quejas se articulaban principalmente a través del Partido Campesino Croata -cuyo líder, Stjepan Radić, fue asesinado en 1928-, que se diferenciaba de la organización nacionalista croata radical Ustaša en que rechazaba el terrorismo (de hecho, la Ustaša llegó a asesinar al rey Alejandro I de Yugoslavia en 1934). Es prácticamente imposible que la Ustaša se hubiera hecho con el poder sin la ayuda de los nazis, incluso en una Croacia democrática e independiente, y sin embargo se convirtió en la herramienta de Alemania. Su régimen, liderado por Ante Pavelić, acusaba a los serbios y a los judíos de la existencia y las injusticias de Yugoslavia, y en consecuencia puso en práctica un criminal programa de limpieza étnica. El mayor campo de exterminio de Croacia fue el de Jasenovac, a cien kilómetros al sur de Zagreb, y los serbios fueron el grupo más numeroso de víctimas con gran diferencia, a pesar de que los gitanos y los judíos padecieron más en proporción al tamaño de su población. Las autoridades croatas deportaron a los judíos a Auschwitz en 1942 y de nuevo en 1943. Fueron asesinados 60.000 judíos yugoslavos, el 80% del total.


Pavelić con Hitler


Su total dependencia de Alemania hizo que el Estado croata desapareciera con la derrota nazi.

Checoslovaquia fue antes de la Segunda Guerra Mundial un Estado plurinacional pero no federal, de modo que los eslovacos y otros grupos étnicos se sentían agraviados por la preponderancia checa en la administración. En 1938, durante la crisis de los Sudetes, Hitler fomentó también el separatismo eslovaco. El resultado fue que Eslovaquia logró la autonomía del gobierno de Praga y en marzo de 1939, con la invasión alemana de la parte checa, se independizó. Checoslovaquia había desaparecido. Al frente del nuevo Estado eslovaco se colocó al sacerdote católico Jozef Tiso, líder del Partido Popular Eslovaco, alrededor del cual se habían agrupado casi todos los partidos eslovacos meses atrás. En la transición de Checoslovaquia a Eslovaquia, los eslovacos y otros grupos robaron a los judíos con entusiasmo, algo que Tiso y otros líderes del nuevo Estado vieron normal. En septiembre de 1939 Eslovaquia participó en la invasión de Polonia, en 1940 se unió al Eje y en 1941 formó parte de los países que invadieron la URSS. En septiembre de aquel año estableció su legislación antisemita, y en 1942 su Gobierno comenzó a deportar masivamente a los judíos a Polonia sabiendo que no volverían. Salieron 58.000, la mayoría de los cuales murieron.  En 1943, después de que el curso de la guerra cambiara, las deportaciones se habían detenido, pero en 1944, cuando el Ejército Rojo llegó a las fronteras de Eslovaquia, la resistencia llevó a cabo un levantamiento contra el Gobierno y los alemanes invadieron el país. La insurreción fracasó y durante la ocupación nazi las deportaciones y los asesinatos de judíos continuaron. En conjunto, durante la guerra fueron asesinados unos 100.000 judíos eslovacos, cerca de tres cuartas partes del total.


Tiso con Hitler


Como ya dijimos en otra entrada, Rumanía consiguió una considerable extensión de territorio tras la Primera Guerra Mundial, en parte a expensas de Hungría, a la que se trató como potencia derrotada. Dos décadas más tarde, Hungría recuperó parte de sus pérdidas gracias a Alemania: tras la destrucción de Checoslovaquia, se le concedió el sur de Eslovaquia y la Rutenia subcarpática.



Además, en el verano de 1940 Rumanía perdió la Transilvania septentrional en favor de Hungría. Todas estas anexiones, logradas casi sin esfuerzo, vincularon a Hungría con Alemania, ya que si Hitler podía otorgar territorios, también podía arrebatarlos. Si en 1941 Rumanía luchó junto a Alemania contra la Unión Soviética para recuperar territorio, Hungría se unió a la invasión para no perderlo. Para ambos países, la guerra en el Este fue en gran medida una competición por ganarse el favor de Alemania en la cuestión de Transilvania.

Budapest aprobó una legislación antisemita en señal de lealtad hacia Berlín, pero esta no provocó masacres por sí misma. Los judíos que más peligro corrían eran los de los territorios que fue ocupando Hungría. Así, las autoridades de aquel país deportaron a los judíos de la Rutenia subcarpática a través de la frontera soviética en 1941, justo cuando comenzaba la invasión de la URSS. Esos judíos se convirtieron en las víctimas de la primera matanza a gran escala del Holocausto, la de Kamianéts-Podilskyi, en agosto de aquel año. En abril, Hungría se había unido a Alemania en la invasión de Yugoslavia, y sus soldados asesinaron allí a miles de civiles, sobre todo serbios y judíos. El ejército magiar también formó batallones de trabajo judíos que operaron en la Unión Soviética en condiciones inhumanas, y de los que murieron unos 40.000 de sus integrantes. No obstante, los líderes húngaros no mostraron ningún interés en deportar a sus ciudadanos judíos a los campos de exterminio de Polonia. En consecuencia, a comienzos de 1944 había aún unos 800.000 judíos en territorio húngaro. Como para entonces la gran mayoría de los más de tres millones de judíos polacos ya habían sido asesinados, Hungría albergaba en ese momento la comunidad hebrea más importante de Europa central y oriental. A comienzos de 1943, el 2º Ejército húngaro fue destruido cuando los soviéticos reconquistaron la ciudad de Vorónezh, en el marco de la batalla de Stalingrado. Esto indujo a las autoridades húngaras a mantener conversaciones con los Aliados occidentales, pero Hitler se enteró. Para evitar que Hungría cambiase de bando, como ya había hecho Italia, y para acabar con la situación de privilegio de que disfrutaban en aquel país los judíos -a quienes culpaba de la falta de firmeza tanto del ejército como de las autoridades magiares-, Hitler ordenó a la Wehrmacht invadir su territorio, cosa que ocurrió el 19 de marzo de 1944. No hubo ninguna resistencia a la ocupación alemana. Se nombró nuevo primer ministro al pronazi Döme Sztójay, que había sido embajador de Hungría en Berlín. El regente húngaro Miklós Horthy continuó en el poder, pese a estar intentando lograr un armisticio entre su país y los Aliados.



Horthy con Hitler


El nuevo Gobierno húngaro empezó a deportar a los judíos a Auschwitz, pero no porque los nazis le obligaran a hacerlo. La invasión alemana había sido muy particular, pues su objetivo no fue forzar a Hungría a hacer nada, sino desplazar su equilibrio político de forma que sus autoridades terminaran haciendo lo que los nazis querían pero por voluntad propia. La estrategia era lograr una Hungría culpable del asesinato de sus judíos de forma que le resultara imposible ya cambiar de bando. Tanto los ocupantes nazis como el Gobierno húngaro entendían que la expropiación de los judíos representaba una oportunidad para obtener apoyo entre la mayoría de la población en esa extraña situación. En la primavera de 1944, el Gobierno húngaro anunció una serie de reformas que, obviamente, dependían del robo a los judíos y, por tanto, indirectamente también de su desaparición. Para entonces ya habían cambiado de manos las posesiones de más de cuatro millones de judíos europeos muertos, así que todo el mundo veía la relación entre la expropiación y el asesinato. Y si los negocios y las viviendas de los judíos debían cambiar de dueños, el Gobierno quería ser quien lo organizara y se llevara el mérito. Junto a las tropas alemanas, entraron en Hungría el SS-Obersturmbanführer (teniente coronel de las SS) Adolf Eichmann -especialista en deportaciones-, sus colaboradores y el Einsatzgruppe G con el objetivo de organizar la Solución Final en el país. Sin embargo, en la práctica las deportaciones dependieron del Ministerio del Interior húngaro y de la policía local. Entre mayo y julio de 1944 fueron deportados a Auschwitz más de 437.000 judíos húngaros, de los que unos 320.000 resultaron asesinados.


Eichmann


La invasión alemana amenazó pero no eliminó la soberanía húngara. En junio, el ejército soviético aplastó al Grupo de Ejércitos Centro alemán y los Aliados occidentales desembarcaron en Normandía. El 2 de julio, los estadounidenses bombardearon Budapest. En esas condiciones, Horthy detuvo las deportaciones y salvó así a la mayoría de los judíos de Budapest. En septiembre, con los soviéticos a punto de invadir Hungría, Horthy retomó las conversaciones con el enemigo, pero con mucha torpeza porque Hitler se volvió a enterar. En octubre, el regente llegó a un acuerdo con los soviéticos para la rendición de Hungría, pero los nazis tomaron a su hijo como rehén y le obligaron así a abdicar en favor de Ferenc Szálasi, líder del Partido de la Cruz Flechada, de carácter fascista y antisemita. De ese modo Hungría continuó en la guerra al lado de Alemania.


Szálasi con Hitler


Las deportaciones a Auschwitz se reanudaron hasta que el avance del Ejército Rojo las detuvo. Unos 80.000 judíos de Budapest fueron enviados fuera de la ciudad y obligados a construir fortificaciones; muchos morirían en el proceso. Durante el sitio de Budapest, los miembros del Partido de la Cruz Flechada asesinaron a 38.000 personas, muchas de ellas judías. Se llevaron a cabo ejecuciones masivas de judíos a orillas del Danubio.

Al final de la guerra sobrevivieron el 30% de los judíos húngaros. La mayoría de los asesinados, o bien vivían en territorios que habían cambiado de manos en la contienda, o bien murieron después de la intervención alemana que puso en peligro la soberanía húngara.

Bulgaria fue el país aliado de la Alemania nazi menos afectado por la guerra. No perdió territorio en favor de ninguno de sus vecinos y no sufrió ocupación alguna hasta casi el final de la contienda. Su ejército no se unió a la invasión de la URSS, pero sí participó en la ocupación de Yugoslavia y Grecia en 1941, arrebatándole Macedonia a la primera y parte de Tracia a la segunda. En ese año las autoridades búlgaras adoptaron una legislación antisemita, y en 1943, cediendo a los deseos de los nazis, expulsaron a unos 13.000 judíos de Tracia y Macedonia para que fueran deportados a Polonia. La gran mayoría de aquellos hombres, mujeres y niños fueron gaseados en Treblinka. El Gobierno búlgaro también elaboró planes para la deportación de los judíos que vivían dentro de las fronteras del país anteriores a la guerra (unos 50.000), pero jamás se llevaron a cabo debido a la fuerte oposición que mostraron muchas autoridades políticas, religiosas y sociales.


Boris III con Hitler


En 1943 murió el zar Boris III de Bulgaria. En septiembre de 1944, cuando los soviéticos invadieron el país, Bulgaria cambió de bando y acabó la guerra del lado de los Aliados. Ninguno de los judíos con nacionalidad búlgara murió en el Holocausto, de modo que solo fueron asesinados los de Tracia y Macedonia, es decir, los que habitaban en los territorios que cambiaron de régimen.

Benito Mussolini, creador del Partido Nacional Fascista italiano, fue una de las inspiraciones de Hitler. Fue él y no el Führer el primero en promulgar la política del anticomunismo, así como en utilizar el despliegue de grupos paramilitares para conquistar y transformar el poder. Pero el Duce no consideraba que la URSS formase parte de una amenaza judía mundial a la que hubiera que destruir, ni pensaba en convertir Europa en una suerte de edén racial después de limpiarla de judíos. Sus principales objetivos coloniales estaban en África, que era por tanto donde cometía sus atrocidades.


Mussolini con Hitler


Italia entró en la Segunda Guerra Mundial al lado de Alemania en junio de 1940. Sus tropas participaron en la batalla de Francia tarde y sin apenas relevancia, pero sí se implicarían a gran escala en la invasión de la URSS. Igual que otros países aliados de los nazis en el frente oriental, en la medida en que Italia contribuyó a la conquista del territorio soviético, participó en el Holocausto de forma indirecta. Cuando Mussolini invadió torpemente Grecia en 1940, terminó por obligar a los alemenes a intervenir, y en ese sentido creó las condiciones necesarias para el Holocausto en el sureste de Europa. A pesar de que a partir de 1938 Italia aprobó una legislación antisemita y otras leyes raciales, Mussolini nunca tuvo interés en deportar a los judíos y menos aún en asesinarlos. En ocasiones, los militares italianos protegieron a los judíos en los territorios que mantuvieron ocupados y, por cuestiones de prestigio y soberanía, Italia prefería internar a los hebreos que escapaban de Croacia antes que deportarlos. El Holocausto como tal comenzó en Italia -y solo pudo comenzar- tras la caída de Mussolini, en 1943. Como había ocurrido en otros casos, el intento frustrado de Italia de cambiar de bando supuso un desastre para los judíos. Cuando el nuevo Gobierno del mariscal Badoglio trató de unirse a los Aliados, los alemanes invadieron Italia y ellos mismos se encargaron de empezar a deportar y asesinar a los judíos italianos. Al final, los nazis exterminaron a 7.500 judíos de Italia, el 20% del total. Sin la intervención alemana, habrían sobrevivido casi todos.

Al contrario que otros países aliados de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, Finlandia era una democracia (aunque el partido comunista era ilegal). El país se vio involucrado de lleno en la contienda cuando fue invadido por la Unión Soviética, el 30 de noviembre de 1939, gracias al Pacto Ribbentrop-Mólotov. Como pretexto para justificar la agresión, los soviéticos utilizaron un ataque de falsa bandera, igual que habían hecho los nazis justo antes de invadir Polonia. Durante más de tres meses, los finlandeses aguantaron los envites enemigos infringiendo graves pérdidas al Ejército Rojo y, cuando terminó el enfrentamiento, Stalin no pudo ocupar todo el país, como había pretendido, sino que tuvo que conformarse con algunas regiones orientales.



En el ánimo de los fineses quedó un deseo de revancha por la pérdida de territorios, y ese fue el motivo de que su país se uniera a Alemania cuando esta invadió la URSS en 1941. Finlandia facilitó el paso de tropas alemanas por su territorio y, con su ayuda, recuperó con bastante rapidez las regiones perdidas frente a la Unión Soviética el año anterior. Pero su alianza con los nazis fue muy particular por varias razones. En primer lugar, el ejército finlandés recibió instrucciones de no ir mucho más allá de las fronteras de 1939, y de hecho no participó directamente en el sitio de Leningrado. Por otro lado, cuando los nazis plantearon a las autoridades finlandesas la deportación de sus ciudadanos judíos, estas replicaron que en Finlandia no existía ningún problema judío. Los más de dos mil judíos fineses gozaban de los mismos derechos que el resto de sus conciudadanos. Varios cientos de esos judíos lucharon por su país contra los soviéticos, tanto en la Guerra de Invierno como en la de Continuación, esta vez al lado de los alemanes, algo poco habitual en aquella guerra. Finlandia además acogió a 500 refugiados judíos durante la contienda, si bien, ante las presiones de los nazis, les entregó a ocho de ellos en 1942, siete de los cuales fueron inmediatamente asesinados.


Mannerheim con Hitler


En agosto de 1944, el mariscal Mannerheim, comandante en jefe del Ejército finlandés, fue nombrado presidente de su país. Al mes siguiente Finlandia firmó un nuevo armisticio con la URSS y expulsó a los alemanes de su territorio. Aunque Finlandia tuvo que devolver a los soviéticos las zonas perdidas en 1940 y además entregarles Petsamo, mantuvo siempre su soberanía y su independencia.



Los judíos ciudadanos de los países aliados de Alemania vivieron o murieron según ciertas reglas: los que conservaron la ciudadanía anterior a la guerra por lo general sobrevivieron, y aquellos que no, murieron. La pérdida de ciudadanía de los judíos se debió habitualmente a los cambios de gobierno o a la ocupación, más que a la ley. La lenta expatriación legal del modelo alemán fue más la excepción que la norma. Los judíos de los territorios que cambiaron de manos generalmente fueron asesinados, y no sobrevivió casi ninguno de los que permanecieron en territorio soviético cuando llegaron las tropas alemanas o rumanas. La ocupación germana de los Estados que trataron de cambiar de bando supuso el asesinato masivo de judíos, incluidos aquellos que vivían en países donde la Solución Final había tenido escasa o nula presencia. En total fueron asesinados unos 700.000 judíos ciudadanos de países aliados de Alemania, pero un gran número de ellos sobrevivió, en dramático contraste con los países en los que el Estado se destruyó, donde prácticamente todos los judíos resultaron asesinados.

Ninguno de los aliados de Alemania se mostraba indiferente a la conservación del Estado. Las mayoría de esos países modificaron su política a partir de 1943, cuando empezó a ser evidente que el Eje estaba perdiendo la guerra, y lo hicieron dando marcha atrás en las medidas antisemitas, tratando de cambiar de bando, o de ambas formas. Sus gobiernos ralentizaron o detuvieron las políticas antijudías con la esperanza de que los Aliados recibieran el mensaje y los trataran más favorablemente al acabar la guerra. En algunos casos, como en el de Rumanía y el de Bulgaria, los intentos de cambiar de bando tuvieron éxito y eso ayudó a los judíos. En otros, como en Italia y Hungría, fracasaron. Sin embargo, fue esta capacidad para definir la política exterior lo que diferenció a los Estados soberanos de las zonas sin Estado y de los Estados títere creados durante la guerra. Y esa misma disposición para la diplomacia también distinguió a la propia Alemania nazi de sus aliados. Hasta 1942, la situación de los judíos alemanes no era muy diferente de la de los que vivían en esos otros países, pero a partir de entonces la de los judíos germanos empeoró drásticamente, mientras que la de los segundos en general mejoró, a menos que Alemania terminara interviniendo. A diferencia de otros líderes del Eje, que se preocupaban por el destino de sus respectivos países, a Hitler no le importaba demasiado el del suyo, Alemania, y consideraba que el exterminio de judíos era un hecho positivo en sí mismo. Creía que el mundo estaba formado por razas más que por Estados y actuaba en consecuencia. Así, Alemania no tenía una política exterior convencional, ya que su Führer no creía en la soberanía como tal. Cuando la guerra se volvió en contra de Alemania, la matanza de judíos bajo su control no se ralentizó, como sucedió en sus países aliados, sino que se aceleró. Los líderes nazis estaban llevando a cabo dos guerras, una colonial, en la URSS, y otra antijudía, en retaguardia, de manera que podían poner más énfasis en una u otra, y en una definición de victoria o en otra. Para Hitler, las derrotas alemanas sacaban a la luz la mano oculta del enemigo judío mundial, cuya destrucción era necesaria para ganar la guerra y salvar a la humanidad. El exterminio de los judíos era una victoria para la especie, independientemente de si Alemania era derrotada. En abril de 1945 Hitler diría: "He extirpado el tumor judío. La posteridad nos estará eternamente agradecida". Por otro lado, entendió que el pueblo alemán no era una raza superior. En noviembre de 1941 había dicho: "Si llegara el día en que el pueblo alemán no fuera lo suficientemente fuerte y sacrificado como para entregar su sangre por su existencia, prefiero que sea exterminado por otra potencia más fuerte. No derramaré entonces una sola lágrima por el pueblo alemán". En marzo de 1945, mientras su país estaba siendo invadido, ratificó esas palabras y ensalzó a la URSS "pues nuestro pueblo ha demostrado ser más débil, y el futuro pertenece exclusivamente al más fuerte, al pueblo del Este".




Continuará...


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